– ¿La qué?
– La comisaría del distrito -explicó Sachs-. Las llamamos «casas». Y la mayoría de los polis no dicen «Setenta y Cinco». Cuando las nombramos por el número, decimos siempre «Siete Cinco». Como cuando se dice que Macy's está en la calle Tres Cuatro.
– Entiendo.
– Bueno, pues el supervisor habitual estaba fuera y teníamos a un sargento suplente que era de la vieja escuela. Así que, en uno de mis primeros días en la Siete
Cinco, siendo yo la única mujer en aquel servicio de vigilancia en particular, me dirijo a la sala de reuniones donde pasaban lista, y me encuentro con una docena de compresas pegadas en el atril.
– ¡No!
– Te lo juro. El supervisor habitual no habría permitido que se salieran con la suya. Pero los polis son como niños en muchos aspectos. Siguen y siguen hasta que un adulto les para los pies.
– Pero no es como en las películas…
– Las películas las hacen en Hollywood, no en la Siete Cinco.
– ¿Y qué hiciste? Con las compresas, quiero decir.
– Me dirigí a la primera fila y le pregunté al policía que estaba sentado enfrente del atril si me dejaba su asiento, que era donde iba sentarme de todas formas. Estaban todos riéndose tanto que me extraña que alguno no se meara en los pantalones. Bien, pues me senté y me puse a tomar notas de lo que el sargento nos decía…, ya sabes, sobre las principales órdenes judiciales, las relaciones con el vecindario, las esquinas donde se sabía que había tráfico de drogas, etcétera. Y pasados unos dos minutos ya nadie se reía. La situación se volvió embarazosa; pero no para mí, sino para ellos.
– ¿Y sabes quién lo hizo?
– Claro.
– ¿Y no diste parte?
– No. ¿Sabes?, ésa es la peor parte de ser mujer policía. Tienes que trabajar con gente así. Necesitas que estén detrás de ti, cubriéndote las espaldas. Puedes plantarles cara cada vez que te provoquen. Pero si lo haces estás perdida. La parte más dura no es tener los huevos para luchar, sino saber cuándo hay que luchar y cuándo hay que dejar que pase el temporal.
Orgullo y poder…
– Como nosotros, supongo. En mi profesión. Pero si eres buena, si atraes al público, los programadores te contratan. Aunque es un círculo vicioso. Una no puede probar que va a atraer al público si no la contratan, y no te contratan si no puedes mostrarles las entradas vendidas.
Estaban llegando ya a la enorme y brillante carpa, y Sachs advirtió que los ojos de la joven se iluminaban al mirarla.
– ¿Éste es el tipo de sitio en el que te gustaría trabajar?
– ¡Ah! Y no veas cómo. Esto para mí es el cielo. El Cirque Fantastique y los especiales de televisión.
Tras un momento de silencio en que miró a su alrededor, añadió:
– El señor Balzac me ha hecho aprender todos los números antiguos, y eso es importante. Hay que sabérselos al dedillo. Pero -señaló la carpa con la cabeza-, ésta es la dirección en la que va la magia. David Copperfield, David Blaine…, arte del espectáculo, magia callejera. Magia sexy.
– Deberías pedir que te hagan una prueba.
– ¿Yo? No sabes lo que dices. No estoy preparada, ni mucho menos. La actuación tiene que ser perfecta. Hay que ser la mejor.
– ¿Quieres decir, mejor que un hombre?
– No, mejor que cualquier otro, hombre o mujer.
– ¿Por qué?
– Para el público -explicó Kara-. El señor Balzac es como un disco rallado: «Te debes al público». Cada vez que respiras estando en el escenario es para el público. La ilusión no puede estar bien, simplemente. No puedes limitarte a satisfacer a los allí presentes; tienes que estremecerles. Si una persona del público se da cuenta de tus movimientos, has fracasado. Si dudas un instante más de lo que debes y el efecto resulta torpe, has fracasado. Si ves que hay alguien que bosteza o mira al reloj, has fracasado.
– Pero no se puede estar al cien por cien todo el tiempo, pienso yo -apuntó Sachs.
– Pues tienes que estar -dijo Kara con sencillez, como sorprendida de que alguien no lo viera del mismo modo.
Llegaron al Cirque Fantastique, donde se ensayaba para la sesión de estreno de esa misma noche. Docenas de artistas iban de un lado para otro, algunos con sus trajes puestos, otros en pantalón corto o vaquero y camiseta.
– ¡Qué… bárbaro! -se oyó una voz entrecortada. Era la de Kara. Su rostro parecía el de una niña, abarcando con la mirada la lona blanca y brillante de la gran carpa.
Sachs se sobresaltó al oír un fuerte golpeteo detrás de ella, por encima de su cabeza. Miró hacia arriba y vio dos enormes banderas, a más de doce metros de alto, ondeando al viento y brillantes bajo el sol. En una de ellas se leía el nombre CIRQUE FANTASTIQUE.
En la otra había un enorme dibujo de un hombre delgado vestido con un traje de cuadros negros y blancos. Tenía los brazos abiertos, con las palmas hacia arriba, como invitando a los transeúntes a entrar a ver el espectáculo.
Llevaba una máscara negra que le cubría la mitad superior de la cara, con la nariz puntiaguda y las facciones grotescas. Era una imagen inquietante. Le recordó de inmediato al Prestidigitador, oculto por máscaras.
Con unos motivos y planes ocultos también.
Kara advirtió que Sachs la estaba mirando.
– Es Arlecchino. Arlequín. ¿Conoces la comedia del arte?
– No -respondió Sachs.
– Es teatro italiano. Duró desde…, no sé…, el siglo XVI hasta unos doscientos años después. El Cirque Fantastique lo utiliza como tema. -Señaló unas banderas más pequeñas que se hallaban a los lados de la carpa y donde había representadas otras máscaras. Las narices ganchudas o de pico de ave, las cejas arqueadas y los pómulos altos y serpenteantes les daban un aspecto inquietante, de seres de otro mundo. Kara prosiguió-. Había una docena más o menos de personajes fijos que representaban todas las compañías de comedia del arte en sus obras. Llevaban máscaras para que se viera a quién interpretaban.
– ¿Comedia? -preguntó Sachs, arqueando una ceja mientras miraba una máscara especialmente demoníaca.
– Nosotros lo llamaríamos comedia negra, supongo. Arlequín no era lo que se dice una figura heroica. Carecía completamente de moral. Lo único que le importaba era la comida y las mujeres. Y era un personaje que aparecía y desaparecía delante de tus ojos, sin que uno se diera cuenta. Había otro, Polichinela, que era muy sádico. Hacía a la gente auténticas diabluras, incluso a sus amantes. Luego había un médico que envenenaba a las personas. La única que tenía dos dedos de frente era esta mujer, Colombina -añadió Kara-. Una de las cosas que me gustan de la comedia del arte es que el papel de Colombina lo representaba una mujer. No como en Inglaterra, donde a las mujeres no les estaba permitido actuar.
La bandera volvió a ondear. Los ojos de Arlequín parecían mirar ligeramente detrás de ellas, como si El Prestidigitador estuviera merodeando, cómo un eco de la persecución en la Escuela de Música aquella misma mañana.
No, no tenemos ni la más mínima idea de quién es ni de dónde está…
Sachs se volvió y vio a un guardia acercándose, que miraba con extrañeza su uniforme.
– ¿Puedo ayudarla en algo, oficial?
Sachs le preguntó si podía ver al gerente. El hombre le explicó que no estaba, pero que podían hablar con su ayudante si lo deseaban.
Sachs dijo que sí, y un momento después apareció una mujer menuda y atribulada, de aspecto agitanado.
– ¿Sí? ¿En qué puedo servirles? -preguntó con un acento inidentificable.
Después de presentarse, Sachs dijo:
– Estamos investigando una serie de crímenes cometidos en esta zona. Queremos saber si en su espectáculo aparecen ilusionistas o transformistas.