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– Continúa.

– La forma de hacer ese número suele ser un poco distinta de la descripción que has dado, pero básicamente se trata de que el ilusionista se escape de una habitación cerrada. El público le ve entrar en un pequeño recinto que hay en el escenario, del cual ven también la parte de atrás, puesto que allí se coloca un gran espejo; le oyen golpear las paredes. Poco después, los ayudantes derriban esas paredes y él no está. Uno de los ayudantes se vuelve hacia el público y resulta que es el propio ilusionista.

– ¿Y cómo lo hace?

– Hay una puerta en la parte trasera de la caja. El ilusionista se tapa con una gran pieza de seda negra para que el público no le vea en el espejo, y sale por esa puerta nada más entrar. En una de las paredes hay un altavoz que hace parecer que él permanece en el interior todo el tiempo, y hay también un dispositivo que suena como si él estuviera dando golpes. Una vez que el ilusionista sale, se cambia rápidamente debajo de la tela de seda y sale vestido como un ayudante.

– Ahí está, ahí lo tenemos -dijo Sachs asintiendo con la cabeza-. ¿Podríamos conseguir una lista de las personas que hacen ese número?

– No, lo siento…, es muy corriente.

El hombre evanescente…

Sachs se acordó en ese momento de que el asesino se había cambiado de disfraz rápidamente y se había convertido en un hombre mayor; se acordó también de lo poco colaborador que se había mostrado Balzac y de la mirada fría que había en sus ojos (casi sádica) cuando hablaba con Kara.

– Necesito hacerte una pregunta: ¿dónde ha estado él esta mañana? -preguntó Sachs.

– ¿Quién?

– El señor Balzac.

– Aquí; quiero decir, en el edificio. Él vive allí, encima de la tienda… Espera…, ¿no estarás pensando que tiene algo que ver?

– Son preguntas que tenemos que hacer -le dijo Sachs sin comprometerse. Aunque la pregunta pareció divertir más que enojar a la joven, que soltó una carcajada.

– Mira, ya sé que es brusco y que tiene este…, supongo que tú lo llamarías «pronto», mal carácter. Pero nunca le haría daño a nadie.

Sachs asintió, pero añadió:

– Aun así, ¿sabes dónde estaba a las ocho de esta mañana?

Kara movió la cabeza en sentido afirmativo.

– Sí; estaba en la tienda. Fue allí temprano porque hay un amigo suyo que está actuando en la ciudad y necesitaba que le prestara algunas cosas. Yo le llamé para decirle que llegaría un poco tarde.

Sachs volvió a asentir. Y acto seguido preguntó:

– ¿Puedes escaparte un rato del trabajo?

– ¿Yo? ¡Ni pensarlo! -Soltó una risa nerviosa-. Ya es bastante que esté aquí ahora. Hay miles de cosas que hacer en la tienda. Después he de ensayar tres o cuatro horas con David para una actuación que hago mañana. No me deja descansar el día anterior a una función. Yo…

Sachs se quedó mirando fijamente a ojos de la joven, de un azul intenso.

– Tenemos motivos para temer que esta persona vuelva a matar a alguien.

Los ojos de Kara recorrieron la pringosa barra de caoba.

– Por favor. Sólo serán unas pocas horas. Para que repases las pruebas con nosotros. Y para que cada uno proponga las ideas que se le vayan ocurriendo.

– No me va a dejar. No sabes cómo es David.

– Lo que sé es que no voy a dejar que hagan daño a nadie más si yo encuentro un medio de impedirlo.

Kara se terminó el café y se puso a jugar distraídamente con la taza.

– ¡Mira que usar nuestros trucos para matar a la gente! -susurró consternada.

Sachs no dijo nada y dejó que su silencio argumentara por ella.

Finalmente, la joven hizo una mueca.

– Tengo a mi madre en una residencia. Ha estado entrando y saliendo del hospital, y el señor Balzac lo sabe. Supongo que podría decirle que he de ir a ver cómo está.

– Tu ayuda podría sernos muy útil.

– ¡Puf! La excusa de la madre enferma… Dios va a castigarme por esto.

Sachs volvió a mirar las uñas negras, perfectas de Kara.

– ¡Oye! Una cosa: ¿dónde fue a parar la moneda?

– Mira debajo de tu taza de café.

Imposible.

– No puede ser.

Sachs levantó la taza. Allí estaba la moneda. La perpleja oficial preguntó:

– ¿Cómo lo has hecho?

Kara respondió con una sonrisa enigmática. Señaló con la cabeza a las tazas.

– Vamos a llevarnos otras dos para el camino. -Cogió la moneda-. Si sale cara pagas tú; si sale cruz, yo. Dos de tres. -La lanzó al aire.

Sachs hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Trato hecho.

La muchacha recogió la moneda y se miró la palma de la mano cerrada. Levantó la vista.

– ¿Habíamos dicho dos de tres, verdad?

Sachs asintió.

Kara abrió la mano. Dentro había dos monedas de diez centavos y una de cinco. Las de diez estaban con la cara hacia arriba. Ni rastro de la moneda de veinticinco.

– Creo que te toca invitar.

Capítulo 8

– Lincoln, te presento a Kara.

Rhyme supo que habían advertido a la joven; aun así, ésta parpadeó sorprendida y le miró con La Mirada. Con ésa que él tan bien conocía. Acompañada de La Sonrisa.

Era la típica mirada de «no le mires el cuerpo», acompañada de la sonrisa «¡ah! así que eres minusválido; ¡pues no me había dado cuenta!».

Y Rhyme sabía que ella estaría contando los minutos para perderle de vista.

La joven, con aspecto de duendecillo, siguió avanzando por el laboratorio de la casa de Rhyme.

– Hola, encantada de conocerle. -Tenía los ojos clavados en los de él. Al menos la chica no había hecho ademán de inclinarse para darle la mano, para acto seguido tener que retroceder espantada al darse cuenta de que acababa de meter la pata.

Vale, Kara, no te preocupes. En cuanto le digas a este tullido lo que tengas que decirle podrás marcharte y así le perderás de vista.

Rhyme le ofreció una sonrisa superficial que se correspondía centímetro a centímetro con la de ella, y le comunicó lo encantado que estaba también él de conocerla.

Lo cual no era, al menos desde el punto de vista profesional, en absoluto sardónico: Kara era el único punto de conexión que habían logrado con los magos; ninguno de los empleados del resto de las tiendas de magia les había resultado de ayuda, y todos tenían coartadas para la hora del crimen.

Le presentaron a Lon Sellitto y Mel Cooper. Thom hizo un gesto con la cabeza seguido de una de las cosas por las que era conocido, lo aprobara Rhyme o no: le ofreció algo de beber.

– No somos las hermanitas de la caridad, Thom -susurró Rhyme.

Kara dijo que no, que no quería nada, pero Thom dijo que sí, que insistía.

– ¿Un café, quizá? -preguntó ella.

– Marchando.

– Solo. Con azúcar. ¿Puede ser con dos terrones?

– En realidad nosotros… -empezó a decir Rhyme.

– Muy bien: para todos los presentes -anunció el ayudante-. Haré una cafetera. Y traeré también rosquillas.

– ¿Rosquillas? -preguntó Sellitto.

– Podrías abrir un restaurante en tus ratos libres -le espetó Rhyme a su ayudante-. Así te sacarías esa espinita.

– ¿Qué tiempo libre? -fue la rápida respuesta que se le ocurrió al estilizado y rubio joven. Se fue hacia la cocina.

– La oficial Sachs -continúo Rhyme, dirigiéndose a Kara- nos ha dicho que tienes información que crees que puede ayudarnos.

– Eso espero. -Otro detenido escrutinio de la cara de Rhyme. Otra vez La Mirada, esta vez más cerca. «¡Oh! Por el amor de Dios, di algo. Pregúntame cómo pasó, pregúntame si me duele, pregúntame qué se siente al orinar por un tubo.»

– ¡Escuchad! ¿Cómo vamos a llamarle? -Sellitto dio unos golpes en la pizarra donde estaban escritas las pruebas. Hasta que no conocían la identidad del autor del crimen, muchos policías ponían motes a los sospechosos, o «sujetos desconocidos»-. ¿Qué os parece «El Mago»?