Se detuvo y entornó los ojos en la penumbra. Un animal. ¡Cielos!, ¿sería una rata?
Pues no: era un gato, y parecía herido. Miró alrededor, pero el callejón estaba totalmente desierto, ni rastro del dueño.
¡Oh! ¡Pobre animalito!
A Calvert no le gustaban especialmente los animales de compañía, pero el año anterior había cuidado al Norwich terrier de un vecino, y recordó que el hombre le había dicho que si lo necesitaba, el veterinario de Bilbo estaba justo en la esquina de St. Marks. Dejaría el gato allí de camino del metro. Tal vez quisiera quedarse con él su hermana. Ella adoptaba niños, así que, ¿por qué no gatos?
Deambular por los callejones de un barrio como aquél no era una buena idea, pero Calvert comprobó que seguía estando completamente solo. Avanzó con lentitud por la acera para no asustar al animal. Estaba echado sobre un costado, maullando débilmente.
¿Lo podría coger? ¿Intentaría arañarle? Recordaba haber visto algo en Prevention sobre la fiebre producida por arañazo de gato. Pero el animal parecía demasiado débil para atacarle.
– ¡Oye!, ¿qué es lo que te pasa, hombre? -preguntó en tono tranquilizador-. ¿Estás herido?
Acuclillándose, dejó su maletín de maquillaje sobre los adoquines de la acera y extendió el brazo con mucho cuidado, por si el animal intentaba atacarle. Le tocó, pero retiró la mano de inmediato, desconcertado. El animal estaba helado y escuálido. Se le notaban los huesos duros bajo la piel. ¿Tal vez se acababa de morir? No, movía una pata todavía. Y emitió otro maullido débil.
Volvió a tocarlo. Y… un momento…, no eran huesos lo que tenía debajo de la piel. Eran varillas, y en el interior del cuerpo lo que había era una caja metálica.
¿Qué coño era eso?
¿Sería una cámara oculta? ¿O sólo se trataba de algún imbécil que intentaba tomarle el pelo?
Miró hacia arriba y vio que había alguien a pocos metros. Calvert dio un grito ahogado y retrocedió. Había un hombre acuclillado…
Pero… no, no. Se dio cuenta de que era su propia imagen reflejada en un espejo de cuerpo entero que había en la esquina, al final del oscuro callejón. Calvert vio su cara: una cara de horror, con los ojos espantados y paralizada por un momento. Empezó a relajarse y se rió. Pero acto seguido le hizo fruncir el ceño verse a sí mismo inclinarse hacia adelante: el espejo se venció y terminó hecho añicos sobre los adoquines.
El hombre maduro y con barba que estaba escondido a sus espaldas se abalanzó sobre él, amenazándole con un trozo largo de tubería que llevaba en la mano.
– ¡No! ¡Socorro! -gritó el joven, retrocediendo penosamente-. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
La tubería giró, describiendo un arco muy pronunciado que apuntaba directamente a la cabeza de Calvert.
Pero él se apresuró a coger el maletín de maquillaje y se lo lanzó al agresor, desviando el golpe. Se puso en pie con dificultad y echó a correr. El agresor corrió tras él, pero los adoquines estaban resbaladizos y se cayó con todo el peso sobre una rodilla.
– ¡Tome la cartera! ¡Llévesela! -Se sacó la billetera del bolsillo y la arrojó a sus espaldas. El hombre no le prestó ninguna atención, se incorporó y volvió a correr tras él. Estaba entre Calvert y la calle; la única posibilidad de escape era volver al edificio.
¡Cielo santo, Dios mío!
– ¡Socorro, auxilio, socorro!
«Las llaves», pensó. «Necesito coger las llaves ahora mismo». Se metió la mano en el bolsillo del pantalón vaquero y las sacó, mientras volvía la cabeza un instante. El hombre estaba a pocos metros. «Si no abro la puerta a la primera no hay más que hacer…, soy hombre muerto.»
Calvert ni siquiera redujo la velocidad. Se estampó contra la puerta metálica y, ¡milagro!, logró introducir la llave y girarla a toda velocidad. Al abrirse el pestillo, volvió a sacar la llave, cruzó el umbral de un salto y cerró la puerta de acero tras de sí de un portazo. Se cerró automáticamente.
El corazón le latía apresuradamente y jadeaba atemorizado; descansó unos momentos. Pensaba: ¿Será un atracador? ¿Uno de esos tipos que dan palizas a los gays? ¿Un drogata? En realidad no importaba. «No voy a dejar que este gilipollas se salga con la suya.» Echó a correr pasillo adelante hacia su apartamento. También abrió la puerta de éste a la primera. Entró de un salto, cerró la puerta tras de sí y echó el cerrojo.
Se dirigió corriendo a la cocina, cogió el teléfono y marcó el 911. No tardó en escuchar una voz de mujer que decía: «Policía y emergencias de incendio».
– ¡Hay un hombre!, ¡me acaba de atacar! Está fuera.
– ¿Está herido?
– No, ¡pero tiene que enviar a la policía! ¡Deprisa!
– ¿Está ahí con usted?
– No, él no ha entrado aquí. He cerrado las puertas. Pero puede que siga aún en el callejón. ¡Dése prisa!
¿Qué era eso? Calvert caviló. Había sentido una brisa suave en la cara. La sensación le resultaba familiar, y pronto advirtió que era la corriente de aire que se formaba al abrir la puerta de entrada del apartamento.
La telefonista del 911 preguntó: «Oiga, señor, ¿sigue usted ahí? ¿Puede…?».
Calvert se dirigió hacia la puerta dando tumbos y dio un grito al ver que el hombre de la barba con el trozo de tubería estaba sólo a unos metros de él, y que desconectaba pausadamente la conexión telefónica de la pared. ¡Las puertas! ¿Cómo había abierto las cerraduras?
Calvert retrocedió todo lo que pudo: hasta el frigorífico; no había otro sitio más lejos.
– ¿Qué? -murmuró al advertir las cicatrices que tenía el hombre en el cuello y la mano deforme-. ¿Qué es lo que quiere?
Durante algunos momentos, el agresor no le prestó ninguna atención y se limitó a mirar a su alrededor, primero a la mesa de la cocina, y después a la gran mesa de madera del comedor. Hubo algo en esta última que pareció agradarle. Se volvió, y cuando lanzó la tubería contra los brazos levantados de Calvert, pareció que el golpe más bien obedecía a un cambio de opinión.
Se aproximaron en silencio.
Eran dos coches patrulla, con dos oficiales en cada uno.
El sargento se bajó del primero antes incluso de que éste se hubiera detenido del todo. Habían pasado sólo seis minutos desde que recibieron la llamada del 911. Aunque se había interrumpido, la Central sabía desde qué bloque y apartamento se había realizado, gracias a la tecnología de localización de llamadas.
Seis minutos… Si tenían suerte, encontrarían a la víctima viva y coleando. Si no tenían tanta suerte, por lo menos el agresor estaría aún en el apartamento, rebuscando entre las pertenencias de la víctima.
El sargento hizo una llamada desde su Motorola.
– Cuatro Cinco Tres Uno a Central. Aquí Diez Ochenta y Cuatro en la escena de la agresión en la calle Nueve. Cambio.
– Comprendido, Cuatro Cinco Tres Uno. Ya está en camino una ambulancia. ¿Hay algún herido? Cambio.
– No lo sé todavía. Corto.
– Comprendido, Cuatro Cinco Tres Uno. Corto.
Envió a uno de sus hombres a la parte posterior del edificio para que cubriera la puerta de servicio y las ventanas traseras, mientras ordenaba a otro que se quedara en la entrada principal. Un tercer oficial acompañó al sargento al portal.
Si tenían suerte, el agresor saldría por una ventana y se rompería la rodilla. El sargento no estaba de humor para perseguir gilipollas en un día tan hermoso como aquél.
Se encontraban en la Alphabet City, llamada así por los nombres de las avenidas que corrían de Norte a Sur en esa zona: la A, la B, la C…, me voy a preparar un chute porque necesito ponerme cuanto antes… Aunque había ido mejorando poco a poco, seguía siendo uno de los barrios más peligrosos de Manhattan. Los dos policías habían sacado ya sus armas cuando llegaron a la puerta.
Si tenían suerte, sólo llevaría un cuchillo, o algo parecido a lo que aquel otro idiota hasta arriba de crack había utilizado para amenazarle la semana anterior: un palillo de comida china y la tapadera de un cubo de basura a modo de escudo.