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Franciscovich señaló con la cabeza a una puerta que había ante ellos.

– ¿Qué hay ahí detrás?

– Los estudiantes no tienen por qué estar aquí. Sólo se trata de…

Franciscovich empujó la puerta.

Daba a un pequeño vestíbulo que conducía a otra puerta con un letrero en el que se leía «Sala de conciertos A». Y cerca de esa puerta estaba el cuerpo de una joven, atada, con una soga al cuello y las manos esposadas. Tenía los ojos abiertos, de muerta. Acuclillado a su lado había un hombre con barba y pelo castaño, de poco más de cincuenta años. Levantó la mirada, sorprendido al verlos entrar.

– ¡No! -gritó Ausonio.

– ¡Cielo santo! -dijo jadeante el guarda de seguridad.

Las agentes desenfundaron sus armas y Franciscovich apuntó al hombre, con una firmeza en la mano que a ella misma le sorprendió.

– ¡No se mueva! Levántese lentamente, apártese de ella y levante las manos. -La firmeza de su voz era mucho menor que la de los dedos que apretaban la pistola Glock.

El hombre obedeció.

– Túmbese boca abajo en el suelo. ¡Y las manos bien visibles!

Ausonio se encaminó hacia donde estaba la muchacha.

En ese momento, Franciscovich advirtió que el puño de la mano derecha del hombre, levantada sobre la cabeza, estaba cerrado.

– ¡Abra el…

Pop…

Quedó cegada por el repentino destello de luz que inundó la habitación. Parecía proceder directamente de la mano del sospechoso y transcurrieron unos momentos antes de que se extinguiera. Ausonio se quedó paralizada y Franciscovich se acuclilló, retrocediendo como pudo y entornando los ojos mientras movía el arma de un lado a otro. Estaba presa del pánico; sabía que el asesino habría cerrado los ojos cuando se produjo el destello y estaría apuntándoles con un arma o abalanzándose sobre ellas cuchillo en mano.

– ¿Dónde, dónde, dónde? -gritó.

Entonces vio, con imprecisión, pues el resplandor le había deslumbrado y aún no se había disipado el humo, al asesino, que corría hacia la sala de conciertos. Cerró la puerta violentamente tras de sí. Se oyó un ruido sordo en el interior, como si arrastrara una silla o mesa para bloquear la entrada.

Ausonio se arrodilló delante de la muchacha. Con una navaja multiuso cortó la cuerda que le rodeaba el cuello, la puso boca arriba y, con una boquilla desechable, comenzó a practicarle la respiración artificial.

– ¿Hay otras salidas? -le gritó Franciscovich al vigilante.

– Sólo una; en la parte de atrás, a la vuelta de la esquina. A la derecha.

– ¿Y ventanas?

– No.

– ¡Oye! -le gritó a Ausonio mientras se echaba a correr-. ¡No pierdas de vista esta puerta!

– Entendido -le respondió la agente rubia, tras lo cual volvió a expulsar otra bocanada de aire en los labios de la víctima.

Se oyeron más golpes secos procedentes del otro lado, donde el asesino reforzaba su barricada. Franciscovich dobló corriendo la esquina hacia la salida que había mencionado el vigilante; iba pidiendo refuerzos por su Motorola. Miró hacia adelante y vio que había alguien de pie al final del pasillo. Franciscovich se detuvo de golpe, apuntó al pecho del hombre y le alumbró con un haz de luz brillante procedente de su linterna halógena.

– ¡Santo Cielo! -dijo con voz ronca el viejo conserje al tiempo que se le caía la escoba que tenía en las manos.

Franciscovich dio gracias a Dios por haber mantenido el dedo fuera del guardamonte de su Glock.

– ¿Ha visto usted salir a alguien por esa puerta?

– ¿Pero qué es lo que pasa?

– ¿Ha visto a alguien? -le gritó Franciscovich.

– No, señora.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

– No sé; diez minutos quizá.

Se oyó otro golpe seco en el interior de la sala producido por los muebles con los que el asesino seguía bloqueando la puerta. Franciscovich envió al conserje al pasillo principal con el guarda de seguridad, y a continuación se dirigió con más calma a la puerta lateral. Mientras mantenía el arma en alto, a la altura de los ojos, comprobó suavemente el picaporte de la puerta. No estaba cerrada. Se apartó hacia un lado para que no le alcanzaran las balas del criminal si éste disparaba hacia la puerta. Un truco que recordaba haber visto en la serie de televisión Policías de Nueva York, aunque también era posible que lo hubiera mencionado algún instructor en la Academia.

Otro ruido sordo en la sala.

– Nancy, ¿estás ahí? -susurró Franciscovich ante su transmisor de mano.

Se oyó la voz de Ausonio que, temblorosa, replicó:

– Está muerta, Diane. Lo he intentado, pero está muerta.

– El hombre no ha salido por aquí. Está todavía dentro. Le estoy oyendo. -Silencio.

– Lo he intentado, Diane. Lo he intentado.

– ¡Olvídalo ya, venga!, ¿estás a lo que estás o no?

– Sí; estoy serena. De veras. -La voz de la agente se endureció-. Vamos por él.

– No -dijo Franciscovich-, lo mantendremos ahí hasta que venga la Unidad de Servicios de Emergencia. Eso es lo único que tenemos que hacer nosotras, esperar a ver qué pasa. Mantenernos lejos de la puerta, y esperar.

Fue entonces cuando oyó al hombre gritar desde el otro lado:

– Tengo un rehén. Tengo a una muchacha aquí conmigo. ¡Si intentan entrar, la mataré!

¡Cielo santo!…

– ¡Eh, el de ahí adentro! -vociferó Franciscovich-. No vamos a hacer nada, no se preocupe. Pero no haga daño a nadie más. -¿Era aquél el procedimiento adecuado?, se preguntó. Ni las series de la tele ni la formación que había recibido en la Academia le eran entonces de ayuda. Oyó que Ausonio llamaba a la Central e informaba de cómo estaba la situación en aquel momento: barricada y rehén.

Franciscovich gritó al asesino:

– Cálmese. Puede…

Un disparo estruendoso en la sala. Franciscovich dio un respingo.

– ¿Qué ha sido eso? ¿Has sido tú? -gritó dirigiéndose al radiotransmisor.

– No -respondió su colega-. Yo pensé que habías sido tú.

– No. Ha sido él. ¿Tú estás bien?

– Sí. Dijo que tenía una rehén. ¿Crees que la habrá matado?

– No lo sé. ¿Cómo quieres que lo sepa? -Mientras tanto, Franciscovich pensaba: ¿dónde demonios están los refuerzos?

– Diane -susurró Ausonio un momento después-, tenemos que entrar. Tal vez no se encuentre bien. Tal vez le haya herido. -A continuación, dijo gritando-: ¡Eh, el de ahí adentro!

No hubo respuesta.

– ¡Eh, usted!

Nada.

– Quizá se ha suicidado -sugirió Franciscovich-. O tal vez ha disparado para que creamos que se ha suicidado, cuando en realidad está esperando ahí adentro, apuntando hacia la parte superior de la puerta.

En ese momento le volvió a la mente la terrible imagen: la tétrica puerta de entrada a la sala de conciertos abriéndose, proyectando una luz pálida sobre la víctima, que tenía la cara azul y fría como el viento invernal. Impedir que la gente hiciera cosas como ésa fue lo primero que la impulsó a hacerse policía.

– Tenemos que entrar ahí, Diane -murmuró Ausonio.

– Eso es lo que yo creo. De acuerdo. Entraremos -dijo en un tono ligeramente enloquecido, pensando tanto en su familia como en la forma correcta de colocar la mano izquierda sobre la derecha cuando se dispara una pistola automática en un tiroteo-. Dile al vigilante que necesitaremos que esté encendida la luz en la sala.

Un minuto después, Ausonio dijo:

– El interruptor está aquí afuera. Que se encargue de encenderlo cuando yo se lo indique.

Franciscovich oyó la respiración honda a través del micrófono. Entonces, Ausonio anunció:

– Listo. A la de tres. Tú cuentas.

– Perfecto. Una… Espera. Yo voy a entrar por tu derecha. No me dispares.