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La cara de la mujer reflejó preocupación.

– Desde luego que tenemos ese tipo de artistas, claro. Irina y Vlad Klodoya.

– Deletree los nombres, por favor.

Kara asentía con la cabeza conforme Sachs iba escribiendo los nombres.

– Los conozco. Vinieron con el Circo de Moscú hace unos años.

– Eso es -confirmó la ayudante.

– ¿Han estado aquí toda la mañana?

– Sí. Han estado ensayando hasta hace veinte minutos aproximadamente. Ahora han salido a comprar.

– ¿Está segura de que no han salido hasta ahora?

– Sí. Yo misma me encargo de supervisar dónde está cada uno.

– ¿Hay alguien más? -preguntó Sachs-. ¿Tal vez hay alguien que esté aprendiendo ilusionismo o magia, aunque no actúe?

– No, nadie. Sólo las dos personas que le he dicho.

– Muy bien -dijo Sachs-. Lo que vamos a hacer es que dos oficiales de policía se queden fuera en el coche. Llegarán dentro de unos quince minutos. Si se entera usted de que alguien molesta a sus empleados o al público, alguien que levante sospechas, informe inmediatamente a los agentes. -Aquélla había sido una recomendación de Rhyme.

– Se lo diré a todo el mundo, descuide. Pero, ¿sería tan amable de decirme qué es lo que pasa?

– Un hombre que sabe de ilusionismo está involucrado en un homicidio cometido hoy por la mañana. No hay ninguna relación con su espectáculo, que sepamos, pero queremos curarnos en salud.

Le dieron las gracias a la ayudante, que se despidió con aire de preocupación y probablemente arrepentida de haber preguntado el motivo de la visita.

Una vez fuera, Sachs preguntó:

– ¿Y cuál es la historia de esos artistas?

– ¿Los ucranianos?

– Sí. ¿Son de fiar?

– Son marido y mujer, forman un equipo. Tienen un par de crios que viajan con ellos. Son dos de los mejores transformistas del mundo. No creo que tengan nada que ver con los asesinatos. -Se echó a reír-. ¿Lo ves? Ésos son los que consiguen trabajo en el Cirque Fantastique: artistas que han sido profesionales desde los cinco o seis años.

Sachs llamó por teléfono a Rhyme. Se puso Thom. Le informó de los nombres de los artistas ucranianos y de lo que había averiguado.

– Encárgate de que Mel o alguien se pasen por el NCIC [9] y por el Departamento de Estado.

– Así lo haré.

Sachs desconectó la llamada y continuaron caminando, ya pasado el parque, en dirección oeste, hacia una franja de nubes lívidas, como estrías amoratadas, que destacaban en un cielo radiante.

Oyó otro ruido seco detrás de ella: otra vez las banderas, flameando en la brisa, con un Arlequín juguetón que seguía haciendo señas a los viandantes para que entraran en su reino del más allá.

* * *

¿Han descansado, Venerado Público?

¿Están relajados?

Mejor, porque ya ha llegado la hora de comenzar nuestro segundo número.

Puede que no conozcan el nombre P. T. Selbit, pero si han estado alguna vez en un espectáculo de magia o han visto a algún ilusionista actuar en la televisión, es posible que les resulten conocidos algunos de los trucos de este inglés que se hizo famoso a principios del siglo XX.

Selbit comenzó su carrera actuando con su nombre auténtico, Percy Thomas Tibbles, pero no tardó en darse cuenta de que un nombre tan anodino no se ajustaba bien a un artista cuyo fuerte no eran los trucos de cartas, las palomas que desaparecían ni los niños que levitaban, sino los números sadomasoquistas que escandalizaban, y por tanto, atraían, a multitudes de todo el mundo.

Selbit -en efecto: su nombre artístico era su apellido al revés- fue quien inventó el famoso número de El Alfiletero Viviente, en el que, aparentemente, ensartaba en una muchacha ochenta y cuatro pinchos puntiagudos como agujas. Otra de sus creaciones era La Cuarta Dimensión , un número donde el público observaba horrorizado cómo una joven era aplastada, aparentemente, por una inmensa caja. Uno de mis preferidos es el número que presentó Selbit en 1922. El nombre lo dice todo, Venerado Público: El ídolo de Sangre, o La Destrucción de una Muchacha.

Hoy, tengo el placer de ofrecerles una variante actualizada del número más famoso de Selbit, que él mismo presentó en docenas de países y que fue invitado a representar en el Royal Command Variety Performance del hipódromo de Londres.

Conocido como…

¡Ah!, mejor no.

No, Venerado Público. Creo que mantendré la intriga y me cuidaré por el momento de mencionar el nombre de este efecto de ilusionismo. Pero les daré una pista: cuando Selbit realizaba este número, daba orden a sus ayudantes de que vertieran sangre falsa en las alcantarillas que había delante del teatro, para así tentar a los transeúntes a que compraran entradas. Y, naturalmente, eso es lo que hacían.

Disfruten de nuestro próximo número.

Espero que así sea.

Aunque se de una persona que, con certeza, no disfrutará.

Capítulo 10

«¿Cuántas horas de sueño?», se preguntaba el joven.

La obra había acabado a media noche y luego se habían ido a tomar una copa al White Horse hasta no se sabe cuándo; llegó a casa hacia las tres, tres cuartos de hora de teléfono con Bragg (no, tal vez una hora)… Y a las 8.30 había comenzado el ridículo golpeteo de las cañerías.

¿Cuántas horas de sueño eran, entonces? Las matemáticas se le escapaban en ese momento a Tony Calvert, que decidió que lo mejor era, probablemente, no pensar demasiado en lo exhausto que se sentía. Al menos trabajaba en Broadway y no en publicidad, donde uno empezaba a veces a las (¡que el cielo nos asista!) seis de la mañana. Su actuación vespertina en el Gielgud Theater compensaba con mucho el hecho de tener que trabajar los sábados y domingos.

Examinó los utensilios de su profesión, y decidió que necesitaba aplicarse una dosis mayor del producto para ocultar tatuajes: El muchacho de barbilla cincelada era el suplente aquel día, y las señoras de Teaneek y Garden City podrían dudar de la credibilidad de un primer actor que se suponía debía arder en deseos por la ingenua actriz joven, mientras que en sus generosos bíceps se leía: «Amor eterno a Robert».

Calvert cerró el gran maletín de maquillaje amarillo y se miró al espejo que había junto a la puerta. Su aspecto era mejor que su estado, tuvo que admitir. Su cutis conservaba aún un poco del moreno con el que había vuelto del glorioso viaje a St. Thomas que había hecho en marzo. Y su esbelta figura desmentía la pesadez que sentía en el estómago. (¡Por el amor de Dios, rebaja a cuatro las cervezas! ¿Vale? ¿Podemos soportarlo?) Los ojos, en cambio, sí; sí que estaban bastante rojos. Pero eso se arreglaba enseguida. Un estilista conoce mil maneras de hacer que los viejos parezcan jóvenes; los poco agraciados, bellos y los cansados, despiertos. Comenzó con unas cuantas gotas de colirio, seguidas por el golpe de gracia: unos cuantos retoques con un corrector de ojeras.

Calvert se puso la chaqueta de cuero, cerró la puerta y se dirigió al pasillo de su apartamento del East Village, tranquilo a esas horas, poco antes del mediodía. La mayor parte de la gente, suponía, había salido a disfrutar del primer fin de semana realmente primaveral del año, o estaban aún durmiendo para recuperarse de sus excesos nocturnos.

Salió por la puerta trasera, como hacía siempre, hacia el callejón que había detrás del edificio. Conforme avanzaba por la acera, a unos cuantos metros, le pareció ver algo: algo se movía por una de las callejuelas sin salida que daban al callejón.

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[9] National Crime Information Center, organismo perteneciente al FBI. (N. de la T)