Bueno, por lo menos ahí tenían un respiro: no era necesario que encontraran a alguien que les abriera la puerta de seguridad. Vieron que iba a salir del portal una ancianita, cargada con un bolso de la compra del que sobresalía una enorme piña. Parpadeando por la sorpresa que le causó encontrarse con los agentes, abrió la puerta y la sujetó para cederles el paso. Ellos entraron a toda prisa y como respuesta a la pregunta de la mujer sobre el motivo de su presencia, dijeron:
– No hay por qué preocuparse, señora.
Si tenemos suerte…
El apartamento 1J estaba en la planta baja, en la parte posterior. El sargento se colocó a la izquierda de la puerta. El otro oficial se puso al otro lado, miró a su compañero y asintió con la cabeza. El sargento llamó enérgicamente a la puerta con sus poderosos nudillos.
– ¡Policía! ¡Abra la puerta! ¡Ábrala ahora mismo!
No hubo respuesta alguna desde dentro.
– ¡Policía!
Comprobó el picaporte. Más suerte. No estaba cerrada. El sargento empujó la puerta y ambos hombres se quedaron en su posición, sin entrar, a la espera. Pasados unos instantes, el sargento se asomó.
– ¡Por el amor de Dios! -susurró al ver lo que había en el centro del salón.
La palabra «suerte» desapareció de su mente por completo.
El secreto del éxito de la magia proteica, o transformismo, consiste en hacer cambios, claros pero sencillos, en el aspecto y en la conducta, al tiempo que se distrae al público mediante la desorientación.
Y no había un cambio más claro que transformarse en una mujer de setenta y cinco años con la cesta de la compra.
Malerick sabía que la policía no tardaría en llegar. Así que, tras su breve actuación en el apartamento de Tony Calvert, se cambió rápidamente y se puso uno de los atuendos que utilizaba para sus números de escapismo: un vestido azul de cuello alto y una peluca blanca. Se recogió los vaqueros elásticos hasta que quedaron ocultos por debajo del dobladillo del vestido, y dejó al descubierto unos calcetines elásticos. Se quitó la barba y se aplicó el colorete de color rojo chillón que llevan algunas viejas chaladas. También se pintó bastante las cejas. Varias docenas de toques con un lápiz color siena le imprimieron las arrugas propias de una septuagenaria. Y se cambió de zapatos.
Y en cuanto a la desorientación, había encontrado en el apartamento un cesto de la compra, que rellenó de papel de periódico -y, oculto entre las hojas, metió el trozo de tubería y la otra arma que había utilizado para su «número»-, sobre el que colocó una gran piña fresca que encontró en la cocina de Calvert. Si se encontraba con alguien antes de salir del edificio, era posible que repararan en él, pero con certeza en lo que se fijarían era en la enorme piña, que fue precisamente lo que pasó cuando sujetó la puerta para cederles el paso a los policías.
Después, a unos cuatrocientos metros del edificio y todavía vestido de mujer, se detuvo y se apoyó en el muro de un bloque como si estuviera intentando recuperar el aliento. Luego se metió en un callejón oscuro. De un tirón se quitó el vestido, cuyas costuras eran diminutas tiras de velero. Metió el traje y la peluca en una correa elástica de treinta centímetros de ancho que llevaba alrededor de la cintura y que comprimía las prendas de modo que no se notaban bajo la camisa.
Volvió a bajarse la parte inferior de las perneras, y procedió a desmaquillarse con toallitas que llevaba en el bolsillo, hasta que el colorete, las arrugas y la pintura para las cejas desaparecieron, como comprobó en un pequeño espejo que llevaba. Tiró las toallitas en la cesta de la compra, y metió la piña en una bolsa verde de basura. Se fijó en un coche mal aparcado que había cerca, así que forzó la cerradura del maletero y arrojó allí la bolsa. A la policía nunca se le ocurriría registrar los maleteros de los coches aparcados y, de todas formas, lo más posible era que la grúa se llevara aquel coche antes de que su dueño volviera.
Salió de nuevo a la calle principal, y dirigió sus pasos hacia una de las bocas de metro del West Side.
¿Qué les ha parecido nuestra segunda actuación, Venerado Público?
A él le parecía que todo había ido bien, teniendo en cuenta que había resbalado en la maldita acera, lo que había dado al artista cierta ventaja y le había permitido echar el cerrojo a dos puertas.
Sin embargo, Malerick ya tenía a mano sus herramientas para forzar cerraduras cuando llegó a la puerta trasera del bloque de Calvert.
Había pasado años estudiando la técnica de abrir cerraduras. Era una de las primeras habilidades que le enseñó su mentor. Una persona que fuerza cerraduras emplea dos herramientas: una llave de gancho, que se inserta en la cerradura y se gira para ejercer presión sobre las clavijas de cierre que hay dentro, y el gancho propiamente dicho, que retira las clavijas para que el cierre quede abierto.
Retirar las clavijas una por una puede llevar mucho tiempo, así que Malerick había llegado a dominar una técnica muy difícil llamada «restregado» que permitía desplazar el gancho hacia adelante y hacia atrás con toda rapidez, lo que apartaba las clavijas. El restregado sólo funciona cuando la persona que lo está haciendo nota el punto exacto en que han de combinarse el par de torsión del cilindro y la presión de las clavijas. Con unas herramientas de sólo unos cuantos centímetros de largo, a Malerick no le llevó más de treinta segundos abrir las cerraduras de la puerta trasera y del apartamento de Calvert.
¿Les parece imposible, Venerado Público?
Pero eso es lo que hacen los ilusionistas, ¿saben?: hacer realidad lo imposible.
Un poco antes de llegar a la boca de metro se detuvo a comprar un ejemplar del New York Times, que hojeó mientras estudiaba a los viandantes. De nuevo, parecía que nadie le había seguido. Bajó corriendo las escaleras para coger el metro. Un artista precavido de verdad habría esperado un poco más para cerciorarse de que no le habían seguido. Pero Malerick no disponía de mucho tiempo. El próximo sería un número difícil -era un reto bastante importante que él mismo se había fijado-, y tenía que hacer algunos preparativos.
No se atrevía a correr el riesgo de defraudar a su público.
Capítulo 11
– Esto es un horror, Rhyme.
Amelia Sachs pronunció esas palabras ante el micrófono de diadema. Se hallaba de pie en la puerta de entrada al apartamento 1J, en el corazón de Alphabet City.
Esa misma mañana, Lon Sellitto había ordenado a todos los agentes de la Central encargados de transmitir avisos que le notificaran de inmediato cualquier información sobre homicidios en Nueva York. Cuando llegó un informe sobre aquel asesinato, llegaron a la conclusión de que era obra de El Prestidigitador: la forma misteriosa en que el asesino había conseguido entrar al apartamento del joven era una pista. Pero el factor decisivo fue que había destrozado el reloj de la víctima, como había hecho con el de la estudiante en su primer asesinato esa misma mañana.
Una de las diferencias entre ambos casos era la causa de la muerte. Y eso fue lo que provocó el comentario que Sachs le hizo a Rhyme. Mientras Sellitto daba órdenes a los detectives y los agentes de patrulla en el pasillo, Sachs estudió a la pobre víctima: un hombre joven llamado Anthony Calvert. Estaba tendido boca arriba en mitad de la mesa del comedor, brazos y piernas extendidos, y las manos y los pies atados a las patas de la mesa. Tenía el abdomen completamente cortado, hasta la columna.
Sachs estaba describiendo la herida a Rhyme.
– Bueno -dijo el criminalista sin demostrar emoción alguna-. Tiene lógica.