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– Mamá -dijo Kara suavemente.

Su madre sonrió al acordarse de algo, y movió la cabeza negativamente.

– Un barco… Bien, pues la empresa marchaba de maravilla, y la gente estaba sorprendida, porque…, bueno…, porque Tom nunca había sido muy brillante. -Los ojos de la madre se iluminaron-. Pero, ¿sabes lo que él solía decirles?

– ¿Qué, mamá?

– Que las apariencias engañan.

– Eso está bien -susurró Kara.

– Ay, a ti te hubiera encantado ese hombre, Jenny. ¿Sabías que una vez estuvo con el presidente de los Estados Unidos? ¿Y que jugó al ping-pong en China?

Sin advertir el silencioso llanto de su hija, la anciana continuó contándole a Kara el resto de la historia de Forrest Gump, la película que acababa de ver en la televisión. El tío de Kara se llamaba Gil, pero en la fantasía de su madre era Tom, seguramente por el nombre del actor, Tom Hanks. La propia Kara se había convertido en Jenny, la novia de Forrest.

No, no, no, pensó Kara llena de desesperación. No he llegado a tiempo, después de todo.

El alma de su madre había vuelto, y se había ido otra vez, dejando sólo ilusión.

El cuento de la mujer se fue convirtiendo en un torrente embrollado que iba del barco de gambas en el Golfo a otro barco atunero en el Atlántico Norte al que sorprendió algo parecido a una «tormenta perfecta», y de ahí a un transatlántico que se hundió mientras su hermano, vestido de esmoquin, tocaba el violín en cubierta. Pensamientos, recuerdos e imágenes procedentes de una docena de películas o libros se mezclaban con los recuerdos verdaderos. Pronto, el «tío» de Kara, como cualquier otro rastro de coherencia, se desvanecieron completamente.

– Está ahí afuera -dijo la anciana con resolución-. Yo sé que está afuera -cerró los ojos.

Kara se inclinó hacia adelante en la silla, apoyando con delicadeza la mano en el suave brazo de su madre, hasta que la mujer se quedó dormida. Pensaba: «Pero hace un rato ha estado en sus cabales; si no, Jaynene no me habría llamado al busca».

Y si había sucedido una vez, pensó desafiante, podría pasar otra.

Por fin, Kara se levantó y se dirigió al oscuro pasillo, mientras pensaba en que, por mucho talento que tuviera como artista, era incapaz de hacer lo que tan desesperadamente deseaba: transportar por arte de magia a su madre a ese lugar en el que los corazones alimentados por el afecto se consumían cálidamente durante el resto de los años que Dios les tenía concedidos; en el que las mentes retienen a la perfección todos los capítulos de la rica historia familiar; en el que los abismos aparentes que separan a los seres queridos se convierten, al final, en meros efectos, en ilusiones temporales.

Capítulo 49

Gerald Marlow, un hombre de pelo abundante y crespo, era el jefe de la División de Servicios de Patrulla del NYPD. Su actitud resuelta la había forjado durante sus veinte años de rondas, y la había templado durante otros quince en los que desempeñó otro puesto, mucho más arriesgado: supervisar a los agentes que hacían rondas parecidas.

En ese momento, la mañana del lunes, Amelia Sachs estaba más o menos firme ante él, deseando que sus rodillas no advirtieran las navajas afiladas que les clavaba la artritis. Estaban en el amplio despacho de Marlow, en uno de los pisos altos del Gran Edificio del número uno de Police Plaza, en el sur de la ciudad.

Marlow levantó la vista del informe que había leído y observó el impecable planchado del uniforme azul marino que vestía Sachs.

– Ah, siéntese, oficial. Discúlpeme. Tome asiento… Así que… hija de Hermán Sachs…

Sentada, notó cierta vacilación en las últimas palabras de la frase. ¿Había sustituido en el último momento la palabra «chica»?

– Exacto.

– Yo estuve en el entierro.

– Lo recuerdo.

– Fue un buen entierro.

Si los entierros pueden serlo.

Con los ojos clavados en ella y una postura erguida, Marlow continuó:

– Muy bien, oficial, vayamos al grano: tiene algunos problemas.

Sachs sintió esas palabras como si fueran un puñetazo.

– Disculpe, señor…

– Una Escena del Crimen el sábado, cerca del río Harlem. El coche que se metió en el agua. ¿Se encargó usted de eso?

Allí fue donde el Mazda de El Prestidigitador se llevó por delante la chabola de Carlos antes de ir a darse un baño.

– Sí, exacto.

– Arrestó a alguien en esa escena -dijo Marlow.

– ¡Ah!, es eso. No fue en realidad un arresto. Ese tipo se coló en la zona acordonada y se puso a cavar. Hice que lo escoltaran y que lo detuvieran.

– Detenido, arrestado…, el asunto es que estuvo bajo custodia durante algún tiempo.

– Claro. Necesitaba que no me molestara. La escena estaba aún en curso.

Sachs estaba empezando a recuperarse. Ese detestable ciudadano había puesto una denuncia. Sucedía todos los días. Nadie prestaba atención a ese tipo de sandeces. Así que empezó a relajarse.

– Bueno, pues el tipo era Víctor Ramos.

– Sí, creo que me lo dijo.

– Víctor Ramos, miembro del Congreso.

La relajación se esfumó.

El capitán abrió un ejemplar del Daily News de New York.

– Veamos…, veamos…, ah, aquí. Levantó el periódico y mostró las páginas centrales, en las que aparecía una gran fotografía del hombre en cuestión esposado en la escena del crimen. El titular decía: «Víctor, detenido».

– ¿Les dijo a los agentes de la escena que le detuvieran?

– Él estaba…

– ¿Lo hizo?

– Creo que sí, señor, sí.

– Él alega que estaba buscando supervivientes -comentó Marlow.

– ¿Supervivientes? -exclamó ella soltando una carcajada-. Era una chabola de tres metros cuadrados, ocupada ilegalmente, contra la que chocó el coche del asesino de camino al río. Parte de un muro se derrumbó y…

– Me parece que se está acalorando un poco usted, oficial.

– …y creo que una bolsa de envases vacíos se rajó… Ésos fueron los únicos daños. Los del equipo médico desalojaron la chabola y yo la cerré. Los únicos seres vivos que había dentro dignos de rescate eran los piojos.

– Ahá -dijo Marlow sin alterarse, incómodo por el genio que mostraba ella-. Ramos dijo que sólo estaba comprobando que todos los que vivían allí estaban a salvo.

– Los propietarios de la vivienda -dijo ella con incontrolada ironía- salieron por su propio pie. No hubo heridos, aunque creo que uno de ellos se hizo después un cardenal en la mejilla cuando ofreció resistencia al arresto.

– ¿Arresto?

– Intentó robarle la linterna a un bombero, y luego se orinó en él.

– Oh, cielo santo…

– Estaban ilesos, estaban drogados y eran unos capullos -masculló Sachs-. ¿Son esos los ciudadanos por los que se preocupa Ramos?

La mueca del capitán, que tenía algo de cautela y algo de afinidad con lo expresado por Amelia, se desvaneció. La emoción fue sustituida enseguida por una fachada burocrática.

– ¿Sabe con certeza si Ramos destruyó pruebas que hubieran sido relevantes para atrapar al sospechoso?

– Si las había o no da completamente igual, señor. Lo que importa es el procedimiento. -Sachs luchaba por mantenerse tranquila, por suavizar el tono de voz. Después de todo, Marlow era el jefe del jefe de su jefe.