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La metamorfosis…

Kara dejó de mirar hacia la puerta y paró a un guardia de seguridad.

– Llevo ya un rato esperando. ¿Tiene usted idea de cuándo volverá el señor Kadesky? Es muy importante.

No, él no sabía, como tampoco lo sabían otras dos personas a las que preguntó.

Otra mirada al reloj. Se sentía abatida. Le vino una imagen de su madre tendida en su habitación de la residencia, recorriendo con la mirada la habitación, inundada de lucidez y preguntándose dónde estaba su hija. Kara sentía ganas de llorar por la frustración de verse atrapada. Sabía que tenía que quedarse y hacer todo lo posible por detener a Weir, pero deseaba desesperadamente estar al lado de su madre.

Volvió al iluminado interior de la carpa. Los artistas estaban esperando en los bastidores, preparándose para el primer número, con sus inquietantes máscaras de la comedia del arte. Los niños del público llevaban también máscaras, que habían adquirido en los puestos del exterior a precios desorbitados. Narices chatas y puntiagudas, picos. Miraban a su alrededor, emocionados y aturdidos la mayoría, aunque, según advirtió Kara, algunos parecían nerviosos. Seguramente las máscaras y la decoración con motivos fantásticos convertían el circo, a sus ojos, en una escena de película de terror. A Kara le encantaba actuar para los niños, pero sabía que había que tener cuidado: su realidad era diferente de la de los adultos, y un ilusionista podía destruir con facilidad el frágil sentido del bienestar de los más jóvenes. En sus actuaciones infantiles, Kara sólo hacía números divertidos y, a menudo, les reunía al final para contarles el truco.

Contemplaba toda la magia que la rodeaba en ese momento, la emoción, la expectación… Le sudaban las palmas de las manos como si fuera ella quien estuviera a punto de salir a la pista… Oh, lo que daría por estar en la carpa en la que se preparaban las actuaciones… Contenta, segura de sí, aunque también excitada y con el corazón acelerado por la expectación conforme se fuera acercando la hora de la función… No había otra sensación igual en el mundo.

Se rió para sí con tristeza. Bueno, pues allí estaba: había logrado llegar al Cirque Fantastique.

Pero como chica de los recados.

Se preguntaba: ¿seré lo suficientemente buena? A pesar de lo que decía David Balzac, ella pensaba a veces que lo era. Al menos tan buena como, por ejemplo, Harry Houdini en sus comienzos: los únicos «escapistas» entonces eran los miembros del público que se salían a los pasillos, aburridos o sintiendo vergüenza ajena al verle fallar en trucos sencillos. Y Robert-Houdin se sentía tan incómodo en sus primeras actuaciones que acababa ofreciendo al público unos autómatas de cuerda, como un turco que jugaba al ajedrez.

Pero, al mirar a los bastidores, a los cientos de artistas que llevaban en la profesión desde su infancia, la voz firme de Balzac se coló entre sus pensamientos: Aún no, aún no, aún no… Escuchó esas palabras con desilusión, aunque también con consuelo. Él estaba en lo cierto, decidió Kara tajante. Él era el experto; ella, la aprendiza. Debía tener confianza en él. Un año o dos. Merecía la pena esperar.

Además, estaba su madre…

Que tal vez se hallaba sentada en la cama en ese mismo momento, charlando con Jaynene y preguntándose dónde estaba su hija, la hija que la había abandonado la noche en que debería haber estado allí.

La ayudante de Kadesky, Katherine Tunney, apareció en lo alto de unas escaleras y le hizo una señal.

¿Había llegado ya Kadesky? Por favor…

Pero lo que dijo la mujer fue:

– Acaba de llamar. Tenía una entrevista en la radio después de la cena y se retrasará. Vendrá pronto. Ahí enfrente está su palco. ¿Por qué no esperas allí?

Kara asintió y, descorazonada, se encaminó hacia el lugar que había señalado Katherine, se sentó y volvió a mirar a la carpa. Comprobó que la transformación mágica era completa, al fin; todos las localidades estaban ocupadas. Niños, hombres y mujeres formaban ahora un público.

Un ruido sordo.

Kara se sobresaltó al oír el redoble alto y hueco de un tambor, que resonó por toda la carpa.

La luces fueron apagándose hasta que el lugar se quedó totalmente a oscuras; una oscuridad que sólo perturbaban las luces rojas de las salidas.

Un ruido sordo.

La multitud se quedó muda al instante.

Un ruido sordo… Un ruido sordo… Un ruido sordo.

El redoble de tambor sonaba lento. Se sentía en el corazón, al mismo compás.

Un ruido sordo… Un ruido sordo…

Un foco de luz brillante iluminó el centro de la pista, donde un actor representaba a Arlequín, vestido con el clásico traje de rombos blancos y negros, y con su correspondiente máscara. La mano levantada, sujetando un cetro, miraba a su alrededor en actitud traviesa.

Un ruido sordo…

Dio un paso adelante y comenzó a caminar por la pista mientras que, detrás de él, aparecía un desfile de artistas: otros personajes de la comedia del arte, acompañados de espíritus, hadas, princesas, príncipes y magos. Algunos caminaban, otros bailaban, otros daban volteretas lentamente, como si estuvieran debajo del agua; otros caminaban sobre unos altos zancos con tanta gracia o más que la gente que se puede ver paseando por la acera, algunos iban en cuadrigas o carros decorados con tules y plumas y encajes y pequeñas lucecillas brillantes.

Todos se movían en perfecta armonía con el tambor.

Un ruido sordo… Un ruido sordo…

Caras enmascaradas, caras pintadas de blanco y negro, o de oro y plata, caras salpicadas de purpurina. Manos que hacían juegos malabares con pelotas brillantes, manos que llevaban cuerpos celestes, llamas o faroles, manos que arrojaban confetti como si fueran relumbrantes copos de nieve.

Solemne, majestuoso, juguetón, grotesco.

Un ruido sordo…

Medieval y futurista, el desfile era hipnótico. Y su mensaje no dejaba lugar a dudas: todo lo que existía fuera de la carpa no tenía validez. Uno podía olvidarse de todo lo que había aprendido sobre la vida, sobre la naturaleza humana, sobre las mismísimas leyes de la física. El corazón latía entonces no a su propio ritmo, sino al del nítido redoble de tambor, y el alma ya no era la de uno, sino que había sido atrapada por ese desfile sobrenatural que se abría paso deliberadamente hacia el mundo de la ilusión.

Capítulo 45

Hemos llegado al final de nuestro espectáculo, Venerado Público.

Ha llegado la hora de presentar nuestro más célebre, y controvertido, acto de ilusionismo. Una variante del número de infausta memoria «El espejo ardiente».

Durante nuestro espectáculo del fín de semana han presenciado números del repertorio de maestros como Harry Houdini, P T. Selbity Howard Thurston. Pero ni ellos se atreverían con un número como «El espejo ardiente».

Nuestro artista, atrapado en una suerte de infierno, rodeado de llamas que se van cerrando sobre él inexorablemente, sólo cuenta con una vía de escape: una puerta diminuta protegida por un verdadero muro de fuego.

Aunque, por supuesto, la puerta puede no ser en absoluto una vía de escape.

Tal vez sea sólo una ilusión.

Debo advertirles, Venerado Público, que la última vez que se intentó representar este truco todo acabó en tragedia.

Yo lo sé porque estaba allí.

Así que, les ruego que, por su propio bien, dediquen unos momentos a mirar la carpa y pensar qué deberían hacer si se produjera una catástrofe…