Pero, pensándolo bien…, no, es demasiado tarde para eso. Quizá lo mejor que pueden hacer es rezar, simplemente.
Malerick había vuelto a Central Park y se encontraba en ese momento bajo un árbol a unos metros de la carpa blanca del Cirque Fantastique.
Lucía nuevamente un rostro barbado; se había vestido con atuendo deportivo y una camiseta de punto de cuello alto. Llevaba una gorra de la Maratón Benéfica de Manhattan, de la que sobresalían algunos mechones sudorosos. Sudor falso, de bote, que daba fe de su recién adoptado personaje: un ejecutivo financiero de segunda empleado en un banco de primera, que había salido a dar su carrerita nocturna del domingo. Se había parado a descansar y miraba distraído la carpa del circo.
Perfectamente natural.
Se sorprendió de sentirse tan tranquilo. Tal serenidad le recordó al instante que siguió al incendio del circo Hasbro en Ohio, antes de que se aclararan todas las implicaciones del desastre. Aunque debería haber estado chillando, él se sorprendió paralizado. En un coma emocional. Y ahora, en ese momento, sentía lo mismo mientras escuchaba la música, las notas bajas resaltadas por la tirante lona de la carpa. Los aplausos lejanos, las risas, los gritos ahogados por la estupefacción.
En todos sus años de profesión, raramente sintió el miedo escénico. Si uno se sabía bien el número, si había ensayado suficientes veces, ¿por qué iba a tener que estar nervioso? Eso era lo que sentía en ese momento. Todo había sido planeado con tanto esmero que sabía que su espectáculo se desarrollaría según lo previsto.
Examinando la carpa durante sus últimos minutos en la Tierra, vio a dos figuras junto a la gran puerta de servicio por la que no hacía mucho había entrado con la ambulancia. Un hombre y una joven. Hablaban entre sí, con el oído de uno cerca de la boca del otro para poder oírse a pesar del volumen de la música.
¡Sí! Una de ellas era Kadesky. Le había preocupado pensar que tal vez el productor no estuviera presente en el momento de la explosión. La otra era Kara.
Kadesky señaló algún lugar del interior de la carpa, y ambos se dirigieron hacia allí. Malerick calculó que debían de encontrarse a no más de tres metros de la ambulancia.
Una mirada al reloj. Era casi la hora.
Y ahora, amigos míos, mi Venerado Público…
A las nueve de la noche exactamente salió una lengua de fuego por la puerta de la carpa. Un instante después, la silueta de las altas llamaradas del interior se reflejaba en la brillante lona, devorando las tribunas, al público, los decorados… La música cesó de repente y en su lugar se oían gritos. Por la parte superior de la carpa comenzaron a salir espirales de humo oscuro.
Malerick se inclinó hacia adelante, cautivado por el horror de la visión que estaba contemplando.
Más humo, más gritos.
Luchando por no mostrar una sonrisa no natural, pronunció una oración de agradecimiento. No había una deidad en la que Malerick creyera, así que ofreció sus palabras de gratitud al alma de Harry Houdini, su tocayo e ídolo, además de patrón de los magos.
Jadeos y chillidos de los que pasaban corriendo junto a él por esa parte aislada del parque, para ayudar o para quedarse boquiabiertos, con la mirada fija en el espectáculo. Malerick esperó unos cuantos minutos más, pero sabía que la policía no tardaría en llenar el parque. Con cara de preocupación, con el móvil en la mano fingiendo que llamaba a los bomberos, se encaminó hacia la acera. No pudo evitar detenerse otra vez. Se volvió y vio, medio ocultas por el humo, las enormes banderas que había delante de la carpa. En una de ellas, el enmascarado Arlequín extendía los brazos y ofrecía las palmas de las manos desnudas.
Miren, Venerado Público, no tengo nada en las manos.
Salvo que, como buen prestidigitador, el personaje sí tenía algo, perfectamente oculto a la vista, en el dorso de un dedo.
Y sólo Malerick sabía lo que era.
Lo que el esquivo Arlequín tenía era la muerte.
Tercera parte . Descubrir el pastel
«Para ser un gran mago hay que ser capaz de presentar un número de ilusionismo de manera que no sólo desconcierte al público, sino que lo conmueva profundamente.»
S. H. Sharp.
Capítulo 46
El Camaro de Amelia Sachs alcanzó los ciento cincuenta kilómetros por hora en la carretera del West Side hacia Central Park.
A diferencia de la autovía FDR, de vía rápida y acceso controlado, esta ruta estaba salpicada de semáforos y, en la calle Catorce, hacía un giro brusco que hizo derrapar peligrosamente el destartalado Chevrolet, lo que acabó en un beso chispeante entre su plancha de acero y el hormigón de la valla protectora.
Así que el asesino les había vuelto a engañar con otro toque genial. El objetivo de Weir no era ni la muerte de Charles Grady ni la fuga de Andrew Constable: no habían sido más que las desorientaciones finales. El asesino perseguía hacer lo que ellos habían descartado el día anterior por ser demasiado obvio: el Cirque Fantastique.
Mientras Sachs estaba a punto de dar una patada a la puerta de uno de los últimos sitios en los que podía haberse ocultado Weir en el sótano del Centro de Detenciones, con la Glock en alto, Rhyme la había llamado para informarla de la situación. Lon Sellitto y Roland Bell se dirigían al circo, y Mel Cooper iba a acercarse hasta allí para echar una mano. También iban de camino Bo Haumann y varios equipos de emergencia. Se necesitaban todas las manos y Rhyme quería las de ella cuanto antes.
– Voy para allá -dijo, y apagó el teléfono. Se dio la vuelta y comenzó a correr por el sótano hacia la salida. Pero de repente se paró, volvió a la puerta que había estado a punto de derribar y le dio una patada.
Sólo por si acaso.
El cuarto estaba completamente vacío, completamente silencioso, salvo por el sonido de la risa burlona del asesino que ella oía resonar en su imaginación.
Cinco minutos más tarde estaba en el Camaro, pisando a fondo el acelerador.
El semáforo de la Veintitrés estaba en rojo, pero el tráfico no era muy denso, así que se lo saltó con rapidez, confiando más en el volante que en los frenos o en la conciencia de los ciudadanos para ceder el paso a la parpadeante luz azul.
Una vez atravesado el cruce, una rápida reducción de marcha, el pedal pisado a fondo y el traqueteante motor la llevaron a toda velocidad hasta la Ochenta. Cogió el Motorola y llamó a Rhyme para informarle de dónde se encontraba y saber qué era exactamente lo que quería que hiciese.
Malerick salió caminando lentamente del parque, empujado por las personas que corrían en dirección opuesta, hacia el incendio.
– ¿Pero, qué es lo que pasa?
– ¡Dios bendito!
– La policía…, ¿ha avisado alguien a la policía?
– ¿Oyes los gritos? ¿Los oyes?
En la esquina de Central Park West con una de las calles transversales, se chocó con una joven asiática que miraba preocupada en dirección al parque. Le preguntó:
– ¿Sabe usted qué ha pasado?
Malerick pensó: «Sí, desde luego que lo sé: el hombre y el circo que destrozaron mi vida se están muriendo». Pero frunció el ceño y le dijo con gravedad:
– No lo sé, pero parece bastante serio.
Continuó en dirección oeste y comenzó lo que iba a ser un tortuoso camino de vuelta a su apartamento, de una media hora, en el transcurso de la cual se cambió varias veces de atuendo y aspecto, y se cercioró de que no le seguía nadie.
Sus planes eran permanecer en su apartamento esa noche, y por la mañana, partir hacia Europa donde, tras varios meses de práctica, volvería a actuar con su nuevo nombre. Aparte de su Venerado Público, nadie conocía a «Malerick», y así se llamaría a partir de entonces para el mundo. Había algo que lamentaba: que no podría representar su número preferido, «El espejo ardiente»; mucha gente lo asociaría con él. De hecho, tendría que recortar gran parte del material. Renunciaría a la ventriloquia, al mentalismo y a muchos de los trucos de cerca que había hecho. Tener un repertorio tan amplio podría, como había pasado ese fin de semana, desvelar su auténtica identidad.