En el museo descubrió que los artículos de su mesa se movían continuamente. Un día el teléfono estaba a la derecha y, al siguiente, a la izquierda. Un día llegó y encontró el cajón superior cerrado con llave, cosa que ella nunca hacía, pues no guardaba dentro nada valioso.
Tanto en el trabajo como en casa el teléfono solía sonar una o dos veces, y luego enmudecía. Cuando contestaba, sólo oía el tono de llamada. Y cuando comprobaba la identificación de llamada, aparecía «número desconocido». Varias veces intentó usar la opción de rellamada, pero siempre encontraba señal de ocupado o interferencia electrónica.
No estaba segura de qué hacer. En sus llamadas diarias a sus padres, comentaba algunas de estas cosas, pero no todas, porque algunas parecían demasiado extrañas para ser ciertas. Otras parecían los incordios habituales de la vida moderna, como cuando uno de sus profesores no pudo acceder a sus trabajos por e-mail, y los ordenadores de la facultad no lograron solucionarlo porque encontraron bloqueados sus archivos. Los eliminaron, pero sólo después de considerables esfuerzos.
Mientras se mecía en su sillón a solas en su apartamento, contemplando caer la noche, pensó que todo era por culpa de O'Connell y nada por culpa de O'Connell, y no supo qué hacer. Y esa incertidumbre le producía una sensación de frustración y rabia.
Después de todo, él había dado su palabra. Se lo repetía, aunque en realidad no se lo creía. Y cuanto más lo pensaba, menos se lo creía.
Scott pasó una noche inquieta esperando que llegara por mensajero el paquete enviado desde Yale por el profesor Burris. Hay pocas cosas más peligrosas para una carrera académica que una acusación de plagio. Scott tenía que actuar con rapidez y eficacia. El primer paso que dio fue buscar en el sótano la caja donde había almacenado todas sus notas para el artículo de la Revista de Historia Norteamericana. Luego envió mensajes electrónicos a los dos estudiantes que había reclutado tres años antes para que lo ayudaran con las citas y la investigación. Tenía suerte, pensó, de disponer de direcciones de contacto de ambos. Cuando les escribió, no especificó exactamente de qué lo acusaban. Sólo dijo que un colega historiador había hecho algunas preguntas sobre el artículo y podrían serle útiles sus recuerdos del trabajo. Fue un intento de ponerlos sobreaviso, mientras esperaba a que el material en disputa llegara a su puerta.
Era todo lo que podía hacer.
Se sentó a su escritorio en la facultad cuando el repartidor le entregó un sobre grande. Lo firmó rápidamente, y empezaba a abrirlo cuando sonó el teléfono.
– ¿Profesor Freeman?
– Sí.
– Soy Ted Morris, del periódico de la facultad.
Scott vaciló un momento.
– ¿Asiste usted a alguna de mis clases, señor Morris? Si es así…
– No, señor. No asisto.
– Estoy muy ocupado -dijo Scott-. Pero, dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
Sintió cierta reluctancia en la pausa que hizo el estudiante antes de responder.
– Hemos recibido una filtración, una acusación en realidad, y lo estoy investigando.
– ¿Una filtración?
– Sí, eso es.
– No entiendo -dijo Scott, pero era mentira: lo entendía perfectamente.
– Lo han acusado de estar implicado en, bueno, a falta de mejor expresión, un asunto de integridad académica. -Ted Morris escogía sus palabras con cuidado.
– ¿Quién le ha dicho eso?
– ¿Es relevante, señor?
– Bueno, podría serlo.
– Al parecer procede de un estudiante descontento. De una universidad del Sur. Es todo lo que puedo decirle.
– No conozco a ningún estudiante de ninguna facultad del Sur -repuso Scott con falsa serenidad-. Pero «descontento» es un adjetivo aplicable a cualquier estudiante en un momento u otro, ¿no le parece, Ted? -dejó a un lado el formal «señor Morris» para recalcar sus roles respectivos. Él tenía autoridad y poder, o al menos quería que Ted Morris, del periódico del campus, lo creyera.
Ted hizo una pausa y no se dejó distraer.
– Pero la cuestión es muy simple. ¿Ha sido usted acusado…?
– Nadie me ha acusado de nada. Al menos que yo sepa -replicó Scott rápidamente-. Nada que no sea rutinario en los círculos académicos… -Inspiró hondo. Seguramente Ted Morris estaba anotando cada palabra.
– Comprendo, profesor. Rutina. Pero sigo pensando que debería hablar con usted en persona.
– Estoy muy ocupado. No obstante, tengo horas de tutoría el viernes. Pásese por aquí entonces…
Eso le daría varios días.
– Tenemos cierta premura, profesor…
– Lo siento. Las cosas hechas deprisa son inevitablemente confusas o, peor, erróneas. -Era un farol, pero tenía que librarse de aquel impertinente.
– Muy bien, el viernes. Y, profesor, una cosa más.
– ¿Qué, Ted? -repuso con su voz más condescendiente.
– Debería saber que colaboro con el Globe y el Times.
Scott tragó con dificultad.
– Me alegro -dijo, afectando todo el entusiasmo que le fue posible-. Hay muchas historias en este campus que podrían interesar a esos periódicos. Bien, nos vemos el viernes, pues -concluyó, rogando que el estudiante esperara al viernes antes de llamar al redactor jefe de esos periódicos para dinamitar toda su carrera.
Colgó. Nunca había creído que estaría tan asustado, no, tan aterrado, por la voz de un estudiante. Se dedicó a estudiar rápidamente el material enviado por el profesor Burris, más ansioso a cada frase que leía.
Hope entró en el servicio contiguo a la oficina de admisiones, sabiendo que probablemente era el único sitio del colegio donde podría estar a solas unos momentos. Apenas la puerta se cerró tras ella, estalló en un sollozo profundo y desesperado.
La acusación había llegado al decano a través de un e-mail anónimo. Decía que Hope había acosado a una estudiante de quince años en las duchas del vestuario femenino, cuando la chica estaba sola después de una sesión de entrenamiento. Describía cómo Hope le había acariciado los pechos y tocado la entrepierna, mientras le susurraba las ventajas de probar el sexo con una mujer. Como la adolescente se resistió, continuaba la acusación, Hope la amenazó con manipular sus notas si alguna vez comentaba el episodio a las autoridades o a sus padres. El e-mail terminaba instando a los administradores a tomar «las medidas que fueran necesarias» para evitar un pleito y tal vez una acusación penal. Usaba palabras como «depredadora» y «violación de la confianza» junto con «reclutamiento homosexual» para describir la supuesta conducta de Hope.
Ni una sola palabra era cierta. Nada de aquello, descrito con detalle casi pornográfico, había sucedido jamás. Pero Hope dudaba que la verdad la ayudara a salir bien parada de aquella encerrona.
Aquel catálogo de mentiras concluía con una serie de suposiciones disparatadas, pintando a Hope poco menos que como un monstruo corruptor de menores.
Que los hechos nunca hubieran sucedido, que ella no supiera quién era aquella joven, que nunca hubiera entrado en el vestuario femenino sin otro miembro del claustro presente para evitar precisamente ningún malentendido, que se comportara con recato de monja cada vez que algo de naturaleza vagamente sexual se producía en el colegio, y que hubiera tenido cuidado de no exhibir nunca su relación con Sally… de repente nada de eso valía para nada.