«No, no, no, así no puede ser», pensó enfadada. Su madre no solía decir «Lo intentaré». No era su manera de dialogar. Podría haber dicho: «Allí estaré, querida. En la primera fila». O bien habría podido decir con frialdad: «Mañana no puedo. Tendrías que habérmelo dicho antes».
O cualquier otra cosa parecida, pero nunca «Lo intentaré». Algo como «Yo lo doy todo por ti, pero ¡ay de ti si no estoy de tu lado!».
Pero ahora no; ahora la mujer era apenas un ser humano. Como mucho, un niño durmiendo con los ojos abiertos.
La conversación que acababa de mantener Kara con su madre sólo había ocurrido en la optimista imaginación de la muchacha. Bueno, la parte de Kara había sido real. Pero la de su madre, desde «Bien, cielo. ¿Y cómo te va a ti la vida?», hasta el inconveniente de «Lo intentaré» habían sido pura invención de Kara.
No, su madre no había dicho ni una sola palabra ese día ni durante la visita de ayer. Ni en la anterior. Se había mantenido tendida junto a la ventana con la hiedra, en una especie de coma en vigilia. Había días que estaba así. Otros, podía estar completamente despierta, pero balbuceando unos disparates que daban miedo y que sólo confirmaban el éxito del ejército invisible que se movía sin cesar por su cerebro, arrasando la memoria y la razón.
Pero había una parte más perniciosa de aquella tragedia. De vez en cuando, aunque muy raramente, tenía un momento frágil de claridad que, por breve que fuera, negaba perfectamente su desesperación. Justo cuando Kara había logrado aceptar lo peor -que la madre que ella conocía se había perdido para siempre-, la mujer volvía a ser como antes de que tuviera la hemorragia cerebral. Y Kara se quedaba sin defensas, como se queda una mujer maltratada que perdona los golpes al marido ante una mínima muestra de arrepentimiento. En momentos como ése, Kara se convencía a sí misma de que su madre estaba mejorando.
Desde luego, los médicos dijeron que prácticamente no había esperanza de que así fuese. Aun así, ellos no habían estado al lado de su madre cuando, hacía varios meses, la mujer se despertó y se volvió de repente hacia Kara:
– Hola, cielo. Me comí las galletas que me trajiste ayer. Les pusiste más nueces, como a mí me gusta. ¡Al diablo con las calorías! -Una sonrisa de niña-. ¡Oh!, me alegro de que estés aquí. Quería contarte lo que hizo la señora Brandon anoche… con el mando a distancia.
Kara parpadeó, estupefacta. Porque, vaya, ella le había llevado a su madre el día anterior unas galletas y, en efecto, les había puesto más nueces. Y también la chalada de la señora Brandon, la del quinto piso, se había hecho con un mando a distancia, había desviado la señal por la ventana que estaba junto a la sala de enfermeras, con lo que los canales y el volumen se trastocaron como si se tratara de poltergeist, sembrando la confusión entre los residentes durante media hora.
¡Ahí estaba! ¿Qué mejor prueba que ésa de que su radiante madre, su madre de verdad, seguía ahí, dentro del armazón herido de su cuerpo, y algún día podría escapar?
Pero al día siguiente Kara se encontró con que su madre se quedaba mirándola fijamente, con desconfianza, y le preguntaba que qué hacía allí y que qué quería. Que si venía por lo de la factura de la luz de veintidós dólares con quince centavos, que ya la había pagado y, además, tenía el comprobante del cheque. Desde el episodio de las galletas de nuez y el mando a distancia, no se había vuelto a producir una situación semejante.
Kara estaba ahora acariciando el brazo de su madre, cálido, sin arrugas y rosado como el de un bebé. Sentía lo mismo que en todas sus visitas diarias: la terrible paradoja de desear llena de compasión que su madre se muriera, desear al mismo tiempo que volviera a ser la mujer vibrante que fue, y desear, en fin, que ella misma, Kara, pudiera escapar del terrible dilema de desear ambas opciones irreconciliables.
Una mirada al reloj. Tarde a la oficina, como siempre. Al señor Balzac no le gustaría. Los sábados eran los días que más trabajo tenían. Apuró la taza de café, la tiró y se dirigió caminando al pasillo.
Una mujerona negra de uniforme la saludó con la mano.
– ¡Kara! ¿Desde hace cuánto tiempo que estás aquí? -una amplia sonrisa en una cara amplia.
– Veinte minutos.
– Si lo sé, me hubiera pasado a haceros una visita -dijo Jaynene-. ¿Está despierta todavía?
– No. Ya estaba ausente cuando he llegado.
– Oh, lo siento.
– ¿Ha estado hablando antes? -preguntó Kara.
– Sí. Pero sólo ha dicho pequeñas cosas. No podría decir si estaba aquí o no. Parecía que sí… Qué día más hermoso, ¿no? Sephie y yo la vamos a llevar de paseo al patio un poco más tarde si está despierta. A ella le gusta. Siempre se siente mejor después.
– Tengo que irme a trabajar -le dijo Kara a la enfermera-. Oye, tengo una actuación mañana. En los almacenes. ¿Te acuerdas de dónde están?
– Claro. ¿A qué hora?
– A las cuatro. Pásate a verme.
– Mañana salgo pronto. Allí estaré. Después podemos tomarnos unas de esas margaritas de melocotón. Como la otra vez.
– Eso estará bien -contestó Kara-. ¡Tráete a Pete!
La mujer frunció el ceño.
– Muchacha, no es nada personal, pero la única manera de que ese hombre fuera a verte un domingo sería si actuaras en el intermedio del partido de los Knicks o los Lakers, y lo dan por la televisión.
– Pues no se hable más -replicó Kara.
Capítulo 5
Hace cien años, un financiero medianamente próspero podría haber llamado hogar a aquel sitio.
O el propietario de una tienda de ropa de caballero en el lujoso barrio comercial de la calle Catorce.
O tal vez algún político relacionado con Tammany Hall [2], astuto en el eterno arte de hacerse rico con un cargo público.
El actual propietario de la casa de Central Park West, sin embargo, no conocía o no le importaba, su procedencia. Tampoco el mobiliario de época victoriana o los objetos artísticos fin de siécle que en un tiempo adornaron aquellas salas tenían el mínimo atractivo para Lincoln Rhyme. A él le gustaba lo que tenía en ese momento a su alrededor: un caos de sólidas mesas, taburetes giratorios, ordenadores, aparatos científicos -un densímetro, un cromatógrafo de gases y un espectrómetro de masas-, microscopios, cajas de plástico de mil colores, probetas, tarros, termómetros, tanques de propano, anteojos, cajas cerradas negras o grises de formas extrañas que hacían pensar que contenían instrumentos musicales esotéricos.
Y alambres.
Alambres y cables por todas partes que ocupaban gran parte del limitado espacio de la habitación; algunos de ellos ordenadamente enrollados conectaban piezas de maquinaria contiguas, otros que desaparecían por unos agujeros irregulares, abiertos vergonzosamente en la homogeneidad de las paredes centenarias de listones y yeso.
El mismo Lincoln Rhyme se encontraba, en gran medida, sin cables. Los adelantos en la tecnología de infrarrojos y radio habían hecho posible la conexión entre el micrófono de su silla de ruedas y de la cama del piso superior y unidades de control ambiental y ordenadores. Rhyme dirigía su Storm Arrow manejando con el dedo anular de la mano izquierda un teclado MKIV, pero al resto de los comandos, desde las llamadas telefónicas, el correo electrónico, el traslado de imágenes procedentes de su microscopio compuesto a monitores de ordenador, podía acceder utilizando su voz.
También podía controlar su receptor Harmon Kardon 8000, que inundaba en ese momento todo el laboratorio con un agradable solo de jazz.
– «Comando. Apagar estéreo» -ordenó Rhyme de mala gana al oír el portazo con el que se cerraba la puerta principal.
La música cesó, y la sustituyó el sonido irregular de unas pisadas procedentes del vestíbulo y el salón. Una de las visitas era Amelia Sachs, Rhyme lo sabía. Para ser una mujer alta, tenía unas pisadas decididamente ligeras.