Comencé a efectuar para mí algunas perturbadoras comparaciones entre Quinn y algunos de los grandes políticos del pasado: F.D. Roosevelt, Rockefeller, Johnson, el primer Kennedy. Todos ellos compartían aquella agradable y atractiva habilidad dual de ser capaces de desempeñar los rituales de la conquista política y de indicar simultáneamente a sus víctimas más inteligentes que no estaban engañando a nadie, de decirles: todos sabemos que se trata de un ritual, pero ¿verdad que lo hago bien? Incluso entonces, incluso aquella noche, cuando no era nada más que un responsable de asamblea desconocido fuera de su propio distrito, le ví entrando en la historia política al lado de figuras como Roosevelt y J.F. Kennedy. Luego empecé a formular comparaciones todavía más grandiosas, entre Quinn y Napoleón, Alejandro Magno e incluso Jesucristo; y si esta forma de hablar les hace arrugar el entrecejo, recuerden que soy maestro en las artes estocásticas y que mi visión es más clara y aguda que la de ustedes.
Quinn no me dijo nada de aspirar a un cargo superior. Se limitó a decirme, mientras nos reincorporábamos a la fiesta:
—Es todavía muy pronto para ir formando mi equipo; pero cuando lo haga quiero contar contigo. Haig mantendrá el contacto.
—¿Qué piensas de él? —me preguntó Mardikian cinco minutos más tarde.
—Será alcalde de Nueva York en 1998.
—¿Y luego?
—Si quieres saber más, ponte en contacto con mi oficina y pide una cita. Cincuenta a la hora y te leo todo lo que quieras en la bola de cristal.
Me apretó levemente el brazo y se marchó riendo.
Diez minutos después estaba compartiendo una pipa con la dama de dorados cabellos llamada Autumn. Era Autumn Hawkes, la aclamada nueva soprano del Metropolitan Opera House. Rápidamente, sólo con los ojos, con el silencioso lenguaje del cuerpo, negociamos un acuerdo para el resto de la noche. Me dijo que había ido a la fiesta con Víctor Schott, un alto y delgado joven, de tipo prusiano, vestido con un sombrío uniforme militar cargado de medallas, quien habría de dirigirla en Lulú la temporada de invierno; pero, al parecer, Schott se había puesto de acuerdo con el concejal Holbrecht para irse con él a su casa, dejando a Autumn abandonada a su suerte. No me dejé engañar sobre cuáles eran sus auténticas preferencias, pues la ví mirando ávidamente a Paul Quinn, quien se encontraba en el otro extremo del salón, y sus ojos brillaban. Quinn estaba allí en plan de negocios, no podía cazarlo ninguna mujer (¡tampoco ningún hombre!).
—Me pregunto si canta —dijo Autumn, pensativamente.
—¿Te gustaría cantar algún dúo con él?
—Ser Isolda y él Tristán; Turandot y él Calaf; Aida y él Radamés.
—¿Salomé y él San Juan? —sugerí.
—No bromees.
—¿Admiras sus ideas políticas?
—Las admiraría si supiese cuáles son.
—Es liberal y sensato —dije.
—En ese caso admiro sus ideas políticas. También creo que es abrumadoramente masculino y enormemente hermoso.
—Se dice que los políticos en proceso de fabricación resultan amantes inadecuados.
—Lo que se dice por ahí no me impresiona nunca. Puedo mirar a un hombre, me basta una mirada, y sé al instante si es o no adecuado —dijo encogiéndose de hombros.
—Muchas gracias —dije.
—Ahórrate los cumplidos. Por supuesto, algunas veces me equivoco —respondió con venenosa dulzura—. No siempre, pero sí algunas veces.
—Yo también, algunas veces.
—¿Con las mujeres?
—Con cualquier cosa. Tengo una segunda visión, ¿sabes? El futuro es para mí como un libro abierto.
—Lo dices como si fuese verdad —dijo.
—Sí. Así es como me gano la vida. Con vaticinios.
—¿Qué ves en mi futuro? —preguntó ella, medio en broma, medio en serio.
—¿A corto o a largo plazo?
—Cualquiera de los dos.
—A corto plazo —dije—, una noche de francachela y un tranquilo paseo mañanero bajo una ligera llovizna. A largo plazo, triunfo tras triunfo, la fama, una villa en Mallorca, dos divorcios, la felicidad al final de la vida.
—¿Eres un echaventuras gitano, pues?
—Simplemente un técnico estocástico, milady —dije, negando con la cabeza.
Miró en dirección a Quinn.
—¿Qué ves en el futuro para él?
—¿Para él? Va a ser presidente. Como mínimo.
7
Por la mañana, cuando dimos un paseo cogidos de la mano por los jardines entre neblinas del Security Channel Six, llovía ligeramente. Un éxito fácil; como todo el mundo, escucho las predicciones meteorológicas. Comenzaban los primeros ensayos del otoño, el verano agonizaba, Sundara llegó a casa agotada y feliz desde Oregón, nuevos clientes recurrieron a los servicios de mi cerebro a cambio de cuantiosos honorarios, y la vida siguió su rumbo.
No hubo ninguna secuela inmediata a mi encuentro con Paul Quinn, pero tampoco esperaba que la hubiese. Justo en aquellos momentos, la vida política de Nueva York estaba en estado de gran conmoción. Unas cuantas semanas antes de la fiesta de Sarkisian, un desgalichado parado se había aproximado al alcalde Gottfried durante un banquete del Partido Liberal y, tras quitar el pomelo a medio comer del plato del atónito alcalde, había colocado en su lugar un gramo de «Ascenseur», el nuevo explosivo político francés. Adiós a su excelencia, al asesino, a cuatro presidentes de distrito y a un camarero, que desaparecieron en una gloriosa explosión. Esta creó un vacío de poder en la ciudad, pues todo el mundo había dado por sentado que el estupendo alcalde que era Gottfried saldría reelegido otros cuatro o cinco mandatos, pues se encontraba en el segundo; y, de repente, el invencible Gottfried se había esfumado, y era como si Dios se hubiese muerto una mañana de domingo justo cuando el cardenal estaba empezando a servir el pan y el vino. El nuevo alcalde, el anterior presidente del Consejo Municipal, DiLaurenzio, era una nulidad; como cualquier dictador de verdad, Gottfried gustaba rodearse de figuras que no pudiesen hacerle sombra. Se dio por sentado que DiLaurenzio era una figura interina a la que un candidato razonablemente vigoroso podría dejar a un lado en las elecciones municipales de 1997. Y Quinn esperaba que le llegase el turno.
No tuve noticias suyas ni oí nada de él durante todo el otoño. La legislatura estaba reunida, y Quinn se encontraba en su despacho de Albany, lo que, para cualquier habitante de Nueva York, es como encontrarse en Marte. En la ciudad el enloquecido circo habitual continuaba a todo vapor, sólo que mucho más de lo acostumbrado, ahora que había desaparecido de la escena la potente fuerza freudiana que había representado el alcalde Gottfried, el todopoderoso Padre Urbano, de ceño oscuro y nariz larga, el guardián de los débiles y castrador de los revoltosos. La Milicia de la Calle 125, una nueva organización negra partidaria de la autodeterminación, que llevaba meses jactándose de que compraba tanques a Siria, no sólo presentó tres de sus monstruos armados en una ruidosa conferencia de prensa, sino que procedió a enviarlos a través de Columbus Avenue en una misión de búsqueda y destrucción en el Manhattan español, que dejó tras de sí cuatro edificios en llamas y docenas de muertos. En octubre, mientras los negros estaban celebrando el Día de Marcus Garvey, los puertorriqueños llevaron a cabo una operación de represalia con un ataque de comandos contra Harlem, dirigido personalmente por dos de sus tres coroneles israelíes. (Los muchachos del «barrio»[2] habían contratado a los israelíes para entrenar a sus tropas en 1994, después de la ratificación de la alianza de «defensa mutua» antinegra efectuada por los puertorriqueños y lo que quedaba de la población judía de la ciudad.) Los comandos, en un golpe relámpago en lo alto de la Lenox Avenue, no sólo volaron el garaje de tanques y los tres tanques, sino que asaltaron tres almacenes de licores y el centro de ordenadores, mientras que una fuerza de diversión se deslizaba hacia el oeste para lanzar bombas incendiarias contra el Apollo Theater.