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Los mejores ilusionistas presentan el truco tan bien que pueden aludir directamente al método que están empleando, a lo que van a hacer de verdad. Pero la gente no les cree, y miran hacia el lado opuesto. Cuando pasa eso, ya está: tú has perdido y ellos han ganado.

– Eso es lo que hiciste tú. Y he de decir que la idea era brillante. Y yo no suelo hacer halagos, ¿verdad, Sachs?… Querías vengarte de Kadesky por el incendio que te arruinó la vida, así que te inventaste un número que te permitiera hacerlo y escapar después, como si se tratara de un acto de ilusionismo que elaboraras para representar en un escenario, con varias capas de desorientaciones. -Rhyme entrecerró los ojos y reflexionó-. La primera de ellas la «forzaste». Kara nos dijo que así lo llaman los ilusionistas, ¿verdad?

El asesino permaneció callado.

– Estoy seguro de que fue ésa la palabra que empleó. Primero, nos «forzaste» a creer que ibas a destruir el circo por venganza. Pero yo no me lo creí: era demasiado obvio. Y nuestra sospecha condujo a la segunda desorientación: dejaste el artículo de periódico sobre Grady, la factura del restaurante, el pase de prensa y la llave del hotel para que nosotros llegáramos a la conclusión de que ibas a matarle… Ah, ¿y la chaqueta del chándal cerca del río Hudson? Ibas a dejarla allí en la escena a propósito, ¿no? Eran pruebas que dejaste porque querías que las encontráramos.

– Sí, iba a dejarla -asintió El Prestidigitador-. Pero al final resultó mejor, ya que, como sus oficiales me sorprendieron, parecía más natural que yo me dejara la chaqueta al huir.

– Fue entonces -continuó el criminalista- cuando pensamos que eras un asesino a sueldo que estaba utilizando la magia para acercarse a Charles Grady y matarle… Comprendimos lo que te traías entre manos. Por ahí iban nuestras sospechas… hasta cierto punto.

– Cierto punto… -El Prestidigitador esbozó una ligera sonrisa-. ¿Lo ve? Cuando sé emplea la desorientación para engañar a las personas, personas listas, éstas siguen desconfiando.

– Y ahí entra la desorientación número tres. Para mantener nuestra atención lejos del circo, nos haces creer que te dejas arrestar para entrar en el Centro de Detención, y no para matar a Grady, sino para ayudar a Constable a fugarse. Para entonces, nosotros nos hemos olvidado ya por completo del circo y de Kadesky. Pero la verdad es que tanto Constable como Grady te importaban poco.

– Eran accesorios, desorientaciones para engañarles… -admitió.

– Pues a los de la Unión Patriótica no va a gustarles mucho eso… -murmuró Sellitto entre dientes.

– Yo diría -dijo El Prestidigitador señalando con un gesto a los grilletes- que ésa no es precisamente mi mayor preocupación ahora, ¿no cree?

Pero Rhyme no estaba tan seguro, teniendo en cuenta lo que les había hecho a Constable y al resto de los miembros de la Unión.

Bell señaló con un gesto al Prestidigitador y le preguntó a Rhyme:

– ¿Pero por qué se tomó la molestia de hacer que Constable se preparara para la falsa huida?

– Está claro -fue Sellitto quien contestó-, ¿no crees? para desviar nuestra atención del circo de forma que fuera más fácil para él llevar la bomba allí.

– En realidad no, Lon -le contradijo lentamente Rhyme-. Había otra razón.

Al oír estas palabras, o tal vez fuera el tono críptico de la voz de Rhyme, el asesino se volvió hacia el criminalista, que vio cautela en los ojos de El Prestidigitador; verdadera cautela, si no miedo, por vez primera esa noche.

Ya te tengo, pensó Rhyme.

– ¿Ves? Había una cuarta desorientación.

– ¿Una cuarta? -dijo Sellitto.

– Así es… Él no es Erick Weir -anunció Rhyme en un tono que incluso él mismo tuvo que admitir que resultó excesivamente teatral.

Capítulo 48

El asesino suspiró, se reclinó en la silla, apoyándola sobre una de las patas, y cerró los ojos.

– ¿Que no es Weir? -preguntó Sellitto.

– Sobre eso giraba todo lo que ha hecho este fin de semana -continuó Rhyme-. Él quería vengarse de Kadesky y del circo Hasbro, que es ahora el Cirque Fantastique. Y nada más fácil que vengarse cuando a uno no le preocupa la huida. Pero -un gesto hacia El Prestidigitador-; él quería irse: no ir a la cárcel, sino seguir actuando. Así que hizo un número de transformismo de identidad. Se convirtió en Erick Weir, se dejó arrestar esta tarde, le tomaron las huellas dactilares y luego se escapó.

– Ya -asintió Sellitto-. Entonces, después de matar a Kadesky y de prender fuego al circo, todo el mundo buscaría a Weir y no a quien es él realmente -frunció el ceño-. ¿Y quién demonios es?

– Arthur Loesser, el protegido de Weir.

El asesino dio un grito ahogado y lento al ver desvanecerse la última brizna de anonimato, y de esperanza de escapar.

– Pero si Loesser nos llamó -señaló Sellitto-. Estaba en el Oeste, en Nevada.

– No, no estaba en Nevada. Comprobé las llamadas telefónicas. En mi teléfono, la suya figuraba como «Número desconocido», ya que la realizó a través de una cuenta de pago por adelantado de conferencias. Llamaba desde una cabina de la calle Ochenta y siete oeste. No está casado. El mensaje de su buzón de voz en Las Vegas era falso.

– Y lo mismo hizo con el otro ayudante al que telefoneó, el tal Keating, haciéndose pasar por Weir, ¿no? -preguntó Sellitto.

– Eso es, preguntando por el incendio de Ohio con un tono misterioso y amenazante. Lo cual respalda lo que nosotros pensamos: que Weir estaba en Nueva York para vengarse de Kadesky. Tenía que dejar huellas de que Weir había resurgido; como encargar unas esposas Darby a su nombre, o, también, el arma que compró.

Rhyme examinó al asesino.

– ¿Qué tal va esa voz? -le preguntó, sardónico-. ¿Ya están mejor los pulmones?

– Sabe que están bien -le espetó Loesser. Los sonidos sibilantes y la voz baja habían desaparecido. No tenía nada en los pulmones. Sólo había sido otra estratagema para hacerles creer que era Weir.

Rhyme señaló con la cabeza el dormitorio.

– He visto algunos dibujos para carteles publicitarios ahí. Supongo que los has mandado hacer tú. El nombre que figura en ellos es «Malerick». ¿Eres tú, no?

El asesino asintió.

– Lo que le he dicho antes es verdad. Yo odiaba mi nombre anterior, odio cualquier cosa mía de la época anterior al incendio. Era demasiado duro el recuerdo de esos tiempos. Como me veo ahora es como Malerick… ¿Cómo lo averiguó?

– Después de que acordonaran el pasillo del Centro de Detención, usaste tu camisa para limpiar el suelo y las esposas -explicó Rhyme-. Pero, cuando me detuve a pensarlo, no comprendí el motivo. ¿Para limpiar la sangre? Eso no tenía ningún sentido. No. La única respuesta que se me ocurrió fue que querías deshacerte de tus huellas digitales. Pero te las acababan de tomar, así que, ¿por qué te preocupaba dejarlas en el pasillo? -Rhyme se encogió de hombros, con lo que daba a entender que la respuesta era bastante clara-. Porque tus huellas verdaderas eran diferentes de las que habían quedado recogidas en la ficha del Centro.

– ¿Y cómo coño se las arregló? -preguntó Sellitto.

– Amelia encontró restos de tinta fresca en la escena. Procedían de esta noche, cuando le tomaron las huellas. No eran pruebas importantes por sí mismas, pero lo que sí era significativo era que coincidían con la tinta que encontramos en la bolsa de deporte en el caso de Marston. Eso significaba que ha estado en contacto con tinta para huellas dactilares antes de hoy. Supongo que robó una ficha en blanco y estampó las huellas verdaderas de Erick Weir en casa. Y se la escondió en el forro de la chaqueta, utilizando esa cera adhesiva -nosotros buscábamos armas o llaves, no trozos de cartón- y, después, una vez que le hubieron tomado las huellas, distrajo a los técnicos e intercambió las fichas. De las nuevas, seguramente, se deshizo tirándolas en alguna parte o arrojándolas por el retrete.