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Pero mucho antes de que Autumn y yo llegásemos a eso, me ví suavemente conducido a codazos por una larga rotación de interlocutores, en el transcurso de la cual…

…me encontré hablando con una persona de sexo femenino, de raza negra, ingeniosa, de apariencia asombrosa y medio metro más alta que yo, a la que identifiqué, sin equivocarme, como Ilene Mulamba, directora de la Cuarta Cadena, encuentro que me sirvió para conseguir un extraño contrato consulting para el diseño de sus programas de zona étnica con señal segregada…

…rechazando amablemente los juguetones avances del concejal Ronald Holbrecht, el autosuficiente portavoz de la Comunidad Gay, y el primero en haber ganado unas elecciones fuera de California con el apoyo del Partido Homófilo…

…envuelto en una conversación entre dos hombres de elevada estatura y blancos cabellos, que parecían banqueros, y que resultaron ser especialistas en bioenergética de los hospitales Bellevue y Presbiteriano de Columbia, dedicados al intercambio de chismes acerca de sus trabajos en sonopuntura, que implicaban un tratamiento ultrasónico de enfermedades óseas en estado avanzado…

…escuchando a un ejecutivo de los laboratorios CBS explicándole a un joven de ojos saltones su recién creado dispositivo de biofeedback en bucle para aumentar el carisma…

…enterándome de que el joven de ojos saltones era Lamont Friedman, de la siniestra y tentacular empresa inversora Asgard Equities…

…intercambiando chismorreos banales con Noel Maclver, de la expedición Ganymedes; con Claude Parks, de la Patrulla Antidroga (quien se había llevado su saxo molecular y no necesitó que le insistieran mucho para tocarlo); con tres estrellas del baloncesto y un resplandeciente centrocampista; un organizador del recién creado Sindicato de prostitutas; un inspector municipal de burdeles, y toda una variedad de funcionarios municipales de funciones menos definidas, así como con el responsable de la sección de artes perecederas del Museo de Brooklyn, Meiling Pulvermacher…

…tuve mi primer encuentro con una procuradora de la religión del Tránsito, la diminuta pero vigorosa señora Catalina Yarber, recién llegada de San Francisco, y cuyos intentos por convertirme allí mismo rehusé con discretas excusas…

…y conocí a Paul Quinn.

Sí, Quinn. Algunas veces me despierto tembloroso y cubierto de sudor por la repetición en sueños de aquella fiesta, en la que me veo arrastrado por una corriente irresistible a través de un mar de estruendosas celebridades hacia la dorada y sonriente figura de Paul Quinn, quien me espera como Caribdis, con los ojos brillantes y las fauces abiertas. Quinn contaba entonces treinta y cuatro años, cinco más que yo, y era un tipo no alto pero sí robusto, rubio, de hombros anchos, ojos azules muy abiertos, cálida sonrisa y ropas convencionales, que te daba un rudo y masculino apretón de manos cogiéndote no sólo de ésta sino también de la parte interior de los bíceps, efectuando un contacto de miradas con un chasquido casi audible y estableciendo una relación inmediata. Todo ello no era sino técnica política estándar, y lo había visto ya muchas veces antes, pero nunca con aquel grado de intensidad y potencia. Quinn conseguía salvar el abismo entre una persona y otra tan rápida y confiadamente que empecé a sospechar que debía llevar en el lóbulo de la oreja uno de aquellos mecanismos de la CBS para reforzar el propio carisma. Mardikian le dijo mi nombre e, inmediatamente, se volcó en mí:

—Eres una de las personas que más interés tenía en encontrar aquí esta noche. Llámame Paul. Vámonos a un sitio algo más tranquilo, Lew.

Yo sabía que estaba siendo manejado expertamente, pero me dejaba atrapar a pesar de mí mismo.

Me llevó a un saloncito algunas habitaciones al noroeste del salón principal. Figuras de arcilla precolombinas, máscaras africanas, pantallas pulsares, juegos acuáticos, una agradable mezcla de viejas y nuevas ideas de decoración. La pared estaba empapelada con ejemplares del New York Times, cosecha de 1980 o así. «Qué fiesta», dijo Quinn, sonriendo. Repasó rápidamente la lista de invitados, compartiendo conmigo un espanto algo infantil por encontrarse entre tantas celebridades.

Luego centró su foco de atención, pasándolo a mí.

Le habían informado a la perfección. Lo sabía todo acerca de mí: dónde había estudiado, qué título había alcanzado, qué tipo de trabajo realizaba, dónde estaba mi despacho. Me preguntó si había ido con mi esposa:

—Sundara, ¿no se llama así? —me preguntó—. ¿Es de origen asiático?

—Su familia procede de la India —le dije.

—Dicen que es muy bella.

—Está pasando el mes en Oregón.

—Espero tener la oportunidad de conocerla. Quizá, la próxima vez que pase por vía Richmond les haga una visita, ¿está bien? ¿Le gusta vivir en Staten Island?

Conocía todo esto de antes, el tratamiento completo, la mente computada de un político en funcionamiento; era como si un diminuto microcircuito estuviese en marcha, clíck-clíck-clíck, proporcionando todos los datos que hacían falta, y, por un momento, sospeché que podía ser como una especie de robot. Pero Quinn era demasiado bueno como para no ser real. A un determinado nivel se limitaba a soltar todo lo que le habían contado de mí, y a efectuar una impresionante exhibición de esos conocimientos; pero a otro nivel me estaba comunicando su propia diversión ante la ofensiva amplitud de su propio trabajo, como si me estuviese guiñando el ojo interiormente, y diciéndome: No tengo más remedio que acumular esta información, Lew; así es como se supone que debo jugar este estúpido juego. Al tiempo parecía estar percibiendo y reflexionando sobre el hecho de que yo también me mostraba divertido y espantado por su capacidad. Era hábil, aterradoramente hábil. Mi mente se lanzó a una proyección automática y me suministró toda una serie de titulares del New York Times, que decían más o menos lo siguiente:

EL RESPONSABLE DE LA ASAMBLEA DEL BRONX, QUINN, ATACA LOS RETRASOS EN LA DEMOLICIÓN DE «SLUMS»

EL ALCALDE QUINN PIDE UNA REFORMA DE LA CARTA MUNICIPAL

EL SENADOR QUINN DICE QUE ASPIRA A LA CASA BLANCA

QUINN CONDUCE A LOS NUEVOS DEMÓCRATAS A UN AVANCE A ESCALA NACIONAL

EVALUACIÓN DEL PRIMER MANDATO DEL PRESIDENTE QUINN

Siguió hablando, sonriendo todo el tiempo, manteniendo el contacto de las miradas, haciendo que me sintiera inmovilizado. Me interrogó acerca de mi profesión, rastreó en busca de mis creencias políticas, reiteró las suyas propias.

—Dicen que posees el índice de fiabilidad más elevado de todos los profesionales del nordeste… Apuesto, sin embargo, a que no previste el asesinato Gottfried… No hay que ser profeta para sentir lástima por el pobre diablo de DiLaurenzio, intentando llevar la alcaldía en unos tiempos como éstos… A esta ciudad no se la puede gobernar, hay que hacerle trampas… ¿Le repele tanto como a mí ese último pedante Decreto Vecinal?… ¿Qué opina del proyecto de fusión de la calle Veintitrés de Con Ed?… Tendría que ver los organigramas que encontraron en la caja fuerte del despacho de Gottfried…

Exploró con destreza en búsqueda de bases comunes de filosofía política, aunque debía ser perfectamente consciente de que compartía la mayor parte de sus puntos de vista, pues si sabía tantas cosas sobre mí, debía estar al tanto de que me había inscrito en el partido de los Nuevos Demócratas, de que había formulado los vaticinios para el «Manifiesto del siglo XXI» y para su compañero, el libro Hacia una verdadera humanidad, de que pensaba lo mismo que él con respecto a las prioridades y reformas necesarias y a la inútil idea puritana de intentar legislar la moralidad. Cuanto más hablábamos más atraído me sentía por él.