El criminalista advirtió el tono de voz y la mirada que había en los ojos de su colega. Llevaban años trabajando juntos y podía leer todas las emociones que expresaba el poli, sobre todo cuando había algo que le preocupaba. ¿Y ahora, qué pasará?, se preguntaba.
– Acabo de tener noticias del jefe de Patrullas. Se trata de Amelia. -Sellitto carraspeó.
El corazón de Rhyme dio un inconfundible redoble en su pecho. Él nunca lo notaba, desde luego, aunque sí una oleada de sangre en el cuello, la cabeza y la cara.
Sus pensamientos: bala, accidente de coche.
Sin alterarse, dijo en voz baja:
– Dime.
– Ha suspendido. El examen para sargento.
– ¿Cómo?
– Sí.
El intenso alivio se convirtió al instante en un sincero pesar por ella.
– Todavía no es oficial -continuó el detective-. Pero lo sé.
– ¿Dónde lo has oído?
– Por el radar de la policía…, me lo ha dicho un pajarito…, yo qué sé. Sachs es una estrella. Cuando pasa algo así, sobran las palabras…
– ¿Y la nota que sacó?
– A pesar de la nota que sacó.
Rhyme acercó la silla al laboratorio. El detective, que estaba especialmente arrugado ese día, le siguió.
Resultó que la causa era Sachs y nada más que Sachs. Había mandado que alguien saliera de la escena de un crimen que se estaba investigando y, como no obedeció, le esposó.
– ¡Mala suerte, porque resulta que el tipo en cuestión era Víctor Ramos!
– El congresista. -Lincoln Rhyme apenas sentía interés por la política local, pero conocía a Ramos: un tipo oportunista que había tenido abandonados a sus electores latinos en el Harlem hispano hasta hacía poco tiempo, cuando el clima de corrección política, y el volumen del electorado, significaban que si se ganaba sus simpatías podría hacerle optar por Albany o por un escaño en Washington.
– ¿Pueden suspenderla?
– ¡Vamos, Linc! Esos cabrones pueden hacer lo que quieran. Incluso están hablando de suspenderla de empleo y sueldo.
– Puede luchar. Ella luchará contra eso.
– Ya sabes lo que les pasa a los polis de a pie que se enfrentan a los de arriba… Las probabilidades son que, incluso si gana ella, la envíen al este de Nueva York. Qué coño, incluso peor, la pondrán detrás de un escritorio en el este de Nueva York.
– ¡Joder! -soltó el criminalista.
Sellitto caminaba de un lado a otro de la habitación, saltando por encima de los cables y echando miradas a las pizarras del caso de El Prestidigitador. El detective acabó por sentarse en una silla, que crujió bajo su peso. Se masajeó un michelín que se le formó debajo de la cintura; aquél último caso había afectado seriamente a su régimen.
– Una cosa… -empezó a decir en un tono suave y con cierto aire de conspiración.
– ¿Sí?
– Hay un tipo; ese tipo que yo conozco…, el que acabó con la corrupción de la Dieciocho.
– ¿Donde desaparecían continuamente crack y caballo del armario de las pruebas, hace unos pocos años?
– Sí, ése. Tiene grandes contactos en todo el Gran Edificio. El inspector le escuchará a él, y él me escuchará a mí. Está en deuda conmigo. -Hizo un gesto despectivo con el brazo dirigido a las pizarras con las pruebas-. ¡Y mira lo que acabamos de hacer, joder! Hemos atrapado a un asesino de primera. Déjame que le llame, que toque algunos resortes para ayudarla.
Los ojos de Rhyme recorrieron también las pizarras, los equipos, las mesas de examen, los libros, todo dedicado a la ciencia de analizar las pruebas que Sachs había logrado conseguir, a base de ingenio o de fuerza física, de Escenas de Crímenes a lo largo de los últimos años en que habían estado juntos.
– No sé -dijo Rhyme.
– ¿Qué pasa?
– Si se convirtiera en sargento por esos medios, no sería gracias a su propio esfuerzo.
– Tú sabes lo que significa para ella esta promoción, Linc.
Sí, lo sabía.
– Mira, lo que estamos haciendo es jugar según las reglas de Ramos. Lo que quiere es asegurarse de que nosotros hagamos lo mismo. Que equilibremos la partida, vaya. -A Sellitto le agradó su idea-. Amelia no se enterará nunca. Yo le diré al tipo que mantenga el pico cerrado. Y lo hará.
Tú sabes lo que significa para ella esta promoción…
– Entonces, ¿qué piensas? -preguntó el detective.
Rhyme guardó silencio un momento. Buscaba la respuesta en los callados equipos de investigación forense que le rodeaban y, después, en la neblina verde de los brotes primaverales que coronaban los árboles de Central Park.
Habían reparado todas las rozaduras de la carpintería y habían «escamoteado» todos los rastros del fuego, según lo expresó Thom (con mucho ingenio, en opinión de Rhyme). Aún quedaba cierto olor a humo, pero eso le recordaba al criminalista a un buen whisky escocés y, por tanto, no suponía problema alguno.
En ese momento, medianoche, con la habitación a oscuras, Rhyme estaba tendido en su cama Flexicair mirando por la ventana. Afuera se oyó el revoloteo de un halcón, una de las más elegantes criaturas de Dios, que se posó en la cornisa. En función de la luz y de su grado de alerta, los pájaros parecían encoger o aumentar de tamaño. Esa noche parecían más grandes que durante el día, con unas formas espléndidas. Aunque también amenazadoras: no les gustaba el ruido que llegaba del Cirque Fantastique de Central Park.
Bueno, tampoco puede decirse que Rhyme estuviera muy contento al respecto. Hacía diez minutos que se había quedado dormido y un estallido de aplausos procedente de la carpa le había despertado.
– Deberían imponer un toque de queda para eso -se quejó Rhyme a Sachs, tendida junto a él en la cama.
– Yo podría disparar al generador -respondió con una voz nítida. Al parecer, ella no se había dormido. Tenía la cabeza sobre la almohada, junto a la de él; los labios rozándole el cuello, en el que Rhyme sentía el ligero cosquilleo de su pelo y la fresca y tersa suavidad de su piel. Y más cosas: los pechos de ella contra el pecho de él, el vientre contra la cadera, la pierna sobre la pierna. Rhyme lo sabía sólo porque lo veía, por supuesto; no tenía una prueba sensorial del contacto. Pero saboreaba igual esa proximidad.
Sachs obedecía siempre la regla de Rhyme en virtud de la cual los encargados de recorrer una cuadrícula no llevaran perfume, ya que podían pasar por alto pruebas olfativas de la escena. Pero en ese momento no estaba de servicio, y él detectó en su piel un agradable y complejo olor que asoció con el jazmín, las gardenias y el aceite sintético de motor.
Estaban solos en el apartamento. Habían mandado a Thom al cine con su amigo Peter, y habían pasado la noche con unos CD nuevos, cien gramos de caviar sevruga, galletitas Ritz y abundante Móet, a pesar de la dificultad que le suponía beber champán con pajita. En ese momento, en la oscuridad, Rhyme pensaba de nuevo en la música, en cómo un sistema tan puramente mecánico de tonos y ritmo podía arrebatarle a uno por completo. Era algo que le fascinaba. Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que la cuestión no debía de ser tan misteriosa como parecía. La música estaba, después de todo, fuertemente enraizada en su mundo: ciencia, lógica y matemáticas.
¿Cómo se acometería la composición de una melodía? Si la terapia de ejercicios que estaba realizando surtiera efecto al final…, ¿podría apretar los dedos contra un teclado? Mientras pensaba esto, advirtió que Sachs levantaba los ojos y le miraba a la cara en la penumbra.
– ¿Te has enterado de lo del examen para sargento?
Un instante de duda.
– Sí -respondió. Toda la noche había evitado escrupulosamente sacar el tema; ya se encargaría Sachs de ello cuando estuviera preparada. Hasta entonces, la cuestión no se había suscitado.
– ¿Sabes lo que pasó?
– Todos los detalles, no. Supongo que pertenece a la categoría de «funcionario del Estado casi corrupto y que actúa por interés propio contra poli encargada de Escena del Crimen, heroica y que trabaja demasiadas horas». ¿Algo así?