– Llegas tarde -le dijo el mago con brusquedad. Entonces se dio cuenta de que ella no había dejado el bolso detrás del mostrador como solía hacer. Le miró las manos: no llevaba una taza de café. Eso fue, desde luego, lo que la delató.
– ¿Qué? -preguntó con un gesto de contrariedad, dando una calada al cigarrillo-. Dime.
– Me voy.
– ¿Que te…?
– He hablado con Ed Kadesky. Tengo trabajo en el Cirque Fantastique.
– ¿Con ellos? ¿Con Kadesky? No, no, no…, es un error por tu parte. Eso no es magia; eso es…
– Eso es lo que yo quiero hacer.
– Ya hemos comentado esto docenas de veces. Todavía no estás preparada. Eres buena, pero no excelente.
– No importa -dijo ella con firmeza-. Lo que importa es subirse a un escenario. Actuar.
– Si te apresuras…
– ¿Apresurarme, David? ¿Apresurarme? ¿Cuándo estaré preparada? ¿El año que viene? ¿Dentro de cinco años? -Habitualmente a Kara le costaba mantenerle la mirada; pero aquel día no apartó la vista de sus ojos al decirle-: ¿Me dejaría marchar alguna vez?
Un silencio mientras Balzac ordenaba papeles, los arrojaba sobre el mostrador lleno de manchas y rajaduras.
– Kadesky -dijo en tono burlón-. ¿Y en qué vas a trabajar para él?
– Primero como ayudante. Luego, alguna actuación en solitario en las funciones de invierno en Florida. Y después, quién sabe…
– Es un error -le dijo tras apagar el cigarrillo-. Malgastarás el talento que tienes. A lo que él se dedica no es al tipo de ilusionismo que yo te he enseñado.
– He conseguido el trabajo gracias a lo que usted me ha enseñado.
– Kadesky -volvió a decir con desdén-. La nueva magia.
– Exacto. Pero también haré los números que me ha enseñado usted. La metamorfosis, ¿se acuerda?: lo viejo se convierte en nuevo.
Aunque Balzac no sonrió, Kara advirtió que la referencia a su número le había complacido.
– David, yo quiero seguir estudiando con usted. Cuando vuelva a la ciudad desearía que me diera clases. Le pagaré.
– No creo que eso funcione. No se pueden tener dos maestros -dijo entre dientes. Al ver que Kara permanecía en silencio, accedió a regañadientes-: Tendríamos que ver… Probablemente no tenga tiempo, es lo más seguro.
Kara se subió la correa del bolso en el hombro, que se le estaba cayendo.
– ¿Y… ahora mismo? ¿Te vas ya? -le preguntó Balzac.
– Sí. Creo que es lo mejor.
Él asintió.
– Bueno, pues… -dijo Kara.
– Adiós, entonces. -Fue la despedida formal del ilusionista, que se colocó detrás del mostrador y no dio pie a nada más.
Luchando por contener las lágrimas, Kara se dirigió hacia la puerta.
– ¡Espera! -le gritó cuando ya casi estaba fuera. Balzac se metió en la parte trasera de la tienda y volvió hasta donde estaba Kara. Llevaba algo en la mano y lo dejó bruscamente en las de ella. Era la caja de puros que contenía los pañuelos de seda de colores de Tarbell.
– Toma, toma esto… Me gustó cómo te salió. Fue un truco contundente.
Ella recordó la ovación que recibió. Ah…
Kara se acercó a él y le dio un abrazo rápido. Pensó que era el primer contacto físico que habían tenido desde que le estrechó la mano al conocerle, hacía dieciocho meses.
Él le contestó con un abrazo torpe y envarado, tras el que se apartó de ella.
Kara salió de la tienda, se detuvo y se volvió para decir adiós a Balzac con la mano. Pero había desaparecido en la penumbra de algún rincón del establecimiento. Metió la caja con los pañuelos en el bolso y se dirigió hacia la Sexta Avenida, que la llevaría hasta el sur, hasta su apartamento.
Capítulo 52
El homicidio era, en efecto, enigmático.
Un doble asesinato en una zona desierta de Roosevelt Island, esa franja estrecha de apartamentos, hospitales y ruinas fantasmales en el East River. Ya que el tranvía deja a los residentes cerca del edificio de Naciones Unidas en Manhattan, muchos diplomáticos y empleados de la ONU vivían en esa isla.
Y fue a dos de esos vecinos, dos subdelegados de los Balcanes, a los que se encontró asesinados, con dos disparos cada uno en la nuca y las manos atadas.
Había unas cuantas cosas curiosas que Amelia Sachs había localizado al investigar la Escena del Crimen. Había encontrado ceniza procedente de un tipo de cigarrillo que no figuraba en las bases de datos de tabaco, ni federales ni estatales; restos de una planta que no pertenecía a la flora autóctona, y huellas de una maleta pesada que, según los indicios, habían colocado y abierto junto a las víctimas, después de haberles disparado.
Y lo más extraño de todo era el hecho de que a cada uno de ellos le faltaba el zapato derecho. No los pudieron encontrar por ninguna parte.
– El zapato derecho a ambos, Sachs -dijo Rhyme mirando a la pizarra con las pruebas, frente a la cual se hallaban, él sentado y ella paseando de un lado a otro de la habitación-. ¿Qué conclusión podemos sacar de eso?
Pero la pregunta se quedó en el aire, ya que el móvil de Sachs comenzó a sonar. Era la secretaria del capitán Marlow, que preguntaba si Sachs podía acudir a una reunión. Ya habían transcurrido varios días desde que cerraron el caso del Prestidigitador, y otros cuantos desde que se había enterado de las acciones que había emprendido Víctor Ramos contra ella. No había tenido ninguna otra noticia sobre su suspensión de empleo y sueldo.
– ¿Cuándo? -preguntó Sachs.
– Bueno, pues ahora -respondió la mujer.
Sachs desconectó y, lanzando una mirada y una sonrisa hermética a Rhyme, dijo:
– Aquí está. Tengo que ir.
Se quedaron mirándose el uno al otro unos instantes; luego, Rhyme le hizo un gesto con la cabeza y ella se dirigió a la puerta.
Media hora después, Sachs estaba en el despacho del capitán Gerald Marlow, sentada al otro lado de la mesa, mientras él leía uno de sus expedientes escritos en papel Manila.
– Un segundo, oficial. -Continuó revisando fuera lo que fuese que tanto le absorbía, haciendo de vez en cuando alguna anotación.
Sachs comenzó a sentirse inquieta. Se hurgaba las cutículas, las uñas… Transcurrieron dos minutos interminables. Oh, por Dios bendito, pensó ella, y acto seguido dijo al fin:
– Bueno, señor, ¿qué ha pasado con él? ¿Se ha echado para atrás?
Marlow hizo una marca en la hoja que estaba leyendo y levantó la vista.
– ¿Quién?
– Ramos. Me refiero al examen para sargento.
Y también a ese otro gilipollas vengativo, al poli libidinoso del ejercicio de valoración.
– ¿Echarse para atrás? -preguntó Marlow. Le sorprendió la ingenuidad de Sachs-. Bueno, oficial, eso no ha estado nunca entre las posibilidades.
En cuyo caso, sólo había un motivo para aquel encuentro cara a cara, y Sachs lo comprendió de pronto con la cruda claridad del primer disparo de pistola en un campo de tiro al aire libre. Ese primer tiro… antes de que los disparos repetidos entumezcan los músculos, las orejas y la piel. Sólo había una razón para que la hubieran convocado. Marlow iba a reclamar a Sachs el arma y la placa. Ya estaba suspendida.
Mierdamierdamierda…
Se mordió la parte interior del labio.
Cerrando la carpeta con cuidado, Marlow lanzó a Sachs una mirada paternal que la incomodó; era como si el castigo que le habían impuesto fuera tan severo que era necesario amortiguarlo con un poco de amabilidad.