Luego, oyó el característico ruido de fuertes pisadas de los pies grandes y desviados hacia afuera de Lon Sellitto.
– Sachs -masculló al verla entrar en la habitación-, ¿era una escena grande? ¿Era enorme?
– No tan grande -contestó ella con el ceño fruncido-. ¿Por qué?
Rhyme tenía la mirada puesta en las cajas de leche grises que llevaban, donde estaban las pruebas recogidas por Sachs y por otros oficiales.
– Bueno, sólo me lo estaba preguntando, ya que parece que te ha llevado mucho tiempo investigar la escena y volver aquí. Tú puedes utilizar la sirena del coche, para eso están hechas, ¿sabes? También están permitidas las luces de destellos intermitentes. -Cuando Rhyme estaba aburrido se volvía irritable. El aburrimiento era el mayor mal en su vida.
Sachs, sin embargo, era impermeable a su amargura. Estaba de un humor excelente, por lo que se limitó a decir:
– Aquí tenemos algunos misterios, Rhyme.
Rhyme recordó que Sellitto había empleado la palabra «incomprensible» refiriéndose al crimen.
– Descríbeme el escenario. ¿Qué pasó?
Sachs le dio una versión probable de los hechos, que terminó con la huida del autor del crimen desde la sala de conciertos.
– Las oficiales que respondieron a la emergencia escucharon un disparo dentro de la sala y, dando una patada a la puerta, entraron al mismo tiempo por las únicas dos puertas que hay en la sala. Ni rastro de él.
Sellitto consultó sus notas.
– Las oficiales de patrulla le sitúan cerca de la cincuentena, de estatura media, complexión mediana y ningún otro rasgo distintivo salvo que lleva barba y que tiene el pelo castaño. Había un conserje que afirma no haber visto a nadie que entrara o saliera de la sala. Pero puede que tenga «testiguitis», ¿sabes? La escuela nos llamará para darnos su teléfono y su nombre. A ver si yo puedo refrescarle la memoria.
– ¿Y qué hay de la víctima? ¿Cuál ha sido el motivo?
– No ha habido agresión sexual ni robo -dijo Sachs.
– Acabo de hablar con los gemelos -añadió Sellitto-. La víctima no tenía novio, ni ahora ni últimamente. Y no hay nadie en su pasado que pueda ser problemático.
– ¿Se dedicaba sólo a estudiar? -preguntó Rhyme-. ¿O también trabajaba?
– Sólo estudiaba. Pero parece ser que hacía algunas actuaciones para sacarse un extra. Están investigando dónde.
Rhyme solicitó a su ayudante Thom que le hiciera de escribiente, como tenía por costumbre, y fuera anotando las pruebas, con esa letra tan elegante que tenía, en una de las pizarras del laboratorio. El ayudante tomó un rotulador y comenzó a escribir.
Se oyó que llamaban a la puerta, y Thom desapareció durante unos instantes del laboratorio.
– ¡Visita va! -vociferó desde el vestíbulo.
– ¿Visita? -preguntó Rhyme, a quien no le apetecía mucho la compañía. Pero el ayudante sólo estaba bromeando. Quien entró en la habitación fue Mel Cooper, el técnico de laboratorio, un hombre delgado que se estaba quedando calvo, a quien Rhyme había conocido hacía algunos años, cuando era jefe del Departamento Forense de la Policía de Nueva York, investigando un caso de robo y secuestro en colaboración con el Departamento de Policía del Norte del Estado de Nueva York. Cooper había cuestionado el análisis que había hecho Rhyme de un tipo de suelo especial, y estaba en lo cierto, según se supo al final. Impresionado, Rhyme había investigado las referencias del técnico y se enteró de que, al igual que él, se trataba de un miembro activo y respetado de la Asociación Internacional de Identificación, que estaba formada por expertos en identificar individuos a partir de las crestas papilares, el ADN, la reconstrucción forense y los restos dentales. Licenciado en matemáticas, física y química orgánica, Cooper era también uno de los mejores analistas de pruebas materiales.
Rhyme hizo todo lo posible para que el analista volviera a su ciudad natal, y al final éste aceptó. El técnico forense y campeón de baile de voz suave trabajaba en el laboratorio de investigación criminal del NYPD de Queens, pero solía colaborar con Rhyme cuando el criminalista necesitaba asesoramiento sobre algún caso sin resolver.
Tras saludar a los presentes, Cooper se encajó las gruesas gafas de Harry Potter en lo alto de la nariz y escudriñó con ojo crítico los cajones de pruebas, como un jugador de ajedrez que midiera la categoría de su adversario.
– ¿Qué es lo que tenemos aquí?
– Misterios -dijo Rhyme-, para emplear el término que ha utilizado Sachs en su valoración. Misterios.
– Bueno, pues veamos si podemos hacerlos un poco menos misteriosos.
Sellitto repasó el escenario del crimen para Cooper, mientras éste se ponía unos guantes de látex y comenzaba a examinar las bolsas y los tarros. Rhyme se aproximó a él en su silla de ruedas.
– Mira.
Cooper hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– ¿Qué es eso? -Estaba mirando la placa de circuitos verde conectada al altavoz.
– La placa que encontré en la sala de conciertos -dijo Sachs-. No tengo ni idea de lo que es. Sólo sé que el autor del crimen lo puso allí; lo sé por las huellas de sus zapatos.
Parecía que procedía de un ordenador, cosa que no sorprendió a Rhyme; los criminales siempre han estado a la vanguardia del desarrollo tecnológico. Los asaltantes de bancos ya iban armados con las famosas pistolas Colt 1911 de calibre 45 semiautomáticas a los pocos días de su aparición, aunque estaba prohibida su tenencia a cualquiera que no fuera un militar. Radios, teléfonos codificados, ametralladoras, visores láser, GPS, móviles, equipos de vigilancia y sistemas de cifrado informático… Todas esas cosas solían acabar formando parte del arsenal de los delincuentes antes incluso de que las utilizaran las fuerzas del orden.
Rhyme era el primero en admitir que algunas cuestiones se escapaban al ámbito de su experiencia. Cuando las pistas eran ordenadores, teléfonos móviles o curiosos dispositivos como aquél -«pruebas NASDAQ» [3], las llamaba él-, lo que hacía era enviarlas a los expertos.
– Envíala a la Central. A Tobe Geller -ordenó.
En la oficina de delitos informáticos que el FBI tenía en Nueva York había un joven con mucho talento: Geller. Había colaborado con Rhyme en el pasado, y éste sabía que si había alguien que pudiera decirles qué era aquel dispositivo y de dónde podía proceder, ése era Geller.
Sachs le pasó la bolsa a Sellitto quien, a su vez, se la pasó a un agente uniformado para que la llevara a la Central. Pero la candidata a sargento Amelia Sachs le detuvo. Quería asegurarse de que antes cumplimentaba la ficha de custodia, en la que quedaba constancia de todas las personas que habían manejado cada una de las pruebas, desde la escena del crimen hasta el juicio. Inspeccionó la ficha detenidamente y le dejó marchar.
– ¿Cómo te fue en el ejercicio práctico, Sachs? -preguntó Rhyme.
– Bueno -dijo. Vaciló un poco-. Creo que lo he pasado.
A Rhyme le sorprendió la respuesta. Amelia Sachs no solía aceptar bien los halagos ajenos, y casi nunca se los dedicaba a ella misma.
– No me cabía la menor duda -dijo Rhyme.
– Sargento Sachs -sopesó Lon Sellitto-. Suena bien.
Se colocaron junto a los artículos pirotécnicos que habían encontrado en la Escuela de Música: las mechas y el petardo.
Sachs había resuelto uno de los misterios, al menos. El asesino, según explicó, había echado algunas de las sillas hacia atrás y las había dejado en equilibrio sobre dos patas utilizando unas cuerdas delgadas de algodón. Había atado las mechas en el centro de las cuerdas y las había encendido. Transcurrido un minuto, más o menos, la llama de las mechas alcanzó las cuerdas y las fue quemando. Las sillas cayeron al suelo y el ruido que hicieron al caer hizo creer que el asesino estaba todavía allí. También había encendido otra mecha que, finalmente, hizo explotar el petardo cuya entonación ellos interpretaron como un disparo.