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– Tomo nota, señor.

– Ahora, si me disculpa, oficial…, es decir, detective. Tengo unos cinco minutos para aprenderme todo lo que hay que saber sobre seguros.

Afuera, en Centre Street, Amelia Sachs dio un rodeo alrededor de su Camaro y examinó los daños producidos en el lateral y en la parte delantera a consecuencia del choque con el Mazda de Loesser en Harlem.

Volver a poner en forma al pobre vehículo precisaría una reparación en profundidad.

Los coches eran su fuerte, desde luego. Era una entendida: conocía la posición así como la forma, la longitud y el par de torsión de cada uno de los tornillos y pernos que había en el automóvil. Y era probable que en su garaje de Brooklyn tuviera los reparadores de abolladuras, los martillos redondeados, las rectificadoras y cualquier otra herramienta que le hiciera falta para reparar ella misma casi todos los daños.

Pero a Sachs no le gustaba el trabajo físico. Lo consideraba aburrido -como también había sido aburrido, de alguna manera, el trabajo como modelo o salir con policías guapos, creídos y hábiles con las armas-. No se trataba de una interpretación psicoanalítica del asunto, pero tal vez había algo en ella que la hacía desconfiar de lo aparente, de lo superficial. Para Amelia Sachs la sustancia de los coches estaba en sus corazones y en sus almas calientes: en el furioso redoble de las varillas y los pistones, en el gruñido de las correas, en el beso perfecto de los engranajes que convertían una tonelada de metal, cuero y plástico en pura velocidad.

Decidió que llevaría el coche a un taller de Astoria, en Queens. Ya había acudido a él con anterioridad: los mecánicos que trabajaban allí tenían talento, eran más o menos honrados y veneraban los coches potentes como éste.

Se acomodó en el asiento delantero y puso en marcha el motor, cuyo traqueteo atrajo la atención de media docena de policías, abogados y empresarios que andaban por allí. Conforme se alejaba de la zona policial tomó otra decisión. Hacía algunos años, después de unos arreglos de zonas oxidadas, había decidido cambiar el color negro que el coche traía de fábrica y lo había pintado de un amarillo muy vivo. La elección había obedecido a un impulso, pero, ¿por qué no? ¿No debían reservarse los caprichos para las decisiones acerca del color con el que una iba a pintarse las uñas de los pies, el pelo o el coche?

Pero ahora pensó que, puesto que el taller tendría que sustituir una cuarta parte de la chapa metálica -que de todas formas habría que pintar otra vez- elegiría un tono diferente. El que se le ocurrió al instante fue un rojo como el de los coches de bomberos. Era una tonalidad que tenía un doble significado para ella. No sólo era el color que su padre siempre había pensado que era el adecuado para los coches potentes, sino que haría juego con el deportivo de Rhyme: la silla de ruedas Storm Arrow.

Era el tipo de sentimentalismo ante el que el criminalista mostraría la más absoluta indiferencia, aunque en el fondo le encantaría sobremanera.

Definitivamente, pensó Sachs, optaría por el rojo.

Pensó que iría derecha a dejar el automóvil en el taller, pero lo pensó mejor y decidió esperar. Podía llevar ese coche destartalado unos cuantos días más; era algo que había hecho frecuentemente en su adolescencia. Lo que deseaba en ese momento era volver a casa, a la casa de Lincoln Rhyme, para compartir con él la noticia de la alquimia que había convertido su placa de plateada en dorada… y ponerse a trabajar de nuevo para desentrañar los espinosos misterios que les esperaban: dos diplomáticos asesinados, vegetación foránea, unas huellas curiosas en un suelo embarrado y un par de zapatos desaparecidos.

Los dos del pie derecho.

Agradecimientos

Deseo expresar mi gratitud a Jane Davis, que practica una magia sin igual, con un estilo propio, al supervisar mi página web; a mi hermana y también escritora Julie Reece Deaver; a mi querido amigo y extraordinario autor de novelas de misterio John Gilstrap, y a Robby Burroughs, que me acompañó a la función del Big Apple Circus, donde se forjó esta historia.

También me fueron de gran utilidad para escribir esta novela las siguientes fuentes: The Creative Magician's Handbook, de Marvin Kaye; The Illustrated History of Magic, de Milbourne y Maurine Christopher; The Magic and Methods of Ross Bertram, de Ross Bertram; Magicians and Illusionists, de Adam Woog; The Annotated Magic of Slydini, de Slydini y Gene Matsuura; The Tarbell Course in Magic, de Harían Tarbell; Houdini on Magic, de Walter B. Gibson y Morris N. Young, eds., y Magic in Theory, de Peter Lamont y Richard Wiseman.

Jeffery Deaver

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