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Windisch jugueteaba con un vaso, empujándolo de un lado a otro de la mesa. Por último miró el vaso y dijo: «Eso les viene de familia. Los hijos también acaban locos».

La bisabuela de Rudi era conocida en el pueblo como «la oruga». Tenía una trenza muy fina que le colgaba siempre en la espalda. No podía soportar el peine. Su marido murió joven y sin haberse enfermado.

Después del entierro, la oruga salió a buscar a su marido. Fue a la taberna y empezó a mirar a cada hombre a la cara. «Tú no eres», iba diciendo de mesa en mesa. El tabernero se le acercó y le dijo: «Pero si tu marido ha muerto». Ella cogió su fina trenza en la mano. Luego rompió a llorar y salió corriendo a la calle.

Cada día la oruga salía a buscar a su marido. Entraba en las casas y preguntaba si había estado por ahí.

Un día de invierno, mientras la niebla iba esparciendo anillos blancos por el pueblo, la oruga se dirigió a los campos. Se había puesto un vestido de verano y no llevaba medias. Sólo sus manos iban vestidas de invierno. Con un par de gruesos guantes de lana. Caminó entre matorrales pelados. La tarde empezaba a declinar. El guardabosque la vio y la mandó de vuelta al pueblo.

Al día siguiente, cuando se dirigía al pueblo, el guardabosque vio a la oruga tumbada bajo una mata de endrinas. Se había congelado. El guardabosque la llevó a hombros hasta el pueblo. La oruga estaba rígida como una tabla.

«Así de irresponsable era», dijo la mujer de Windisch. «Dejó solo en el mundo a su hijito de tres años.»

El hijito de tres años era el abuelo de Rudi. Era carpintero. Y no le interesaban para nada sus campos. «Y esa tierra tan buena se llenó de cadillos», dijo Windisch.

El abuelo de Rudi sólo pensaba en su madera. Invertía todo su dinero en ella. «Con esa madera hacía figuras», dijo la mujer de Windisch. «En cada trozo de madera tallaba unas caras monstruosas.»

«Luego llegó la expropiación», dijo Windisch. Amalie se estaba pintando las uñas con esmalte rojo. «Todos los campesinos se echaron a temblar. De la ciudad llegaron unos hombres a medir los campos. Anotaron los nombres de la gente y dijeron: "Todos los que no firmen irán a la cárcel". Todas las puertas tenían echado el cerrojo», dijo Windisch. «Pero el viejo peletero no le puso cerrojo a la suya. La abrió de par en par. Cuando llegaron los hombres, les dijo: "Me alegra que me quitéis mis tierras. Llevaos también los caballos, así me libero de ellos".»

La mujer de Windisch le arrancó a Amalie el frasquito de esmalte de la mano. «Nadie más lo dijo», exclamó. Y una venita azul se le hinchó detrás de la oreja cuando gritó, furiosa: «¿Me estás oyendo?».

El viejo peletero talló una mujer desnuda con el tilo del jardín. La puso en el patio, frente a la ventana. Su mujer se echó a llorar, cogió al niño y lo metió en una cesta de mimbre. «Y se instaló con él y lo poco que pudo llevarse en una casa vacía a la entrada del pueblo», dijo Windisch.

«De tanta madera el niño quedó ya un poquitín mal de la cabeza», dijo la mujer de Windisch.

El niño era el peletero. En cuanto pudo caminar, empezó a ir cada día al campo. Cazaba sapos y lagartijas. Cuando creció un poco más, se trepaba de noche al campanario y sacaba del nido a las lechuzas que aún no podían volar. Se las llevaba a su casa bajo la camisa. Y las alimentaba con sapos y lagartijas. Cuando acababan de crecer, las mataba. Luego las vaciaba. Las metía en lechada de cal. Las secaba y las rellenaba de paja.

«Antes de la guerra», dijo Windisch, «el peletero ganó un macho cabrío jugando a los bolos en una verbena. Y despellejó vivo al animal en medio del pueblo. La gente echó a correr. Las mujeres se sintieron mal».

«En el lugar donde se desangró el macho cabrío no ha vuelto a crecer la hierba hasta ahora», dijo la mujer de Windisch.

Windisch se apoyó en el armario. «Nunca fue un héroe», suspiró, «sino un simple carnicero. En la guerra no luchamos contra lechuzas ni sapos».

Amalie se empezó a peinar ante el espejo.

«Nunca estuvo en las SS», dijo la mujer de Windisch, «solamente en la Wehrmacht. Después de la guerra volvió a cazar y a disecar lechuzas, cigüeñas y mirlos. También sacrificó todas las ovejas y liebres enfermas de los alrededores. Y curtió las pieles. Todo su desván es un jardín repleto de animales muertos», dijo la mujer de Windisch.

Amalie cogió el frasquito de esmalte. Windisch sintió el grano de arena que iba de una sien a otra detrás de su frente. Una gota roja cayó del frasquito al mantel.

«Y tú fuiste puta en Rusia», le dijo Amalie a su madre, mirándose la uña.

LA PIEDRA ENLA CAL

La lechuza vuela describiendo un círculo sobre el manzano. Windisch mira la luna. Mira hacia dónde van las manchas negras. La lechuza no cierra su círculo.

El peletero disecó la última lechuza del campanario hace dos años y se la regaló al párroco. «Esta lechuza vive en otro pueblo», piensa Windisch.

La lechuza forastera siempre encuentra la noche aquí en el pueblo. Nadie sabe dónde reposa sus alas de día. Nadie sabe dónde cierra su pico y duerme.

Windisch sabe que la lechuza forastera huele los pájaros disecados en el desván del peletero.

El peletero regaló sus animales disecados al museo de la ciudad. Sin cobrar nada por ellos. Vinieron dos hombres. El coche estuvo un día entero frente a la casa del peletero. Era blanco y estaba cerrado como una habitación.

Los hombres dijeron: «Estos animales disecados pertenecen a la reserva de caza de nuestros bosques». Metieron todos los pájaros en cajas y amenazaron con una fuerte multa. El peletero les regaló todas sus pieles de oveja. Y entonces dijeron que todo estaba en orden.

El coche blanco y cerrado salió lentamente del pueblo como una habitación. La mujer del peletero sonrió angustiada e hizo señas con la mano.

Windisch está sentado en el mirador. «El peletero presentó su solicitud después que nosotros», piensa. «Y pagó en la ciudad.»

Windisch oye moverse una hoja sobre el empedrado del pasillo. Raspa los adoquines. La pared es larga y blanca. Windisch cierra los ojos. Siente cómo la pared le crece sobre la cara. La cal le quema la frente. Una piedra abre la boca en la cal. El manzano tiembla. Sus hojas son orejas que están a la escucha. El manzano abreva sus manzanas verdes.

EL MANZANO

Antes de la guerra había un manzano detrás de la iglesia. Un manzano que devoraba sus propias manzanas.

El padre del guardián nocturno también había sido guardián nocturno. Una noche de verano, estando detrás del seto de boj, vio al manzano abrir una boca en el extremo superior del tronco, allí donde sus ramas se separaban. El manzano comía manzanas.

A la mañana siguiente el guardián nocturno no se acostó. Fue a ver al juez municipal y le dijo que el manzano que había detrás de la iglesia devoraba sus propias manzanas. El juez se rió. Al reír empezó a parpadear. El guardián nocturno oyó el miedo a través de su risa. En las sienes del juez municipal latían los pequeños martillos de la vida.

El guardián nocturno volvió a su casa. Se metió a la cama vestido. Y se durmió bañado en sudor.

Mientras el guardián dormía, el manzano le frotó las sienes al juez municipal hasta desollárselas. Sus ojos enrojecieron y la boca se le secó.

Después de almorzar, el juez municipal le pegó a su mujer. Había visto manzanas flotando en la sopa. Y se las había comido.

El juez municipal no pudo dormir después del almuerzo. Cerró los ojos y oyó un ruido como de cortezas de árbol detrás de la pared. Las cortezas estaban colgadas en fila. Se balanceaban en cuerdas y devoraban manzanas.

Aquella tarde, el juez municipal convocó una sesión del consejo. La gente acudió. El juez nombró una comisión encargada de vigilar el manzano. Integraban la comisión cuatro campesinos ricos, el cura, el maestro de escuela y el propio juez municipal.