Delirantemente drogados, nos tendimos cómodamente en el sofá amarillo y rojo, de grueso cuero, que había enfrente del gran ventanal. La luna estaba llena, y era como un gran faro gélidamente blanco que inundaba la ciudad de una luz pura como el hielo. Los copos de nieve centelleaban bellamente mientras caían fuera en forma de remolinos. La vista de que disfrutábamos era la de los brillantes rascacielos del centro de Brooklyn, justo al otro lado del puerto. A lo lejos, el exótico Brooklyn, el oscuro Brooklyn, Brooklyn rojo de dientes y garras. ¿Qué estaría ocurriendo aquella noche allí, en la jungla de sombrías callejuelas que se apiñaban detrás de la resplandeciente fachada de altos rascacielos? ¿Cuántas mutilaciones, cuántos estrangulamientos, cuántos disparos, cuántas ganancias y cuántas pérdidas? Mientras acunábamos nuestras cabezas en aquella cálida y feliz intimidad, los menos privilegiados estaban viviendo el auténtico Nueva York en aquel sombrío y melancólico distrito. Pandillas de merodeadores de siete años arrostraban la fiera nieve para acosar a cansinas viudas que se dirigían a su casa por la Flatbush Avenue, y muchachos armados con fusiles de haz lumínico estaban cortando alborozadamente las barras de las jaulas de leones del Zoo de Prospect Park, mientras que bandas rivales de prostitutas apenas núbiles, con los muslos desnudos, sus vistosas ropas termales y sus bonetes de aluminio, mantenían sus terribles luchas territoriales nocturnas en la Grand Army Plaza. Aquí lo tienen, el viejo Nueva York. Aquí lo tiene, alcalde DiLaurenzio, su benigno e inesperado dirigente. Y aquí lo tienes, Sundara, mi amor. Este es también el auténtico Nueva York, el de los ricos atractivos y jóvenes a buen recaudo en sus cálidas torres, el de los creadores, los diseñadores y marcadores de pautas, los favoritos de los dioses. Si no estuviésemos nosotros no sería Nueva York, sino sólo un gigantesco y malévolo campamento de pobres sufrientes y marginados, de víctimas del holocausto urbano; los crímenes y la mugre no bastan para hacer un Nueva York. Tiene que haber también glamour, y, para bien o para mal, Sundara y yo formábamos parte de él.
Júpiter lanzaba sonoros puñados de granizo contra nuestro hermético ventanal. Nos reíamos. Mis manos se deslizaron sobre los pechos perfectos de Sundara, suaves y pequeños, con los pezones erectos, y, mientras, con los dedos del pie, puse en marcha el magnetófono; de los altavoces surgió su voz profunda y musical. Se trataba de una grabación leída del Kama-Sutra. «Capítulo siete. Diversas formas de golpear a la mujer y los sonidos que las acompañan. El intercambio sexual puede compararse con una pelea de amantes, debido a las pequeñas molestias tan fácilmente provocadas por el amor y a la tendencia por parte de dos individuos apasionados a pasar casi insensiblemente del amor a la ira. En la intensidad de la pasión uno golpea con frecuencia el cuerpo de la amante, y las partes del cuerpo en las que deberían descargarse estos golpes de amor son: los hombros, el espacio entre los pechos, la cabeza, la espalda —la jaghana— y los costados. Existen también cuatro formas de golpear al ser amado: con el dorso de la mano, con los dedos ligeramente contraídos, con el puño, con la palma de la mano. Estos golpes son dolorosos y la persona castigada emite con frecuencia gritos de dolor. Existen ocho sonidos de placentera aflicción que corresponden a los diferentes tipos de golpes. Los sonidos son los siguientes: hinn-phoutt-phatt-soutt-platt.»
Según rozaba su piel, y según la suya iba rozando la mía, sonreía y susurraba al unísono con su propia voz grabada, sólo que con un tono algo más profundo: «Hinn…, phoutt…, soutt…, platt…»
8
A la mañana siguiente me encontraba en mi despacho a las ocho y media, y Haig Mardikian telefoneó exactamente a las nueve.
—¿De verdad cobras cincuenta a la hora? —me preguntó.
—Lo intento.
—Tengo un trabajo interesante para ti, pero la otra parte no puede pagar cincuenta.
—¿Quién es? ¿En qué consiste el trabajo?
—Paul Quinn. Necesita un director de muestreo de datos que trace también la estrategia de su campaña.
—¿Quinn se presenta para Alcalde?
—Cree que resultará fácil eliminar a DiLaurenzio en las primarias, y los republicanos no tienen a nadie, así que es el momento adecuado para lanzarse.
—Seguro que sí —dije—. ¿El trabajo es de jornada completa?
—De media jornada la mayor parte del año, y de jornada completa desde el otoño de 1996 hasta el día de la elección en 1997. ¿Nos podrías explicar cuáles son tus planes a largo plazo?
—Este no es un simple trabajo de asesoría, Haig. Significa meterse en política.
—¿Y bien?
—¿Para qué lo necesito?
—Nadie necesita nada salvo un poco de comida y agua de cuando en cuando. Lo demás son preferencias.
—Odio la política, Haig, especialmente la local. La conozco de sobra sólo por mis vaticinios como free lance. Tienes que tragarte muchos sapos. Tienes que comprometerte de mil formas sucias. Tienes que estar dispuesto a arriesgarte mucho…
—No te estamos pidiendo que te presentes como candidato, muchacho. Sólo que ayudes a planificar la campaña.
—¡Sólo! ¡Me pides un año entero de mi vida y…!
—¿Qué te hace pensar que Quinn te va a necesitar sólo un año?
—Lo presentas como algo terriblemente tentador.
Haig dijo al cabo de un rato:
—Hay grandes posibilidades en todo esto.
—Puede ser.
—No puede ser. Seguro.
—Sé lo que quieres decir. Pero el poder no lo es todo.
—¿Estás disponible, Lew?
Le dejé un momento en suspenso; o me dejó él a mí. Finalmente, dije:
—Para ti, el precio es de cuarenta.
—Quinn puede llegar ahora hasta los veinticinco, y hasta los treinta y cinco una vez que empiecen a llegar los donativos.
—¿Y luego los treinta y cinco con efectos retroactivos para mí?
—Veinticinco ahora y treinta y cinco cuando podamos pagarlos —dijo Mardikian—, sin efectos retroactivos.
—¿Por qué debería aceptar una reducción de honorarios? ¿Menos dinero por un trabajo más sucio?
—Por Quinn. Por esta maldita ciudad, Lew. El es el único que puede…
—Seguro. Pero ¿soy yo el único capaz de ayudarle a hacerlo?
—Eres el mejor que se puede encontrar. No, eso no suena bien. Eres el mejor, Lew. Punto. No es broma.
—¿Cómo va a ser el equipo?
—Todo el control se centrará en cinco figuras claves. Tú serías una. Yo otra.
—¿Como manager de la campaña?
—Justo. Missakian es el coordinador de relaciones con los medios de comunicación de masas, y Ephrikian, el enlace con los distritos.
—¿Qué significa eso?
—El enlace con los patrocinadores. Y el coordinador financiero es un tipo llamado Bob Lombroso, muy importante ahora en Wall Street, quien…