Bastó sólo con eso. A los trece años fundó un club de magia en el Instituto JFK y no tardó mucho en gastarse todo el dinero que ganaba cuidando niños en revistas de magia, vídeos de formación y artículos para hacer trucos. Más tarde amplió su campo de actuación y empezó a hacer trabajos de jardinería y a retirar nieve a cambio de que la acercaran al Big Apple Circus y al Cirque du Soleil siempre que actuaran en un radio de ochenta kilómetros.
Todo esto no quería decir que no hubiera un motivo importante que la colocara (y la mantuviera) en aquella senda. No; lo que movía a Kara podía encontrarse fácilmente en los gestos de deleite y sorpresa reflejados en las caras del público, ya estuviera éste compuesto por dos docenas de familiares en una comida de Acción de Gracias (un espectáculo que completaba con un número de transformismo y otro en el que hacía levitar a un gato, aunque sin la trampilla porque su padre no le había dejado perforar el suelo del salón) o por los alumnos y padres de alumnos en la función en que los estudiantes con más talento del instituto demostraban sus habilidades (Kara tuvo que hacer dos bises ante un público que la aplaudía en pie).
La vida con David Balzac, sin embargo, distaba mucho de esa sucesión de triunfos; durante el último año y medio, había sentido a veces que, si alguna vez tuvo talento, lo había perdido.
Pero siempre que estuvo a punto de abandonar, él asentía con la cabeza y le ofrecía la más ligera de las sonrisas. Algunas veces, incluso llegó a decir: «Eso ha sido un truco contundente».
En momentos como esos su mundo era perfecto.
Pero el resto de su vida, en su mayor parte, se iba disipando como polvo a medida que pasaba más tiempo en la tienda, encargada de la contabilidad, el control de existencias, las nóminas y la página web del establecimiento. Como Balzac no le pagaba mucho, necesitaba otros empleos, así que aceptaba otros trabajos qué fueran, al menos ligeramente, compatibles con su licenciatura en lengua, como escribir contenidos para otras páginas web de magia y teatro. Además, hacía aproximadamente un año que su madre había empezado a empeorar y Kara, como hija única, pasaba el poco tiempo que le quedaba libre con ella.
Una vida agotadora.
Pero, de momento, se las arreglaba. Dentro de pocos años, Balzac la declararía apta para actuar y, con su bendición y los contactos que tenía con productores de todo el mundo, ella ya podría emprender el vuelo.
«Agárrate fuerte, muchacha», como diría Jaynene, «y mantente a lomos del caballo mientras galopa».
Kara terminó otra vez el truco de Tarbell con los tres trozos de seda. Apagando la colilla del cigarro en el suelo, Balzac frunció el ceño.
– El dedo índice de la mano izquierda tiene que estar un poco más arriba.
– ¿Ha visto el nudo?
– Si no lo hubiera visto -le espetó enfadado-, ¿por qué iba a pedirte que levantaras el dedo? Prueba de nuevo.
Otra vez.
El maldito dedo índice un poco más arriba.
Y… abracadabra…, los trozos de seda, que estaban atados, se separaron y se agitaron en el aire como banderas triunfantes.
– ¡Vaya! -dijo Balzac. Un gesto de aprobación casi imperceptible con la cabeza.
No fue lo que suele entenderse por un elogio exactamente. Pero Kara había aprendido a conformarse con sus «¡Vaya!».
Dejó el truco y se puso detrás del mostrador, en medio del desorden que reinaba en esa zona de la tienda, para registrar la mercancía que había llegado con la remesa del viernes por la tarde.
Balzac volvió al ordenador, en el que estaba escribiendo un artículo para la web del establecimiento sobre Jasper Maskelyne, el mago británico que había formado una unidad militar especial en la Segunda Guerra Mundial que utilizaba técnicas de ilusionismo contra los alemanes en el norte de África. Lo escribía de memoria, sin consultar notas ni documentación; ésa era una de las cosas que tenía David Balzac: su conocimiento de la magia era tan profundo como inestable y fiero su temperamento.
– ¿Se ha enterado de que está aquí el Cirque Fantastique? -gritó Kara-. Hoy empieza.
El viejo ilusionista gruñó. Se estaba cambiando las gafas por las lentillas; Balzac consideraba muy importante el aspecto de un artista y siempre se engalanaba para presentarse ante cualquier público, aunque sólo fueran sus clientes.
– ¿Va a ir? -insistió ella-. Creo que deberíamos.
El Cirque Fantastique, un competidor del más antiguo y más grande Cirque du Soleil, formaba parte de la última generación de espectáculos circenses. En él se mezclaban números de circo tradicionales con la estética de la commedia dell'arte, la música y la danza modernas, las actuaciones vanguardistas y la magia callejera.
Pero David Balzac era de la vieja escuela: Las Vegas, Atlantic City, The Late Show. «¿Por qué cambiar algo que funciona?», refunfuñaba.
En cambio, Kara adoraba el Cirque Fantastique y estaba decidida a llevarle a la función. Pero antes de que empezara a tender hilos para convencerle de que la acompañara, la puerta de la tienda se abrió y apareció en ella una atractiva y pelirroja agente de policía que preguntaba por el dueño.
– Soy yo. Me llamo David Balzac. ¿En qué puedo servirla?
– Estamos investigando un caso en el que puede estar involucrada una persona con conocimientos de magia -dijo la oficial-. Estamos visitando algunos establecimientos de artículos de magia de la ciudad y confiamos en que usted pudiera ayudarnos.
– ¿Quiere decir que alguien ha hecho algún timo o algo así? -preguntó Balzac. Parecía a la defensiva, y Kara compartía esa sensación. En el pasado, la magia solía asociarse con los pillos; así, se consideraba que los prestidigitadores eran carteristas, por ejemplo, y que los charlatanes sin escrúpulos empleaban técnicas de ilusionismo para convencer a los desconsolados familiares de algún difunto de que los espíritus de sus parientes se comunicaban con ellos.
Pero la visita de la oficial de policía, según comprobaron enseguida, se debía a otras razones.
– En realidad -dijo mirando a Kara y después a Balzac-, se trata de un homicidio.
Capítulo 7
– Tengo una lista con algunos de los objetos que hemos encontrado en la escena de un crimen -le dijo Amelia Sachs al propietario-. Y quería saber si usted los vende.
Balzac cogió la hoja que ella le tendió y la leyó mientras Sachs inspeccionaba Smoke & Mirrors. La tienda, que parecía más bien una caverna pintada de negro, estaba en el barrio de las galerías de arte, en la zona de Chelsea, en Manhattan. Olía a moho y productos químicos, y también a plástico: el olor petroquímico que desprendían los centenares de disfraces que colgaban como una multitud mustia de los percheros. Los mugrientos mostradores de cristal -la mitad de ellos rotos y pegados con cinta adhesiva- estaban llenos de barajas y varitas mágicas, monedas falsas y cajas polvorientas de trucos de magia. Había una reproducción a tamaño natural de la criatura de Alien, y junto a ella un disfraz, con máscara incluida, de Diana de Gales (en la tarjeta se leía: ¡CONVIÉRTETE EN LA PRINCESA DE LA FIESTA!, como si nadie en la tienda se hubiera enterado de que había muerto).
Balzac le dio unos golpecitos al papel y después señaló con la cabeza a los mostradores.
– No creo que yo le pueda ayudar. Desde luego, nosotros vendemos algunas de estas cosas, pero también se venden en cualquier tienda de artículos de magia del país. Y también en muchas tiendas de juguetes.
Sachs advirtió que no había dedicado ni cinco segundos a leer la hoja.
– ¿Y qué me dice de esto? -Sachs le mostró la fotografía de las esposas antiguas.