Amalie cuelga el mapa de Rumania en la pared.
«Todos los niños viven en bloques de viviendas o en casas», dice Amalie. «Cada casa tiene habitaciones. Y todas las casas juntas forman una gran casa. Esta gran casa es nuestro país. Nuestra patria.»
Amalie señala el mapa. «Esta es nuestra patria», dice. Y con la punta del dedo busca los puntos negros en el mapa. «Estas son las ciudades de nuestra patria», dice Amalie. «Las ciudades son las habitaciones de esta gran casa que es nuestro país. En nuestras casas viven nuestro padre y nuestra madre. Ellos son nuestros padres. Cada niño tiene sus padres. Y así como nuestro padre es el padre en la casa en que vivimos, el camarada Nicolae Ceausescu es el padre de nuestro país. Y así como nuestra madre es la madre en la casa en que vivimos, la camarada Elena Ceausescu es la madre de nuestro país. El camarada Nicolae Ceausescu es el padre de todos los niños. Y la camarada Elena Ceausescu es la madre de todos los niños. Todos los niños quieren al camarada y a la camarada, porque son sus padres.»
La señora de la limpieza pone una papelera vacía junto a la puerta. «Nuestra patria se llama la República Socialista de Rumania», dice Amalie. «El camarada Nicolae Ceausescu es el secretario general de nuestro país, la República Socialista de Rumania.»
Un niño se levanta. «Mi padre tiene un globo terráqueo en casa», dice. Y dibuja una esfera con las manos. Y se lleva por delante el florero. Los claveles quedan en el agua. La camisa de halcón se le moja.
Sobre la mesita que tiene delante hay trozos de vidrio. El chico se echa a llorar. Amalie aleja de él la mesita. No puede enfadarse. El padre de Claudiu es el administrador de la carnicería de la esquina.
Anca apoya la cara sobre la mesa. «¿A qué hora volvemos a casa?», pregunta en rumano. El alemán la aburre y no acaba de entrarle. Udo construye un tejado. «Mi padre es el secretario general de nuestra casa», dice.
Amalie mira las hojas amarillas de la acacia. Como todos los días, el viejo está asomado a la ventana abierta. «Dietmar va a comprar entradas para el cine», piensa Amalie.
Los indios marchan por el suelo. Anca toma sus pastillas.
Amalie se apoya en el marco de la ventana. «¿Quién quiere recitar una poesía?», pregunta.
«Yo conozco un país con una cordillera, / en cuyas cumbres la mañana reverbera, / y en cuyos bosques, cual mar proceloso, / resuena cálido el viento de primavera.»
Claudiu habla bien alemán. Claudiu alza la barbilla. Claudiu habla alemán con voz de adulto reducido.
DIEZ LEI
La gitanilla del pueblo vecino exprime su delantal gris verdoso. De su mano chorrea agua. Del centro de la cabeza le cuelga una trenza sobre la espalda. En la trenza hay una cinta roja. Cuelga del extremo inferior como una lengua. La gitanilla se planta ante los tractoristas descalza y con los dedos de los pies cochambrosos.
Los tractoristas llevan sombreros pequeños y mojados. Sus manos negras reposan sobre la mesa. «Si me lo enseñas», le dice uno de ellos, «te doy diez lei». Y pone diez lei sobre la mesa. Los tractoristas se ríen. Los ojos les brillan. Tienen la cara roja. Sus miradas manosean la larga falda floreada. La gitana se la remanga. El tractorista vacía su vaso. La gitana recoge el billete de la mesa. Se enrosca la trenza alrededor del dedo y ríe.
Windisch siente el olor a aguardiente y a sudor de la mesa vecina. «No se quitan las zamarras de piel de oveja en todo el verano», dice el carpintero, en cuyo pulgar hay espuma de cerveza. Y sumerge el índice en el vaso. «El cerdo de al lado me ha soplado su ceniza en la cerveza», dice. Y mira al rumano que tiene a su espalda. El rumano sostiene el cigarrillo en la comisura de los labios. Lo ha empapado de saliva. Se ríe. «No más alemán», dice. Y añade, en rumano: «Estamos en Rumania».
El carpintero tiene una mirada ávida. Levanta su vaso y lo vacía. «Pronto estaréis libres de nosotros», exclama. Le hace una seña al tabernero, que está en la mesa de los tractoristas. «Otra cerveza», pide.
El carpintero se enjuga la boca con el dorso de la mano. «¿Ya has ido a ver al jardinero?», pregunta. «No», dice Windisch. «¿Sabes dónde queda?», pregunta el carpintero. Windisch asiente con la cabeza: «A la entrada de la ciudad». «En Fratelia, en la calle Enescu», dice el carpintero.
La gitanilla tira de la lengua roja de su trenza. Ríe y se gira. Windisch ve sus pantorrillas. «¿Cuánto?», pregunta. «Quince mil por persona», dice el carpintero. Recibe la cerveza de manos del tabernero. «Una casa de un piso. A la izquierda quedan los invernaderos. Si el coche rojo está en el patio, quiere decir que está abierto. En el patio habrá alguien cortando leña. Él te hará entrar», dice el carpintero. «No toques el timbre. Si lo haces, el leñador desaparecerá. Y no volverá a abrir la puerta.»
Los hombres y mujeres que están en una esquina de la sala beben todos de la misma botella. Uno de los hombres lleva un sombrero de terciopelo negro abollado y carga un niño en sus brazos. Windisch ve las pequeñas plantas de los pies desnudos. El niño intenta coger la botella. Abre la boca. El hombre le acerca el gollete a la boca. El niño cierra los ojos y bebe. «Borrachín», dice el hombre. Le quita la botella y se ríe. La mujer que está a su lado mordisquea una corteza de pan. Mastica y bebe. En el interior de la botella flotan migas de pan blanco.
«Esos apestan a establo», dice el carpintero. De su dedo cuelga un largo cabello castaño.
«Son los de la vaquería», dice Windisch.
Las mujeres cantan. El niño avanza tambaleándose ante ellas y tira de sus faldas.
«Hoy es día de pago», dice Windisch. «Se pasan tres días bebiendo. Y al final se quedan otra vez sin nada.»
«La vaquera del pañuelo azul vive detrás del molino», dice Windisch. La gitanilla se remanga la falda. De pie junto a su pala, el sepulturero hurga en su bolsillo. Le da diez lei.
La vaquera del pañuelo azul canta y vomita contra la pared.
EL DISPARO
La revisora se ha remangado la blusa. Está comiendo una manzana. El segundero palpita en su reloj. Son las cinco pasadas. El tranvía chirría.
Un niño empuja a Amalie contra la maleta de una anciana. Amalie echa a correr.
Dietmar la espera a la entrada del parque. Su boca arde sobre la mejilla de Amalie. «Tenemos tiempo», dice. «Las entradas son para la función de las siete. Para la de las cinco no quedaba ni una.»
El banco es frío. Por el césped pasan unos hombrecitos cargando cestos de mimbre llenos de hojas secas.
La lengua de Dietmar es caliente. Arde sobre la oreja de Amalie, que cierra los ojos. El aliento de Dietmar es más grande que los árboles en la cabeza de Amalie. Su mano es fría bajo la blusa de Amalie.
Dietmar cierra la boca. «Tengo que irme a la mili», dice. «Mi padre me ha traído la maleta.»
Amalie aparta la lengua de Dietmar de su oreja. Le tapa la boca con su mano. «Vamos a la ciudad», dice. «Tengo frío.»
Amalie se apoya en Dietmar. Siente sus pasos. Camina pegada a él bajo su chaqueta, como uno de sus hombros.
En el escaparate hay un gato durmiendo. Dietmar tamborilea con los dedos sobre el cristal. «Aún tengo que comprarme calcetines de lana», dice. Amalie se está comiendo un croissant. Dietmar le lanza un ovillo de humo a la cara. «Ven», dice Amalie, «te enseñaré mi jarrón».
La bailarina levanta el brazo sobre la cabeza. El vestido de encaje blanco permanece inmóvil tras el cristal.
Dietmar abre una puerta de madera junto al escaparate. Detrás de la puerta hay un pasillo oscuro. La oscuridad huele a cebollas podridas. Junto a la pared, tres cubos de basura se alinean como enormes latas de conserva.
Dietmar arrincona a Amalie contra uno de los cubos. La tapa rechina. Amalie siente los embates del miembro de Dietmar en su vientre. Se aferra firmemente a sus hombros. En el patio interior se oye hablar a un niño.