El sastre tiene una cinta negra en las puntas del cuello duro. Está enrollando la alfombra. La mujer de Windisch le mira las manos. «Nadie escapa a su destino», dice suspirando.
Amalie contempla el manzano por la ventana. «No sé», dice el sastre. «Él nunca hizo nada malo.»
Amalie siente el llanto en su garganta. Se apoya en el alféizar de la ventana. Asoma la cara. Y oye el disparo.
Windisch habla con el guardián nocturno en el patio. «Ha llegado un nuevo molinero al pueblo», dice el guardián nocturno. «Un valaco con un sombrerito que ha trabajado en molinos de agua.» El guardián nocturno cuelga caminas, chaquetas y pantalones en el portaequipajes de su bicicleta. Luego se mete la mano al bolsillo. «He dicho que te los regalo», dice Windisch. La mujer de Windisch tira de su delantal. «Llévatelos», dice. «Te los da con todo cariño. Aún queda un montón de ropa vieja para los gitanos.» Se lleva la mano a la mejilla. «Los gitanos traen buena suerte», dice.
EL REDIL
El nuevo molinero está en el mirador. «Me envía el alcalde», dice. «Voy a vivir aquí.»
Lleva un sombrerito ladeado en la cabeza. Su zamarra es nueva. Examina la mesa del mirador. «Me puede ser útil», dice. Recorre la casa seguido por Windisch. La mujer de Windisch va detrás de su marido, descalza.
El nuevo molinero mira la puerta del vestíbulo. Acciona el picaporte. Examina las paredes y el techo. Golpea la puerta. «Es vieja», dice. Se apoya contra el marco de la puerta y mira la habitación vacía. «Me dijeron que la casa estaba amueblada», dice. «¿Cómo que amueblada?», pregunta Windisch. «He vendido mis muebles.»
La mujer de Windisch sale del vestíbulo apoyando con fuerza los talones. Windisch siente latir sus sienes.
El nuevo molinero repasa las paredes y el techo. Abre y cierra la ventana. Presiona con la punta del pie las tablas del suelo. «En ese caso telefonearé a mi mujer para que traiga los muebles», dice.
Luego sale al patio. Mira las vallas. Ve los cerdos manchados del vecino. «Tengo diez cerdos y veintiséis ovejas», dice. «¿Dónde está el redil?»
Windisch ve las hojas amarillas sobre la arena. «Aquí nunca hemos tenido ovejas», dice. La mujer de Windisch sale al patio con su escoba. «Los alemanes no tienen ovejas», dice. La escoba cruje sobre la arena.
«El cobertizo puede servir de garaje», dice el molinero. «Me agenciaré unas cuantas tablas y construiré un redil.»
Le estrecha la mano a Windisch. «El molino es bonito», dice.
Al barrer, la mujer de Windisch traza grandes ondas circulares en la arena.
LA CRUZ DE PLATA
Amalie está sentada en el suelo. Las copas de vino se alinean una tras otra según su tamaño. Las copitas de licor centellean. Las flores lechosas en las barrigas de los fruteros se han atiesado. Pegados a la pared hay varios floreros. En una esquina está el jarrón.
Amalie sostiene la cajita con la lágrima en su mano.
Amalie oye en sus sienes la voz del sastre: «Él nunca hizo nada malo». En la frente de Amalie arde un rescoldo.
Amalie siente la boca del policía en su cuello. Huele su aliento aguardentoso. El policía oprime con sus manos las rodillas de Amalie. Le levanta el vestido. «Ce dulce esti» *, dice. Su gorra está junto a sus zapatos. Los botones de su chaqueta relucen.
El policía se desabrocha la chaqueta. «Desvístete», dice. Bajo la chaqueta azul hay una cruz de plata. El cura se quita la sotana negra. Levanta un mechón de la mejilla de Amalie. «Límpiate el lápiz de labios», dice. El policía besa el hombro de Amalie. La cruz de plata se le desliza ante la boca. El cura acaricia el muslo de Amalie. «Quítate las enaguas», dice.
Amalie ve el altar a través de la puerta abierta. Entre las rosas hay un teléfono negro. La cruz de plata cuelga entre los senos de Amalie. Las manos del policía le oprimen los senos. «¡Qué manzanas tan bonitas tienes!», dice el cura con la boca húmeda. El pelo de Amalie se derrama por el borde de la cama. Bajo la silla están sus sandalias blancas. El policía susurra: «¡Qué bien hueles!». Las manos del cura son blancas. El vestido rojo brilla a los pies de la cama de hierro. Entre las rosas suena el teléfono negro. «Ahora no tengo tiempo», jadea el policía. Los muslos del cura pesan. «Cruza las piernas sobre mi espalda», le susurra. La cruz de plata le aprieta el hombro a Amalie. El policía tiene la frente húmeda. «Date la vuelta», dice. La sotana negra cuelga de un clavo largo detrás de la puerta. La nariz del cura es fría. «Angelito mío», dice jadeante.
Amalie siente los tacos de las sandalias blancas en el vientre. El rescoldo de la frente arde en sus ojos. La lengua le pesa en la boca. La cruz de plata brilla en el cristal de la ventana. En el manzano cuelga una sombra. Es negra y la han removido. La sombra es una tumba.
Windisch está en la puerta de la habitación. «¿Estás sorda?», pregunta. Le entrega la maleta grande a Amalie, que vuelve la cara hacia la puerta. Tiene las mejillas húmedas. «Ya sé que las despedidas son dolorosas», dice Windisch. Se ve muy alto en la habitación vacía. «Es como estar otra vez en la guerra», dice. «Uno parte y no sabe cómo ni cuándo ni si regresará.»
Amalie vuelve a llenar la lágrima. «El agua del pozo no la humedece mucho», dice. La mujer de Windisch guarda los platos en la maleta. Coge la lágrima en su mano. Tiene los pómulos blandos y los labios húmedos. «Cuesta creer que haya algo semejante», dice.
Windisch siente su voz en la cabeza. Tira su abrigo en la maleta. «Estoy harto de ella», grita, «no quiero verla más». Agacha la cabeza. Y añade en voz muy baja: «Lo único que sabe es deprimir a la gente».
La mujer de Windisch acuña los cubiertos entre los platos. «Sí que lo sabe», dice. Windisch la ve sacarse del pelo un dedo viscoso. Luego mira su propia foto en el pasaporte. Menea la cabeza. «Es un paso muy delicado», dice.
Las copas de Amalie relucen en la maleta. Las manchas blancas crecen en las paredes. El piso es frío. La bombilla arroja rayos largos sobre las maletas.
Windisch se guarda los pasaportes en el bolsillo de su chaqueta. «¿Quién sabe qué será de nosotros?», suspira la mujer de Windisch. Windisch mira los rayos punzantes de la lámpara. Amalie y la mujer de Windisch cierran las maletas.
LA PERMANENTE
En la valla rechina una bicicleta de madera. Arriba, en el cielo, flota plácidamente una bicicleta de nubes blancas. En torno a ella, las nubes son agua. Grises y vacías como un estanque. En torno al estanque sólo hay un silencio de montañas. De montañas grises, cargadas de nostalgia.
Windisch carga dos maletas grandes. La mujer de Windisch carga dos maletas grandes. Su cabeza avanza a toda prisa. Su cabeza es demasiado pequeña. Las piedras de sus pómulos están encerradas en la oscuridad. La mujer de Windisch se ha cortado la trenza. En sus cabellos cortos luce una permanente. Su nueva dentadura le ha endurecido y reducido la boca. Habla en voz alta.
Del pelo de Amalie se desprende un mechón. Vuela del jardín de la iglesia hasta el boj y regresa a su oreja.
El bache está gris y agrietado. El álamo se yergue como una escoba contra el cielo.
Jesús duerme en la cruz junto a la puerta de la iglesia. Cuando se despierte, será viejo. Y el aire del pueblo será más diáfano que su piel desnuda.
En la puerta del correo, el candado cuelga de la cadena. La llave está en casa de la cartera. La llave abre el candado. Abre el colchón para las entrevistas.
Amalie carga la maleta pesada con las copas. Lleva su bolso en bandolera. En él va la caja con la lágrima. En la otra mano lleva el jarrón con la bailarina.