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LOS GEMELOS

Rudi era el único alemán en la fábrica de vidrio. «Es el único alemán en toda la zona», decía el peletero. «Al principio, los rumanos se asombraban de que aún quedaran alemanes después de Hitler. ''Todavía hay alemanes", decía la secretaria del director, "todavía hay alemanes. Incluso en Rumania".»

«Eso tiene sus ventajas», opinaba el peletero. «Rudi gana mucho dinero en la fábrica. Y mantiene buenas relaciones con el tío de la policía secreta. Es un tipo alto y rubio. Y tiene ojos azules. Un alemán pintiparado. Rudi dice que es muy culto. Conoce todas las variedades de vidrios. Rudi le regaló un alfiler de corbata y unos gemelos de vidrio. Y valió la pena», decía el peletero. «El hombre nos ayudó muchísimo con el pasaporte.»

Rudi le regaló al hombre todos los objetos de vidrio que tenía en su habitación. Floreros de vidrio. Peines. Una mecedora de vidrio azul. Tazas y platos de vidrio. Cuadros de vidrio. Una lamparita de vidrio con una pantalla roja.

Las orejas, los labios, los ojos, los dedos de pies y manos, todos esos objetos de vidrio se los trajo Rudi a casa en una maleta. Los ponía en el suelo. Los distribuía en filas y en círculos. Y se sentaba a mirarlos.

EL JARRÓN

Amalie es maestra en un jardín de infancia de la ciudad. Todos los sábados vuelve a casa. La mujer de Windisch la espera en la estación. La ayuda a cargar sus pesados bolsos. Cada sábado, Amalie llega con un bolso lleno de provisiones y otro con objetos de vidrio. «Cristalería», dice ella.

Los armarios están repletos de objetos de vidrio. Ordenados según el color y el tamaño. Copas de vino rojas, copas de vino azules, copas de aguardiente blancas. Sobre las mesas hay fruteros, floreros y canastillas de flores.

«Regalos de los niños», responde Amalie cuando Windisch le pregunta: «¿De dónde has sacado todos estos cacharros de vidrio?».

Hace un mes que Amalie viene hablando de un jarrón de cristal. Y traza una línea imaginaria desde el suelo hasta sus caderas. «Así de alto», dice Amalie. «Es rojo oscuro. Sobre el jarrón hay una bailarina con un vestido de encaje blanco.»

La mujer de Windisch pone ojos de besugo cuando oye hablar del jarrón. Cada sábado dice: «Tu padre jamás comprenderá lo que vale un jarrón de ésos».

«Antes bastaba con los floreros», dice Windisch. «Ahora la gente necesita jarrones.»

Cuando Amalie está en la ciudad, la mujer de Windisch habla del jarrón. Su rostro sonríe. Las manos se le ablandan. Levanta los dedos en el aire, como si fuera a acariciar una mejilla. Windisch sabe que por el jarrón estaría dispuesta a abrir las piernas. Las abriría tal como mueve los dedos en el aire, con dulzura.

Windisch se endurece cuando ella habla del jarrón. Piensa en los tiempos de la posguerra. «En Rusia, ella abría las piernas por un trozo de pan», decía la gente después de la guerra.

Windisch pensaba entonces: «Es bonita, y el hambre duele».

ENTRE LAS TUMBAS

Windisch volvió al pueblo tras pasar una temporada como prisionero de guerra. El pueblo aún mostraba las heridas de los numerosos muertos y desaparecidos.

Barbara había muerto en Rusia.

Katharina había vuelto de Rusia. Quería casarse con Josef. Josef había muerto en la guerra. Katharina tenía el rostro pálido. Y los ojos hundidos.

Como Windisch, Katharina había visto la muerte. Como Windisch, Katharina había traído consigo su vida. Y Windisch ató rápidamente la suya a la de ella.

Windisch la besó el primer sábado que pasó en el pueblo herido. La arrinconó contra un árbol. Sintió su vientre joven y sus senos redondos. Luego anduvo con ella bordeando los jardines.

Las lápidas formaban filas blancas. El portón de hierro rechinó. Katharina se persignó. Y se echó a llorar. Windisch sabía que lloraba por Josef. Windisch cerró el portón. Y se echó a llorar. Katharina sabía que lloraba por Barbara.

Katharina se sentó en la hierba, detrás de la capilla. Windisch se inclinó hacia ella. Katharina le acarició el pelo, sonriendo. Él le levantó la falda y se desabrochó los pantalones. Luego se echó sobre ella. Los dedos de Katharina se aferraron a la hierba. Katharina empezó a jadear. Windisch miró por sobre sus cabellos. Las lápidas refulgían. Ella temblaba.

Katharina se sentó. Se remangó la falda por encima de las rodillas. De pie ante ella, Windisch volvió a abotonarse los pantalones. El cementerio era grande. Windisch supo entonces que no había muerto. Que estaba en su casa. Que esos pantalones lo habían esperado allí, en el pueblo, en el armario. Que durante la guerra y el posterior cautiverio se le había olvidado dónde quedaba el pueblo y cuánto tiempo seguiría existiendo.

Katharina tenía una brizna de hierba en la boca. Windisch la cogió de la mano. «Vámonos de aquí», le dijo.

LOS GALLOS

Las campanas de la iglesia dan las cinco. Windisch siente unos nudos fríos en las piernas. Entra en el patio. Por encima de la valla avanza el sombrero del guardián nocturno.

Windisch se dirige al portón. El guardián nocturno está aferrado al poste del telégrafo. Y habla solo. «¿Dónde estará, dónde se habrá ido la más bella entre las rosas?», dice. El perro se sienta en el empedrado y devora una lombriz.

Windisch dice: «Konrad». El guardián nocturno lo mira. «La lechuza se ha parado en el almiar de la dehesa», dice. «La Kroner ha muerto.» Bosteza. De su boca sale un tufo aguardentoso.

En la aldea cantan los gallos. Su canto es ronco. Aún les queda noche en el pico.

El guardián nocturno se aferra a la valla. Tiene las manos mugrientas. Y los dedos torcidos.

LA MARCA DELA MUERTE

La mujer de Windisch aguarda con los pies descalzos sobre las piedras del pasillo. Tiene el pelo revuelto, como si soplara viento en la casa. Windisch ve la piel de gallina de sus pantorrillas. Y la piel áspera de sus tobillos.

Windisch huele el camisón de su mujer. Está caliente. Sus pómulos son duros. Y tiemblan. La boca se le desgarra: «¡Qué horas son éstas de venir a casa!», grita ella. «A las tres miré el reloj. Y ya han dado las cinco.» Agita las manos en el aire. Windisch le mira el dedo. No se ve viscoso.

Windisch estruja una hoja de manzano seca entre sus dedos. Oye a su mujer chillar en el vestíbulo. La oye dar portazos. Entrar chillando en la cocina. Una cuchara rebota sobre la estufa.

Windisch se para en el umbral de la cocina. La mujer recoge la cuchara. «¡Cerdo putañero!», chilla. «Le voy a contar a tu hija todas tus marranadas.»

Sobre la tetera hay una burbuja verde. Sobre la burbuja aparece la cara de su mujer. Windisch se le acerca. Le da una bofetada en plena cara. Ella se calla. Agacha la cabeza. Llorando, pone la tetera sobre la mesa.

Windisch se sienta ante su bol de té. El vaho le devora la cara. El vapor de la menta invade la cocina. Windisch ve su ojo dentro del té. Un hilillo de azúcar se desliza desde la cuchara a su ojo. La cuchara está dentro del té.

Windisch bebe un trago de té. «Ha muerto la vieja Kroner», dice. Su mujer sopla el bol. Sus ojos son dos lunares rojos. «La campana dobla a muerto», dice.

Tiene una marca roja en la mejilla. La marca de la mano de Windisch. La marca del vaho del té. La marca de la muerte de la vieja Kroner.

El repique de la campana atraviesa las paredes. La lámpara dobla a muerto. El techo dobla a muerto.

Windisch respira profundamente. Encuentra su aliento en el fondo del bol.

«Quién sabe cuándo y dónde moriremos», dice la mujer de Windisch. Se lleva la mano al pelo. Se revuelve un mechón. Una gota de té le resbala por la barbilla.

En la calle se abre paso una luz gris. Las ventanas del peletero están iluminadas. «Esta tarde es el entierro», dice Windisch.