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– ¿Ha solicitado usted el traslado de un preso, detective?

Bell señaló con la cabeza hacia el rincón de la habitación.

– Ahí está. Ya le he leído sus derechos.

La mujer miró hacia la esquina, donde se hallaba Kara boca abajo, y dijo:

– Muy bien, pues me la llevo. -Dudó un instante-. Pero antes me gustaría hacer una pregunta.

– ¿Una pregunta? -dijo Rhyme frunciendo el ceño.

– ¿Pero qué dice, oficial? -preguntó Bell.

Haciendo caso omiso del detective, la oficial examinó a Kadesky.

– ¿Podría enseñarme algún documento de identificación, señor?

– ¿Yo? -preguntó el empresario circense.

– Sí, señor. Necesito ver su permiso de conducir.

– ¿Quiere mi carné otra vez? Ya se lo enseñé el otro día.

– Señor, se lo ruego…

De mala gana, el hombre se echó mano al bolsillo y sacó la cartera.

Pero esa cartera no era la suya.

Kadesky se quedó mirando la gastada billetera de piel de cebra.

– Un momento, yo…, yo no sé qué es esto.

– ¿No es suya? -le preguntó la agente.

– No -dijo él, preocupado. Empezó a palparse los bolsillos-. No sé…

– ¿Ve? Eso es lo que me temía -dijo la agente-. Lo siento, señor. Queda arrestado por carterista. Tiene derecho a permanecer en silencio…

– ¡Menuda gilipollez! -dijo Kadesky entre dientes-. Debe de haber algún error. -Abrió la billetera y se quedó mirándola unos instantes. Acto seguido soltó una carcajada de asombro y mostró a todos el carné de conducir: era el de Kara.

En el interior había una nota manuscrita. Se cayó al suelo. La recogió.

– Dice «Has caído en la trampa» -leyó Kadesky, entornando los ojos y estudiando atentamente a la agente primero, y después el permiso de conducir.

– Espere un poco; ¿no es ésta?

La «oficial» se rió y se quitó las gafas. A continuación, la gorra de policía y la peluca morena que llevaba debajo, dejando al descubierto de nuevo el pelo rojizo y corto. Con una toalla que le ofreció Roland Bell -que ahora se reía abiertamente-, la joven se limpió el maquillaje de color moreno, se quitó las pobladas cejas y las uñas rojas postizas que tapaban las suyas, de un negro brillante. Le quitó al atónito Kadesky su cartera y le devolvió la suya, que había cogido cuando se abrió paso entre él y Sachs en su «huida» hacia la puerta.

Sachs negaba con la cabeza, demasiado sorprendida para reaccionar. Tanto ella como Kadesky tenían la mirada fija en el cuerpo que había tendido en el suelo.

La joven ilusionista se acercó al rincón y levantó «el cuerpo»: un armazón ligero con la forma de una persona tendida boca abajo. La parte de la cabeza estaba cubierta por pelo corto de color rojizo-púrpura, y la parte del tronco tenía ropa parecida a los vaqueros y la cazadora que vestía Kara cuando Bell la había esposado. Los brazos del atuendo terminaban en lo que resultaron ser unas manos de látex, unidas por las esposas de Bell, de las que Kara había sacado sus propias manos para luego sustituirlas por otras falsas.

– «Es un artificio» -anunció Rhyme a los presentes, señalando con la cabeza al armazón-. Una falsa Kara.

Cuando Sachs y los demás habían vuelto la cabeza para mirar la pizarra, obedeciendo a la desorientación de Rhyme, Kara había aprovechado para liberarse de las esposas, desplegar la estructura en forma de cuerpo humano, deslizarse en silencio hacia la puerta y disfrazarse a toda velocidad en el pasillo.

Kara empezó a plegar la muñeca, que quedaba reducida a un paquete del tamaño de una almohada pequeña (cuando llegó lo llevaba escondido debajo de la chaqueta). El artificio no hubiera pasado un examen de cerca, pero en la penumbra y con un público que no sospechaba nada y al que habían desorientado, nadie se dio cuenta de que no era en realidad la joven.

Kadesky estaba haciendo gestos negativos con la cabeza.

– ¿Has hecho todo el número de escapismo y de transformismo en menos de un minuto?

– En cuarenta segundos.

– ¿Cómo?

– El efecto ya lo ha visto -le dijo Kara-. Creo que me guardaré el método para mí.

– Entonces, supongo que todo este montaje se debe a que quieres que te haga una prueba -dijo Kadesky con cinismo.

Kara dudó unos instantes y Rhyme lanzó a la joven una mirada punzante.

– No. Todo este montaje ha sido la prueba. Quiero un empleo.

Kadesky la estudió con atención.

– Esto sólo ha sido un truco. ¿Tienes más?

– Muchos.

– ¿Cuántas veces te has llegado a cambiar en una sola función?

– Cuarenta y dos. Treinta personajes. Durante un número de treinta minutos.

– ¿Cuarenta y dos en media hora? -preguntó el productor, las cejas arqueadas.

– Así es.

Kadesky deliberó sólo unos cuantos segundos.

– Ven a verme la próxima semana. No pienso acortar las actuaciones de los artistas que están trabajando ahora. Pero sí podrían utilizar una ayudante y suplente. Y tal vez puedas hacer algunas actuaciones en nuestro campamento de invierno en Florida.

Rhyme y Kara intercambiaron miradas. Él hizo un enérgico gesto afirmativo con la cabeza.

– De acuerdo -le dijo la joven a Kadesky. Le estrechó la mano.

Kadesky miró la silueta de resortes y alambres que les había engañado.

– ¿La has hecho tú?

– Sí.

– Seguro que querrás patentarla…

– No se me ha ocurrido, gracias. Lo pensaré.

Kadesky volvió a examinarla.

– Cuarenta y dos en treinta minutos…

Hizo un gesto de despedida con la cabeza y salió de la habitación. Parecía que tanto él como Kara hubieran comprado un bonito coche deportivo a muy bajo precio. Sachs soltó una carcajada.

– ¡Maldita sea! Me has tomado el pelo. -Miró a Rhyme-. Los dos.

– ¡Eh, un momentito! -intervino Bell fingiéndose dolido-. Yo también he participado. Yo soy el que la ató de pies y manos.

Sachs volvió a sacudir la cabeza, sorprendida.

– ¿Y cuándo planeasteis todo esto?

Todo había empezado la noche anterior, según explicó Rhyme, mientras él estaba tendido en la cama escuchando la música que llegaba del Cirque Fantastique, la voz apagada del maestro de ceremonias, los aplausos y las risas del público. Sus pensamientos habían girado hacia Kara, hacia su excelente actuación en Smoke & Mirrors. Recordó la falta de confianza en sí misma de la que adolecía la joven y el influjo que ejercía sobre ella Balzac.

Recordó también lo que Sachs le había contado sobre el avanzado estado de senilidad de la madre de Kara, lo que le movió a invitar a Jaynene la mañana siguiente.

«Voy a hacerte otra pregunta», le había dicho Rhyme a la enfermera. «Piensa en ella antes de responder. Y necesito que seas totalmente sincera.»

La pregunta era: ¿hay alguna posibilidad de que la madre de Kara recupere su estado normal alguna vez?

Jaynene había dicho:

«¿Que si recobrará la razón, es eso lo que quiere decir?»

«Exacto. ¿Se recuperará?»

«No.»

«¿Así que Kara no se la va llevar a Inglaterra?»

«No, no, no», había dicho con una risa triste. «Esa mujer no va a ir a ningún sitio.»

«Kara dijo que no podía dejar el trabajo porque necesita el dinero para que su madre siga en la residencia.»

«Ella necesita cuidados, desde luego, pero no en nuestro centro. Kara paga rehabilitación, actividades de recreo y atención médica. Cuidados a corto plazo. La madre de Kara ni siquiera sabe en qué año vive. Podría estar en cualquier otro sitio. Lamento decirlo así, pero lo único que ella necesita en este momento es mantenimiento.»

«¿Qué pasará si va a una residencia para una estancia a largo plazo?»

«Que iría empeorando hasta que le llegara la hora. Lo mismo que si se quedara con nosotros, sólo que no arruinaría a Kara.»

Después de la conversación, Jaynene y Thom se habían ido a comer juntos, y, por supuesto, a compartir batallitas sobre las personas que cuidaban. Luego, Rhyme había llamado a Kara. Ella había acudido a verle y habían hablado. La conversación fue incómoda: a él nunca se le habían dado bien las cuestiones personales. Enfrentarse a un asesino sin corazón era fácil en comparación con inmiscuirse en la delicada alma de la vida de una persona.