– Me refiero a los casos criminales.
Roland Bell estaba sentado a su lado. La silueta vigilante de Luis se recortaba en el umbral de una de las puertas y, cerca de allí, en la entrada a un pasillo lleno de gente, se encontraba Graham Wilson, otro de los oficiales del SWAT de Bell, un detective guapo, duro, de mirada aguda y severa, y con un talento especial para detectar a personas con armas, como si tuviera rayos X en los ojos.
La mujer de Grady había pasado con Chrissy a que la examinaran, acompañadas de dos miembros de la escolta.
– Yo tuve un profesor en la facultad de Derecho -continuó Grady, tieso como una estaca- que fue fiscal y después juez. Una vez nos dijo en clase que en todos sus años de ejercicio de la profesión nunca se le había presentado un caso en que todo fuera blanco y negro nada más verlo. Todos tenían diferentes tonos de gris. Había grises bastante oscuros y grises bastante claros, pero no dejaban de ser todos grises.
Bell miró hacia el pasillo, a la improvisada sala de espera que la enfermera de turno había organizado para los heridos que llegaban por accidentes de bicicleta o monopatín. Tal y como había insistido Bell, esa zona del hospital había sido desalojada.
– Pero, luego, una vez que te metías en el caso, cambiaba de color. Se volvía blanco y negro. Tanto si eras el abogado de la defensa como el de la acusación, los grises desaparecían. El lado en el que tú estabas era bueno en un cien por cien. El otro, cien por cien malo. Correcto o equivocado. Mi profesor decía que había que guardarse de eso. Que uno no debe dejar de recordarse a sí mismo que los casos son grises en realidad.
Bell vio a un camillero. El joven latino parecía inofensivo, pero el detective hizo una señal a Wilson, que le paró y comprobó su identificación. Le hizo un gesto a Bell de que todo estaba en orden.
Chrissy llevaba quince minutos en un quirófano. ¿Por qué no podía venir alguien a informar de cómo iba todo?
– Pero ¿sabes una cosa, Roland? -continuó Grady-. Todos estos meses que han pasado desde que averiguamos que había una conspiración en Canton Falls, yo he seguido viendo el caso de Constable tan blanco y negro como al principio. Nunca lo he visto gris. Yo fui a por él con todo lo que tenía. -Soltó una risa triste. Volvió a mirar hacia el pasillo otra vez; la sonrisa se le iba desdibujando de la cara-. ¿Cuándo demonios va a venir el médico?
Volvió a bajar la cabeza.
– Pero tal vez si hubiera visto más grises, quizá si no hubiera ido a por él con toda la artillería, si me hubiera comprometido más…, puede que no hubiera contratado a Weir. Puede que no hubier… -Hizo un gesto en dirección al lugar en el que se encontraba su hija en ese momento. Se atragantó y lloró en silencio unos instantes.
– Yo creo que tu profesor estaba equivocado, Charles -dijo Bell-. Al menos, con gente como Constable. Cualquiera que haga lo que él ha hecho…, bueno, no hay gris que valga con gente así.
Grady se limpió la cara.
– Roland, ¿tus hijos… han estado en el hospital alguna vez?
Lo primero que pensó el detective fue: «le hicieron una visita a su madre cuando ya estaba en las últimas», pero no dijo nada sobre el asunto.
– Algunas veces, pero nada grave: sólo por las heridas que puede hacer una pelota en la frente o en el meñique, o las que te pueda hacer un defensa que se abalanza sobre ti armado con una de esas pelotas.
– ¡Uf!, pues es algo que quita el aliento -dijo Grady. Otra mirada al pasillo desierto-. Te lo quita del todo.
Unos minutos después, el detective notó cierto movimiento en el pasillo. Un médico con una bata verde divisó a Grady y se encaminó lentamente hacia ellos.
– Charles -dijo el detective con suavidad.
Pero, aunque tenía la cabeza agachada, Grady ya estaba mirando al hombre que se acercaba.
– Blanco y negro -susurró-. ¡Dios mío! -Se levantó para recibir al médico.
Lincoln Rhyme estaba mirando el cielo del atardecer por la ventana cuando sonó el teléfono.
– Mando. Contestar teléfono.
Clic.
– ¿Sí?
– ¿Lincoln? Soy Roland.
Mel Cooper se volvió con gravedad y le miró. Sabían que Bell estaba en el hospital con Christine Grady y su familia.
– Dilo.
– La niña está bien.
Cooper cerró los ojos un instante: si alguna vez un protestante ha estado a punto de bendecirse a sí mismo, fue en ese momento. También Rhyme sintió un profundo alivio.
– ¿No había veneno?
– Nada. Sólo era caramelo. Ni una pizca de productos tóxicos.
– Entonces, eso también era una desorientación -caviló el criminalista.
– Eso parece.
– Pero, ¿qué demonios significa? -dijo Rhyme en una voz apenas audible; una pregunta que, más que a Bell, iba dirigida a sí mismo.
– Para mí -propuso el detective-, que Weir nos esté señalando a Grady significa que aún va a intentar hacer algo más para ayudar a Constable a fugarse de la comisaría. Debe de estar en algún sitio en el Tribunal.
– ¿Estás de camino hacia la nueva casa de los Grady?
– Sí. Toda la familia. Nos quedaremos allí hasta que atrapéis a ese tipo.
¿Hasta?
¿Qué me dices de «si»?
Después de colgar, Rhyme se alejó de la ventana y se acercó en la silla hasta la pizarra con las pruebas.
La mano es más rápida que el ojo.
Sólo que no lo es.
¿Qué tenía en mente el maestro del ilusionismo ErickWeir?
Sentía los músculos del cuello al borde de la contractura. Miró hacia la ventana otra vez mientras reflexionaba sobre el enigma al que se enfrentaban.
Hobbs Wentworth, el asesino a sueldo, estaba muerto, y Grady y su familia se encontraban a salvo. Estaba claro que Constable se había estado preparando para escapar de la sala de interrogatorios de Las Tumbas, aunque no había habido un intento manifiesto por parte de Weir para liberarle. De modo que daba la impresión de que los planes de Weir se estaban descabalando.
Pero Rhyme no podía aceptar una conclusión tan obvia. Con el supuesto atentado contra Christine Grady, Weir había hecho que apartaran su atención de las dependencias policiales, así que Rhyme se inclinaba ahora hacia la conclusión de Bell de que no tardaría en producirse otro intento de rescatar a Constable.
¿O había más cosas: tal vez un atentado para matar a Constable y evitar así que testificara?
Le consumía la frustración. Rhyme había aceptado ya hacía tiempo que en sus condiciones él nunca sería capaz de capturar a un malhechor. La contrapartida era la fortaleza de una mente inteligente. Aun así, sentado e inmóvil, desde la silla o la cama, podía al menos adelantarse a los pensamientos de los criminales a los que perseguía.
Salvo con Erick Weir, El Prestidigitador, con quien no podía. Era un hombre que había consagrado su alma al engaño.
Rhyme pensó si quedaba algo por hacer para encontrar respuestas a las preguntas imposibles que planteaba el caso.
Sachs, Sellitto y los de la Unidad de Servicios de Emergencia estaban registrando de arriba abajo el Centro de Detención y los Tribunales. Kara estaba en el Cirque Fantastique esperando a Kadesky. Thom estaba llamando a Keating y Loesser, los antiguos ayudantes del asesino, para averiguar si éste se había puesto en contacto con ellos el día anterior, o para ver si recordaban alguna información adicional que pudiera ayudarles. Un Equipo de Respuesta a Pruebas Físicas, prestado por el FBI, estaba investigando la escena del edificio de oficinas en el que Hobbs Wentworth se había pegado un tiro y, en Washington, los técnicos seguían analizando las fibras y la pintura que simulaba sangre que había encontrado Sachs en el Centro de Detención.