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Chrissy se echó para atrás en su silla, abrió la envoltura del caramelo y empezó a comérselo lentamente. Cuando lo acabó se miró los dedos con atención. En efecto, se los había manchado de chocolate. Iría al baño y se lavaría las manos. Además, tiraría el envoltorio por el retrete para que su madre no lo encontrara. Eso se llamaba «deshacerse de las pruebas», según se decía en ese programa de televisión sobre investigación de Escenas del Crimen que sus padres no le dejaban ver, aunque ella se las arreglaba para poder ver alguno de vez en cuando.

* * *

Roland Bell había vuelto con Charles Grady, sanos y salvos, al apartamento de este último, en el que se encontraron a la familia haciendo las maletas para marcharse a una casa segura del NYPD en otra zona de la ciudad, en Murray Hill. Bell echó las persianas y les dijo a los miembros de la familia que se mantuvieran lejos de las ventanas. Advirtió que esa recomendación les puso más nerviosos, pero su trabajo no era mimar el espíritu, precisamente, sino evitar que les matara un asesino muy inteligente.

Le sonó el móvil. Era Rhyme.

– ¿Está todo seguro allí? -le preguntó el criminalista.

– Tan seguro como un bebé en la cuna, descuida -contestó Bell.

– Constable está en una celda de seguridad.

– ¿Y conocemos a los que le custodian, no? -preguntó Bell.

– Amelia ha dicho que aunque Weir es un maestro, ella duda de que se pueda disfrazar de dos dobles de Shaquille O'Neal [28].

– Vale. ¿Cómo está el abogado?

– ¿Roth? Vivirá, aunque le sacudieron de lo lindo. Est… -Rhyme dejó de hablar cuando alguien en la habitación comenzó a hacerlo. A Bell le pareció oír la suave voz de Mel Cooper. A continuación, prosiguió-: Estoy aún analizando lo que encontró Amelia en las escenas del Centro de Detención. Todavía no dispongo de pistas concretas, pero tengo algo que me gustaría comentarte. Bedding y Saul han averiguado por fin a qué habitación del Lanham Arms pertenecía la llave de tarjeta.

– ¿A nombre de quién estaba?

– Un nombre y una dirección falsos -explicó Rhyme-. Pero en recepción dijeron que la descripción de Weir coincidía a la perfección con el huésped. El equipo de Escena del Crimen no ha conseguido mucho, pero encontraron una jeringuilla desechable detrás del tocador. No sabemos si fue Weir quien la dejó, pero de momento contaré con que sí. Mel ha encontrado restos de chocolate y sacarosa en la aguja.

– Sacarosa…, ¿eso es azúcar?

– Exacto. Y en el cilindro, arsénico.

– Así que ha inyectado veneno en algún dulce -dijo Bell.

– Eso parece. Pregunta a los Grady si alguien les ha enviado dulces últimamente.

Bell les hizo la pregunta al fiscal adjunto y a su mujer, que negaron con la cabeza, consternados sólo por oír una pregunta semejante.

– No, no tenemos dulces en la casa -dijo la esposa del fiscal.

El criminalista le preguntó entonces a Belclass="underline"

– Dijiste que te había sorprendido que entrara en el propio apartamento de Grady esta tarde.

– Exacto. Pensábamos que lo atraparíamos en el portal, en el sótano o en el tejado. No nos esperábamos que fuera a entrar por la puerta principal.

– Y, una vez que entró, ¿adónde se dirigió?

– Se presentó en el cuarto de estar. Nos dio un susto a todos.

– Entonces, tal vez tuviera tiempo de dejar algún caramelo en la cocina.

– No, no es posible que estuviera en la cocina -le explicó Bell-. Lon y yo estábamos allí.

– ¿En qué otras habitaciones pudo entrar?

Bell se lo preguntó a Grady y a su esposa.

– ¿Qué pasa, Roland? -preguntó a su vez el fiscal adjunto.

– Lincoln acaba de encontrar más pruebas y cree que Weir puede haber dejado algún veneno en la casa. Al parecer, tal vez sea en algún caramelo. No estamos seguros, pero…

– ¿Caramelo? -se oyó una voz suave y aguda detrás de ellos.

Bell, los Grady y dos de los policías de la escolta se volvieron: allí estaba la hija del fiscal, mirando fijamente al detective, con el miedo reflejado en los ojos.

– Chrissy, ¿qué pasa? -le preguntó su madre.

– ¿Caramelo? -susurró otra vez la niña.

Dejó caer el envoltorio plateado que llevaba en la mano y empezó a llorar.

* * *

Con las manos sudorosas, Bell miró a los transeúntes que pasaban por la acera de enfrente del apartamento de Charles Grady.

Docenas de personas.

¿Sería Weir alguna de ellas?

¿O algún otro de esa maldita Unión Patriótica?

Llegó la ambulancia y de ella saltaron dos sanitarios. Antes de que entraran por la puerta principal, el detective comprobó detenidamente sus tarjetas de identificación.

– ¿Pero a qué viene todo esto? -dijo uno de ellos, ofendido.

Bell no le prestó ninguna atención y se puso a examinar los coches que había en la calle, a los viandantes, las ventanas de los edificios cercanos. Cuando vio que no había peligro, silbó y Luis Martínez, el tranquilo guardaespaldas, salió apresuradamente con la niña y la metió en la ambulancia, acompañada de su madre.

Chrissy no mostraba síntomas de envenenamiento aún, aunque estaba pálida y el llanto le hacía temblar. La niña se había comido un caramelo de menta que había aparecido misteriosamente en el cuarto del piano. Para Bell, hacer daño a los niños era un tipo de maldad que no tenía nombre y, aunque Constable le había embaucado por un momento con su dulce charla, aquel incidente dejaba clara la absoluta depravación de los miembros de la Unión Patriótica.

¿Diferencias entre culturas? ¿Entre razas? No señor. Sólo hay una diferencia. En un lado está el bien y la decencia, y en el otro la maldad.

Si la niña moría, Bell consideraría un asunto personal encargarse de que Weir y Constable recibieran el castigo correspondiente a lo que le habían hecho a Chrissy: una inyección letal.

– No te preocupes, cielo -le dijo a la niña mientras uno de los médicos le tomaba la tensión-. Te vas a poner bien.

Como respuesta sólo recibió el llanto silencioso de la niña. Miró a la madre de Chrissy, cuya tierna mirada no podía esconder del todo una furia mucho mayor que la que sentía Bell.

El detective llamó por radio a la Central y le pasaron con los Servicios de Emergencia del hospital al que se dirigían.

– Llegaremos dentro de unos minutos al mostrador de urgencias -le dijo al supervisor-. Ahora, escúcheme: quiero que despejen de gente esa zona y todo el recorrido hasta el centro de toxicología. No quiero ver ni un alma allí, salvo que lleven una tarjeta de identificación con fotografía.

– Un momento, detective; no podemos hacer eso -dijo la voz de mujer-. Es una zona del hospital que suele estar llena.

– Con esto voy a ser como una mula, señora.

– ¿Qué va a ser qué?

– Muy testarudo. Hay un asesino armado que va detrás de esta niña y de su familia. Así que si veo que alguien se cruza con nosotros y no lleva identificación, le vamos a esposar de inmediato, y no con muy buenos modales, me temo.

– Esto es el centro de emergencias de un hospital, detective -respondió la mujer, irritada-. ¿Se puede usted imaginar a cuánta gente estoy viendo yo ahora mismo desde aquí?

– No, señora, no me lo imagino. Pero imagíneselos a todos boca abajo y atados de pies y manos. Que es como van a estar si no se han marchado antes de que lleguemos allí. Y, por cierto, faltan sólo dos minutos para que eso ocurra.

Capítulo 43

– Los casos cambian de color.

Charles Grady estaba sentado en una silla de plástico naranja de la sala de espera del centro de urgencias, encorvado y con la mirada fija en el linóleo verde arañado por miles de pies desesperados.

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[28] Famoso jugador de baloncesto de los Lakers. (N.delaT)