Puede que sea una pista, o puede que no signifique nada…
Sachs asintió.
– Estaba en el rincón del vestíbulo donde fue estrangulada la víctima.
– ¿Era de ella? -preguntó Cooper.
– Tal vez -dijo Rhyme-. Pero, por el momento, consideremos que es del asesino.
Cooper levantó con cuidado el trozo de tela y lo examinó.
– Seda. Con el bajo cosido a mano.
Rhyme observó que aunque podía doblarse hasta convertirse en un minúsculo trocito de tela, desplegado era bastante grande, de unos 180 x 120 centímetros.
– Sabemos por el cronometraje del vídeo que él la estuvo esperando en el vestíbulo -dijo Rhyme-. Yo creo que lo que hizo fue esto: se escondió en el rincón y se cubrió con el trozo de tela. Así era invisible. Si no llegan a aparecer las oficiales que le hicieron descubrirse apresuradamente, es probable que se lo hubiera llevado. ¡Imaginad qué debió de sentir la pobre chica cuando el asesino apareció como por arte de magia, la esposó y le enrolló la cuerda en el cuello!
Cooper encontró varias partículas adheridas a la tela negra. Las montó en el portaobjetos. No tardó en aparecer una imagen en la pantalla: ampliadas, las partículas parecían trozos desiguales de lechuga de color carne. Tocó una de ellas con una fina sonda. El material era elástico.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Sellitto.
– Algún tipo de goma -sugirió Rhyme-. Un trozo de globo… No, demasiado grueso para que sea eso. Y fíjate en el portaobjetos: algo ha quedado impregnado ahí. De color carne también. Ponló en el cromatógrafo de gases.
Mientras esperaban el resultado se oyó que llamaban a la puerta.
Thom fue a abrir y volvió con un sobre.
– Es del Departamento de Huellas -anunció.
– ¡Ah, qué bien! -dijo Rhyme-. Ya están de vuelta. Envíalas al AFIS, Mel.
AFIS eran las siglas de «sistema automático de identificación dactilar». Los potentes servidores de este sistema del FBI, que se encontraban en West Virginia, se encargarían de buscar imágenes digitalizadas de crestas papilares de fricción -huellas dactilares- por todo el país y de enviar los resultados, en cuestión de horas e incluso de minutos, si el equipo de especialistas encontraba huellas que fueran buenas y claras.
– ¿Cómo son?
– Bastante nítidas.
Sachs levantó las fotografías para que él las viera. Algunas eran sólo parciales, pero había una buena huella de toda la mano izquierda del asesino. Lo primero que advirtió Rhyme fue que éste tenía dos dedos deformes en dicha mano, el anular y el meñique. Estaban unidos, según parecía, y terminaban con una piel lisa, sin huellas dactilares. Rhyme tenía conocimientos profesionales de patología forense, pero no sabía si estaba ante un defecto congénito o si era consecuencia de una lesión.
«Qué ironía», pensó Rhyme mientras contemplaba la fotografía; «el asesino tiene mal el dedo anular izquierdo; en mi caso, es la única parte del cuerpo, del cuello para abajo, que puedo mover». Frunció el ceño.
– Espera un instante, Mel… Acércate, Sachs. Quiero verlo más de cerca.
Amelia se acercó a Rhyme, y éste examinó de nuevo las huellas.
– ¿Notas algo raro en ellas?
– No, la verdad… Eh, espera un momento… -Se echó a reír-. ¡Son iguales! -Pasaba rápidamente de una fotografía a otra-. ¡Tiene todos los dedos iguales! Esa pequeña cicatriz está en la misma posición en todos ellos.
– Debe de llevar puestos algún tipo de guantes -dijo Cooper- que tengan crestas papilares falsas. En mi vida he visto algo parecido.
– ¿Quién coño puede ser este asesino?
Los resultados del CG/EM aparecieron en la pantalla de un ordenador.
– Vale, aquí tengo puro látex y… ¿qué es esto? -Se quedó pensativo-. Es algo que el ordenador ha identificado como una fibra de alginato. Nunca he oído…
– Dientes.
– ¿Cómo? -le preguntó Cooper a Rhyme.
– Son unos polvos que se mezclan con agua para hacer moldes. Los dentistas lo usan para hacer coronas y otros arreglos dentales. Tal vez nuestro hombre acababa de estar en el dentista.
Cooper siguió examinando la pantalla del ordenador.
– Después tenemos restos diminutos de aceite de ricino, propilenglicol, alcohol cetílico, mica, óxido de hierro, dióxido de titanio, brea y algunos pigmentos neutros.
– Algunos de esos elementos se encuentran en el maquillaje -dijo Rhyme, recordando un caso en el que había identificado al asesino después de que éste escribiera mensajes obscenos en el espejo de la víctima con un corrector de maquillaje, del cual se hallaron restos en la manga del sujeto. Mientras llevaba el caso hizo un estudio sobre cosméticos.
– ¿De ella? -le preguntó Cooper a Sachs.
– No -contestó la oficial-. Tomé muestras de piel y no llevaba maquillaje.
– Bueno; escríbelo en la pizarra. Luego veremos si significa algo.
Volviéndose hacia la cuerda, el arma del asesino, Mel Cooper se inclinó para estudiarla sobre un panel de porcelana.
– Es una cuerda blanca que rodea un núcleo de cuerda negra. Ambas están hechas de seda trenzada, muy ligera y fina, y por eso es por lo que no da la impresión de ser más gruesa que una cuerda normal, aunque en realidad son dos unidas.
– ¿Qué sentido tiene? ¿La cuerda interior la hace más fuerte? -preguntó Rhyme-. ¿La hace más fácil de desatar? ¿O más difícil? ¿Qué?
– Ni idea.
– Cada vez es más misterioso -dijo Sachs con un tono dramático que hubiera irritado a Rhyme de no ser porque estaba de acuerdo con ella.
– Sí -confirmó desconcertado-. Esto es nuevo para mí. Pero sigamos. Quiero encontrar algo familiar, algo que nos sirva.
– ¿Y el nudo?
– El que lo ha atado es un experto, pero no lo reconozco -dijo Cooper.
– Manda una fotografía del nudo a la agencia. Y… ¿no conocemos a nadie en el Museo Marítimo?
– Nos han ayudado a veces con algunos nudos -convino Sachs-. Les enviaré una foto a ellos también.
Recibieron una llamada de teléfono. Era Tobe Geller, de la Unidad de Delitos Informáticos, en la sede del FBI en Nueva York.
– Esto tiene gracia, Lincoln.
– Me alegro de que te estemos divirtiendo -murmuró Rhyme-. ¿Tienes algo útil que decirnos sobre nuestro juguete?
Geller, un joven de pelo rizado, se mostró impasible ante el tono incisivo de Rhyme, sobre todo porque de lo que estaban hablando era de un producto informático.
– Es una grabadora digital de audio. Un aparatito fascinante. Vuestro sospechoso grabó algo en ella, almacenó los sonidos en un disco duro y luego lo programó para que volviera a sonar pasado algún tiempo. No sabemos qué sonido será, porque incorporó un programa que borra todos los datos.
– Era su voz -dijo Rhyme entre dientes-. Cuando dijo que tenía un rehén, no era más que una grabación. Como el ruido de las sillas. Era para hacernos creer que seguía en la habitación.
– Eso tiene sentido. Utilizó un altavoz especial; pequeño, pero excelente para los tonos bajos y medios. Capaz de imitar bastante bien la voz humana.
– ¿No queda nada en el disco?
– No. Borrado para siempre.
– ¡Maldita sea! Me hubiera gustado tener la voz como una prueba.
– Lo siento. No queda nada.
Rhyme suspiró con frustración y se dirigió otra vez a las bandejas de examen; Sachs se encargaría de transmitirle a Geller lo mucho que le agradecían la ayuda prestada.
El equipo examinó a continuación el reloj de la víctima, destrozado por motivos que ninguno de ellos alcanzaba a entender. No aportó ninguna prueba, salvo la hora en que lo rompieron. Los asesinos destrozaban en ocasiones los relojes de pulsera o de pared de las escenas del crimen después de ponerlos a una hora que no era la real para así confundir a los investigadores. Pero aquél lo habían parado casi a la hora en que se produjo la muerte. ¿Qué conclusiones podían sacar de ello?