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¿Qué más podía hacer Rhyme para saber qué tenía en mente Weir?

Sólo una cosa.

Decidió intentar algo que llevaba años sin hacer.

Rhyme comenzó a recorrer por sí mismo algunas cuadrículas. Empezó la investigación por la sangrienta escena de fuga del Centro de Detención, donde recorrió pasillos en zigzag, iluminados con luces fluorescentes color verde alga; dobló recodos desgastados por los años de roce con los carros de suministro y los pallets; entró en cuartos de servicio y de calderas… en un intento de seguir los pasos, y desentrañar los pensamientos de Erick Weir. El recorrido lo hizo, desde luego, con los ojos cerrados, y tuvo lugar exclusivamente en su mente. Aun así, no resultaba del todo extraño que participara en una persecución en vivo totalmente imaginaria, puesto que la presa a la que perseguía era un hombre «evanescente».

* * *

El semáforo cambió a verde y Malerick aceleró poco a poco.

Iba pensando en Andrew Constable, un «conjurador» por derecho propio, en palabras de Jeddy Barnes. Como si fuera un mentalista, Constable podía evaluar a un hombre en cuestión de segundos y componer un semblante que le colocaba al instante en una situación cómoda y relajada, en la que era capaz de humor, inteligencia y comprensión, y de adoptar posiciones racionales y cordiales.

Hacía que los crédulos se tragaran el anzuelo.

Y había muchos, por supuesto. Se suele considerar que la gente se da cuenta de lo que lanzan en realidad grupos como la Unión Patriótica. Pero, como ya advirtió el gran empresario del gremio de Malerick, P. T. Barnum, cada minuto nace un imbécil.

Conforme avanzaba cuidadosamente entre el tráfico de la tarde del domingo, Malerick se divertía pensando en el total desconcierto que debía de estar sintiendo Constable en ese momento. Parte del plan de fuga exigía que Constable incapacitara a su abogado. Jeddy Barnes le había dicho hacía dos semanas, en el restaurante de Bedford Junction: «Bueno, señor Weir, la cosa es que Roth es judío. Andrew disfrutará mucho haciéndole daño».

«A mí me da lo mismo», había contestado Malerick. «Que lo mate, si quiere. Eso no afecta a mis planes. Lo único que yo quiero es que se ocupe de él, que le quite de en medio.»

Asintiendo, Barnes había dicho: «Sospecho que van a ser buenas noticias para el señor Constable».

Se imaginaba la consternación y el miedo que irían apoderándose de Constable, allí sentado junto al cuerpo cada vez más frío de su abogado, mientras esperaba a que apareciera Weir con armas y disfraces para sacarle del edificio, algo que, por supuesto, no iba a pasar.

La puerta de la prisión se abriría y una docena de guardias se echarían sobre él y lo llevarían de nuevo a su celda. El juicio continuaría, y Andrew Constable, tan confundido como Barnes, Wentworth y todos los demás miembros de esa tribu de neandertales del norte del Estado de Nueva York, nunca sabrían cómo les habían utilizado.

Parado en otro semáforo, Malerick se preguntaba cómo se estaría desarrollando la otra desorientación que les había hecho seguir. El número de «La niña envenenada» (Malerick lo consideró melodramático, casi un tópico evidente, pero sus años de profesión le habían enseñado que el público responde a lo obvio). Desde luego, no había sido la mejor desorientación del mundo: no estaba seguro siquiera de si ya habían descubierto la jeringuilla en el Lanham. Tampoco tenía la certeza de si la niña o cualquier otra persona se habría comido el caramelo. Pero Rhyme y su gente eran tan buenos que cabía la posibilidad, suponía, de que llegaran directamente a la terrible conclusión de que se trataba de otro atentado contra la vida del fiscal y su familia. Y después averiguarían que, al final, no había veneno alguno en el caramelo.

¿Qué sacarían en claro de todo aquello?

¿Habría otro caramelo envenenado?

¿O se trataba de una desorientación, para alejarles del Centro de Detención de Manhattan, en el que tal vez Malerick estuviera planeando liberar a Constable de alguna otra manera?

En resumen: la policía estaría también flotando en un mar de dudas y sin idea de lo que estaba pasando de verdad.

Bien: pues lo que ha sucedido en los dos últimos días, Venerado Público, es una actuación sublime en la que se representa una combinación perfecta de desorientación física y psicológica.

La física, que lleva a dirigir la atención de la policía tanto hacia el apartamento de Charles Grady como al Centro de Detención.

La psicológica desvía las sospechas de lo que Malerick estaba haciendo en realidad y centrándolas en un motivo muy creíble, que Lincoln Rhyme pensaba que había descubierto: la muerte de Grady por un asesino a sueldo y la organización de la fuga de Andrew Constable. Una vez que la policía dedujera estos supuestos, sus mentes dejarían de buscar cualquier otra explicación para entender qué es lo que se traía entre manos realmente.

Lo cual no tenía absolutamente nada que ver con el caso Constable. Todas las pistas que había dejado tan a la vista (las agresiones basadas en trucos de ilusionismo en las tres primeras víctimas, representantes de ciertos aspectos del mundo del circo; el zapato con pelos de perro y estiércol que conducía a Central Park; las referencias al fuego de Ohio y la conexión con el Cirque Fantastique) habían convencido a la policía de que su intención no podía ser en realidad vengarse de Kadesky, porque era, como Lincoln Rhyme le había dicho, demasiado obvio. Tenía que estar preparando algo más.

Pero no era así.

En ese momento, vestido con el uniforme de camillero, disminuyó la velocidad de la ambulancia que iba conduciendo y pasó por la entrada de servicio de la carpa que albergaba al «Famoso en el mundo entero, Anunciado internacionalmente, Aclamado por la crítica: El Cirque Fantastique».

Aparcó debajo del andamiaje de los asientos, se bajó del vehículo y cerró la puerta. Ni los tramoyistas, ni la policía ni los muchos guardias de seguridad prestaron atención ni a la ambulancia ni a él. Tras la amenaza de bomba que había habido ese mismo día, era absolutamente normal que hubiera aparcado un vehículo de emergencias en ese lugar; absolutamente natural, como señalaría un ilusionista.

Observen, Venerado Público: he aquí su ilusionista, en el centro de la pista, aunque aún es completamente invisible.

Se trata de «El hombre evanescente», presente aunque oculto.

Nadie miró siquiera el vehículo, que no era precisamente una ambulancia corriente, sino falsa. En lugar de equipos médicos lo que había en su interior era media docena de bidones de plástico, que contenían en total más de dos mil seiscientos litros de gasolina, con un sencillo dispositivo de detonación que no tardaría en hacer que el líquido cobrara vida y se convirtiera en un torrente mortal que entraría en erupción y alcanzaría las tribunas descubiertas, la lona, las más de dos mil personas que formaban el público.

Y, entre ellas, Edward Kadesky.

¿Lo ve, señor Rhyme, lo que ya hablamos? Mis palabras eran sólo cháchara. Kadesky y el Cirque Fantastique destrozaron mi vida y mi amor, y yo voy a destruirlos. La venganza es la clave de todo esto.

Sin que nadie advirtiera su presencia, el ilusionista salió en ese momento de la carpa y se adentró en Central Park. Se quitaría el uniforme de conductor de ambulancia, se pondría otro disfraz y, amparado por la oscuridad de la noche, volvería a entrar, se convertiría, para variar, en un miembro del público y contemplaría la apoteosis final de su espectáculo desde un lugar privilegiado.

Capítulo 44

Familias, grupos de amigos, niños…, todos iban entrando en la carpa, buscando sus asientos, ocupando las localidades, transformándose poco a poco de personas en esa criatura llamada público, un todo muy distinto de las partes que lo componían.