El pueblo es pequeño. Por las calles laterales se ve caminar gente a lo lejos. Se alejan. En los extremos de las calles laterales, el maizal es una pared negra.
En el zócalo de la estación percibe Windisch los vapores grises del tiempo detenido. Sobre los rieles hay una manta de leche. Les llega hasta los talones. Sobre esa manta hay una piel hialina. El tiempo detenido hila un capullo en torno a las maletas. Y tira de los brazos. Windisch se hunde al avanzar sobre el balasto.
Los peldaños del tren son altos. Windisch despega sus zapatos de la manta de leche.
La mujer de Windisch sacude con su pañuelo el polvo de los asientos. Amalie se coloca el jarrón en las rodillas. Windisch pega la cara a la ventanilla. En la pared del compartimiento hay una foto del Mar Negro. El agua está en calma. La foto se balancea. Viaja con ellos.
«Yo en el avión me mareo», dice Windisch. «Lo sé por la guerra.» La mujer de Windisch se ríe. Su nueva dentadura le castañetea.
El traje le queda ajustado a Windisch. Las mangas tiran de sus manos. «El sastre te lo ha hecho demasiado corto», dice la mujer de Windisch. «Una tela tan cara y total, para nada.»
A medida que el tren avanza, Windisch siente que la frente se le va llenando lentamente de arena. La cabeza le pesa. Sus ojos se sumergen en el sueño. Sus manos tiemblan. Sus piernas, débiles, se contraen en breves espasmos. Windisch ve una llanura de matorrales herrumbrosos por la ventanilla. «Desde que la lechuza se llevó al hijo del sastre, el hombre no da pie con bola», dice. La mujer de Windisch tiene la barbilla apoyada en una mano.
La cabeza de Amalie le cuelga sobre el hombro. El pelo le tapa las mejillas. Se ha dormido. «Hace bien en dormir», dice la mujer de Windisch.
«Desde que me corté la trenza, no sé cómo tener la cabeza.» Su nuevo vestido con cuello de encaje blanco tiene reflejos verde agua.
El tren resuena como una matraca sobre el puente de hierro. El mar se balancea en la pared del compartimiento, por encima del río. El río tiene poca agua y mucha arena.
Windisch sigue el vuelo de los pajarillos con la mirada. Vuelan en bandadas dispersas. Buscan bosques en la llanura, donde sólo hay matorrales, agua y arena.
El tren avanza ahora lentamente porque los rieles se confunden, porque empieza la ciudad. A la entrada hay cerros de chatarra. Y casas pequeñas con jardines cubiertos de malezas. Windisch ve muchos rieles que se van entrelazando. Entre el caos de vías ve trenes desconocidos.
Sobre el vestido verde cuelga una cruz de oro en una cadenilla. Mucho verde hay en torno a esa cruz.
La mujer de Windisch mueve el brazo. La cruz oscila en la cadenilla. El tren rueda deprisa. Ha encontrado una vía libre entre los trenes desconocidos.
La mujer de Windisch se levanta. Su mirada es firme y segura. Ve la estación. Bajo su permanente, en el interior de su cráneo, se ha organizado ya un nuevo mundo al que se dirige cargando sus enormes maletas. Sus labios son como cenizas frías. «Si Dios quiere, el verano próximo vendremos de visita», dice.
LA acera está agrietada. Los charcos se han bebido el agua. Windisch cierra el coche con llave. Sobre el coche brilla un círculo plateado que encierra tres varillas similares a tres dedos. Sobre el capó hay varias moscas muertas. Una cagarruta de pájaro se ha pegado al parabrisas. Detrás, sobre el maletero, se lee la palabra: Diesel. Un coche de caballos pasa traqueteando. Los caballos son huesudos. El coche es de polvo. El cochero es desconocido. Sus orejas son grandes bajo el sombrerito.
Windisch y su mujer caminan en un mismo rollo de tela. El lleva un traje gris. Ella, un vestido gris de la misma tela.
La mujer de Windisch luce zapatos negros de tacón alto.
Al llegar al bache, Windisch siente las grietas bajo su zapato. En las pantorrillas pálidas de su mujer se diluyen venas azules.
La mujer de Windisch mira los tejados rojos y oblicuos. «Es como si nunca hubiéramos vivido aquí», dice. Lo dice como si esos tejados oblicuos fueran guijarros rojos bajo sus zapatos. Un árbol le lanza su sombra a la cara. Los pómulos son de piedra. La sombra regresa al árbol, dejándole unas cuantas arrugas en la barbilla. Su cruz de oro relumbra. El sol la captura. El sol mantiene su llama sobre la cruz.
Junto al cerco de boj está la cartera. Su bolso de charol tiene una grieta. La cartera acerca las mejillas para que la besen. La mujer de Windisch le da una tableta de chocolate Ritter-Sport. El papel azul cielo es brillante. La cartera pone sus dedos sobre el borde dorado.
La mujer de Windisch mueve las piedras de sus pómulos. El guardián nocturno se acerca a Windisch. Se quita el sombrero negro. Windisch ve su camisa y su chaqueta. El viento deja una mancha de sombra sobre la barbilla de la mujer de Windisch, que gira la cabeza. La sombra se traslada a la chaquetilla del vestido. La mujer de Windisch lleva esa mancha como un corazón muerto junto al cuello de su chaquetilla.
«Ya tengo mujer», dice el guardián nocturno. «Trabaja como vaquera en los establos del valle.»
La mujer de Windisch ve a la vaquera del pañuelo azul de pie junto a la bicicleta de Windisch, frente a la hostería. «La conozco», dice la mujer de Windisch, «nos compró la cama».
La vaquera mira hacia la plaza de la iglesia, al otro lado de la calle. Está comiendo una manzana y espera.
«Supongo que ahora no querrás emigrar», pregunta Windisch. El guardián nocturno estruja su sombrero en la mano. Mira hacia la hostería. «De aquí no me muevo», dice.
Windisch ve una raya de mugre en su camisa. En el cuello del guardián nocturno palpita una vena sobre el tiempo detenido. «Mi mujer me está esperando», dice. Y señala la hostería.
El sastre se quita el sombrero ante el monumento a los caídos. Al caminar se mira la punta de los zapatos. Se detiene ante la puerta de la iglesia, junto a la flaca Wilma.
El guardián nocturno acerca su boca a la oreja de Windisch. «Hay una lechuza joven en el pueblo», dice. «Ya sabe adonde ir. La flaca Wilma cayó enferma por culpa de ella.» El guardián nocturno sonríe. «Pero la flaca Wilma es muy lista», añade. «Y ahuyentó a la lechuza.» Mira hacia la hostería. «Me voy», dice.
Ante la frente del sastre revolotea una mariposa de la col. Las mejillas del sastre son pálidas. Parecen una cortina bajo sus ojos.
La mariposa de la col vuela a través de una de las mejillas del sastre, que agacha la cabeza. La mariposa de la col vuelve a salir por la nuca del sastre, blanca e intacta. La flaca Wilma agita su pañuelo. La mariposa de la col penetra en su cabeza a través de las sienes.
El guardián nocturno camina bajo los árboles. Va empujando la bicicleta vieja de Windisch. El círculo plateado del coche tintinea en el bolsillo de la chaqueta. La vaquera camina descalza por la hierba, siguiendo la bicicleta. El pañuelo azul es una mancha de agua sobre su cabeza. En ella flotan las hojas.
La mujer que dirige los rezos entra a paso lento en la iglesia llevando un grueso misal en la mano. Es el libro de san Antonio.
La campana de la iglesia repica. La mujer de Windisch se detiene en el umbral de la iglesia. En el aire oscuro, el sonido del órgano zumba a través del pelo de Windisch, que avanza junto a su mujer por el pasillo vacío entre los bancos. Los tacones de su mujer resuenan sobre la piedra. Windisch dobla sus manos juntas. Queda colgado de la cruz de oro de su mujer. Sobre su mejilla cuelga una lágrima de vidrio.
Los ojos de la flaca Wilma siguen a Windisch. La flaca Wilma inclina la cabeza. «Se ha puesto un traje de la Wehrmacht», le dice al sastre. «Van a comulgar sin haberse confesado.»
ESTE LIBRO SE ACABÓ DE IMPRIMIR
EN EL MES DE FEBRERO DE 1992
MADRID
Herta Müller