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Pero Carvajal no era el infeliz que yo había supuesto. Ya en el momento de nuestro apretón de manos pareció sacudido por un improbable golpe de energía; se mantuvo erecto, las arrugas de su rostro se tensaron y un cierto color mediterráneo iluminó su piel. Sólo sus ojos, apagados y sin vida, seguían denunciando la existencia de algún vacío vital en su interior.

Sentenciosamente, Lombroso me dijo:

—El señor Carvajal fue uno de los donantes más generosos en la campaña para la Alcaldía —dirigiéndome una suave mirada fenicia con la que me indicaba: Trátale con amabilidad, Lew, queremos sacarle más dinero.

Me sorprendió profundamente que aquel extraño, zarrapastroso y grisáceo personaje, fuese un acaudalado benefactor, una persona a la que había que halagar, bailar el agua y recibir en el sancta santorum de un atareado funcionario de tan alta categoría, pues rara vez me había equivocado tanto al juzgar a un desconocido. No obstante, conseguí esbozar una desganada sonrisa y preguntar:

—¿A qué se dedica usted, señor Carvajal?

—A inversiones.

—Se trata de uno de los especuladores privados más osado y de mayor éxito de los que haya conocido en toda mi vida —matizó Lombroso.

Carvajal asintió complacido con la cabeza.

—¿Se gana la vida solamente jugando a la Bolsa?. —pregunté.

—Sí, sólo.

—No creía que alguien fuese realmente capaz de conseguirlo.

—Sí, sí, puede hacerse —dijo Carvajal. Su tono de voz era débil y ronco, como un murmullo que saliese de una tumba—. Todo lo que se necesita es una buena comprensión de las tendencias y algo de valor. ¿No ha jugado nunca a la Bolsa, Mr. Nichols?

—Un poco. Sólo de cuando en cuando.

—¿Le ha ido bien?

—Sí, bastante. Yo también entiendo algo de tendencias. Pero no me encuentro a gusto cuando empiezan las fluctuaciones realmente fuertes. Sube veinte, baja treinta; no, no, muchas gracias. Supongo que es que me gustan las cosas más seguras.

—También a mí —replicó Carvajal, poniendo en su declaración un ligero matiz compulsivo, insinuando un sentido que desbordaba al de la frase en sí, lo que me hizo sentirme confuso e incómodo.

Justo en ese momento sonó suavemente una campanilla en el despacho interior de Lombroso, que se encontraba al final de un pequeño pasillo a la izquierda de su mesa. Sabía que significaba que le llamaba el alcalde, pues cuando Lombroso tenía visita la recepcionista siempre le pasaba sus llamadas a su despacho. Lombroso se disculpó y, con rápidos y fuertes pasos que hicieron retumbar el alfombrado suelo, se dirigió a atender la llamada. El encontrarme a solas con Carvajal me resultó de repente abrumadoramente molesto; sentí hormigueos en la piel y una opresión en la garganta, como si, tan pronto había desaparecido la protectora presencia neutral de Lombroso, alguna potente emanación psíquica fluyese de él hacia mí. Me sentí incapaz de quedarme. Disculpándome también, seguí apresuradamente a Lombroso a la otra habitación, una estrecha caverna en forma de L, llena de libros desde el techo hasta el suelo, de abigarrados tomos que podían ser Talmuds o los anuarios Moody de Bolsa, y que probablemente eran una mezcla de ambos. Lombroso, sorprendido y molesto por mi intromisión, señaló airadamente con el dedo a la pantalla de su teléfono, en la que pude contemplar la imagen de la cabeza y hombros del alcalde Quinn. Pero, en lugar de salirme, le ofrecí una pantomima de petición de disculpas, un disparatado conjunto de meneos y oscilaciones, de encogimientos de hombros y gestos idiotas, que hizo que Lombroso le pidiese al alcalde que interrumpiese la comunicación un momento. La pantalla se oscureció.

Lombroso me miró ceñudamente.

—¿Bien? —preguntó—. ¿Qué pasa?

—Nada. Lo siento. No sé. Pero no podía quedarme allí. ¿Quién es, Bob?

—Ya te lo he dicho. Un ricachón. Ha apoyado mucho a Quinn. Tenemos que mostrarnos amables con él. Mira, estoy hablando por teléfono. El alcalde tiene que saber…

—No quiero quedarme allí a solas con él. Es como un muerto viviente. Me da escalofríos.

—¿Cómo?

—Lo digo en serio. Es como si de él emanase una fría fuerza letal, Bob. Hace que me pique todo. Emite vibraciones aterradoras.

—¡Por favor, Lew!

—No puedo evitarlo. Ya sabes cómo son mis presentimientos.

—Es sólo un inofensivo tipo con suerte que ha ganado mucho dinero en la Bolsa y a quien le cae bien Quinn. Eso es todo.

—¿A qué ha venido?

—Para conocerte —dijo Lombroso.

—¿Sólo a eso? ¿Sólo para conocerme?

—Tiene mucho interés en hablarte. Dijo que para él era muy importante entrar en contacto contigo.

—¿Y qué es lo que quiere de mí?

—Ya te he dicho que eso es todo lo que sé, Lew.

—¿Y tengo que venderme a cualquiera que haya donado cinco dólares para la campaña de Quinn?

Lombroso suspiró.

—Si te dijese cuanto ha dado Carvajal no te lo creerías; y, en cualquier caso, sí, creo que deberías poder dedicarle algo de tu tiempo.

—Pero…

—Mira, Lew, si deseas saber más cosas tendrás que preguntárselas a Carvajal. Vuelve con él. Sé bueno y déjame hablar con el alcalde. Anda. Carvajal no te va a hacer nada. Se trata sólo de un tipejo canijo.

Lombroso se alejó de mí y volvió a poner en funcionamiento el teléfono. El alcalde reapareció en la pantalla telefónica. Lombroso dijo:

—Lo siento, Paul. Lew ha sufrido una especie de pequeño ataque nervioso, pero creo que ya se está recuperando. Ahora…

Volví con Carvajal. Estaba sentado inmóvil, con la cabeza gacha, los brazos inermes; como si, mientras yo estuve fuera de la habitación, pasara por ella una ráfaga helada que le hubiese dejado seco y marchito. Lentamente, con evidentes dificultades, se recuperó, volvió a apoyarse en el respaldo de su asiento y llenó los pulmones de aire, fingiendo una animación que sus ojos desmentían, aquellos ojos vacuos y aterradores. Sí, era como un muerto viviente.

—¿Se queda a almorzar con nosotros? —le pregunté.

—No, no. No deseo imponerles mi presencia. Sólo quería intercambiar unas palabras con usted, señor Nichols.

—Estoy a su entera disposición.

—¿Sí? ¡Qué generoso! —esbozó una débil sonrisa—. He oído hablar mucho de usted, ¿sabe? Incluso antes de que se metiese en política. En cierto sentido nos hemos dedicado al mismo tipo de trabajo.

—¿Se refiere a la Bolsa? —le dije, confundido.

Su sonrisa se hizo más amplia e inquietante.

—A las predicciones —respondió. En mi caso con respecto a la Bolsa, en el suyo como asesor financiero y político. Ambos nos hemos ganado la vida con nuestra imaginación y con nuestra buena comprensión de las tendencias.

Me sentía totalmente incapaz de descifrarle. Era opaco, un misterio, un enigma.

—Así que usted —dijo— se mantiene al lado del alcalde indicándole cuál es el camino que se abre ante él. Admiro a las personas dotadas de una visión tan clara. Dígame, ¿qué tipo de carrera prevé para el alcalde Quinn?

—Una carrera espléndida —repliqué.

—La de buen alcalde, pues.

—Será uno de los mejores que haya tenido jamás esta ciudad.

Lombroso regresó a la habitación.

—¿Y luego? —preguntó Carvajal.

Miré desconcertadamente a Lombroso, pero sus ojos permanecieron mudos. Estaba abandonado a mis propios recursos.