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– ¿Lógica?

– Yo diría que sigue con el tema de la magia. Utilizó cuerdas en el primer asesinato. Y ahora parte a su víctima en dos.

Sachs le oyó decir en voz más alta, probablemente dirigiéndose a Kara:

– ¿Eso es un truco de magia, no? ¿Partir a alguien en dos mitades?

Se produjo un silencio, tras el cual volvió a dirigirse a Sachs:

– Dice que es un truco clásico de ilusionismo.

Rhyme tenía razón, pensó Amelia; ella se había quedado impresionada con la escena y no había relacionado los dos asesinatos.

Un truco de ilusionismo…

Aunque «mutilación macabra» sería una definición más adecuada.

«Procura que no te afecte», se dijo a sí misma. Un sargento se mantendría distanciado.

Pero, de pronto, reparó en algo que no se le había ocurrido.

– Rhyme, ¿tú crees…?

– ¿Qué?

– ¿Tú crees que estaba vivo cuando el asesino empezó a cortarle? Tiene las manos atadas a las patas de la mesa.

– ¿Te refieres a que tal vez nos haya dejado alguna señal, alguna pista sobre la identidad del asesino? Eso está bien…

– No -dijo ella con suavidad-. Me refiero al dolor.

– ¡Ah, a eso!

¡Ah, a eso!

– Los análisis de sangre nos lo dirán.

Entonces, Sachs advirtió un traumatismo producido por un objeto romo y grande en la sien de Calvert. Era una herida que no había sangrado mucho, lo que indicaba que el corazón se había parado poco después de que le rompieran el cráneo.

– No, Rhyme. Parece que el corte fue postmortem.

Oyó la voz lejana del criminalista, que se dirigía a su ayudante para decirle que lo escribiera en la pizarra con las pruebas. Dijo alguna otra cosa, pero Sachs no le estaba prestando atención alguna. La imagen de la víctima se había apoderado de ella con fuerza y no podía apartarla de su mente. Pero eso era precisamente lo que quería. Sí, podía olvidarse de la muerte -como tenían que hacer todos los policías de escenas del crimen-, y lo haría en unos momentos. Sin embargo, en su opinión, la muerte se merecía unos instantes de quietud. No por ningún motivo que tuviera que ver con la espiritualidad o con un respeto abstracto por los muertos. No, lo hizo para ella, para que su corazón resistiera el endurecimiento hasta hacerse como de piedra, un proceso al que tenía que someterse con demasiada frecuencia en su profesión.

Se dio cuenta de que Rhyme estaba diciéndole algo.

– ¿Qué? -le preguntó.

– Estaba pensando… ¿hay armas?

– No se ha encontrado ninguna. Pero yo no he empezado a registrar todavía.

Un sargento y un oficial de uniforme se unieron a Sellitto en la puerta.

– He estado hablando con los vecinos -dijo uno de ellos. Señaló con la cabeza el cadáver, se volvió y, con toda rapidez, volvió a girar la cabeza hacia la víctima. Sachs supuso que aún no había visto la carnicería de cerca.

– La víctima era un tipo amable y tranquilo. Le gustaba a todo el mundo. Era homosexual, pero no de la sección dura ni nada por el estilo. Llevaba ya un tiempo sin salir con nadie.

Sachs asintió y luego dijo ante su micro:

– No parece que conociera al asesino, Rhyme.

– Bueno, tampoco pensábamos que fuera probable, ¿no? -dijo el criminalista-. El Prestidigitador tiene otros planes, sean los que sean.

– ¿A qué se dedicaba? -les preguntó Sachs a los oficiales.

– Maquillador y estilista en uno de los teatros de Broadway. Encontramos su maletín en el callejón. Ya sabes: laca, maquillaje, brochas.

Sachs pensó si Calvert habría trabajado alguna vez para fotógrafos de moda, en cuyo caso, tal vez la había maquillado a ella cuando trabajó para la agencia de modelos Chantelle, en Madison Avenue. A diferencia de muchos fotógrafos y de los ejecutivos, los maquilladores trataban a las modelos como si fueran seres humanos. Un ejecutivo financiero podría hacer el siguiente comentario respecto a una modelo: «Bueno, pues vamos a pintarla y veremos cómo queda». A lo que el maquillador respondía: «Disculpe, pero no sabía que la chica fuera una valla».

Un detective asiático-americano de la Comisaría Novena, a la que correspondía esa zona de la ciudad, se acercó a la puerta mientras colgaba su teléfono móvil.

– ¿Qué os parece, eh? -preguntó jovialmente.

– Qué os parece -murmuró Sellitto-. ¿Tienes idea de cómo se escapó? La propia víctima llamó al 911. Los agentes que respondieron a la llamada debieron de tardar en llegar diez minutos.

– Seis -precisó el detective.

Uno de los sargentos dijo:

– Nos aproximamos en silencio y cubrimos todas las puertas y ventanas. Cuando entramos en la casa, el cuerpo estaba todavía caliente. Estoy hablando de un 98,6. Fuimos puerta por puerta, pero ni rastro del autor.

– ¿Algún testigo?

El sargento asintió.

– La única persona con la que nos encontramos en el portal fue a una señora mayor. Fue ella quien nos abrió la puerta. Cuando vuelva habláremos con ella. Tal vez le viera.

– ¿La señora se marchó?

– Sí.

Rhyme lo oyó, y dijo:

– ¿Sabes quién era, no?

– ¡Joder! -exclamó bruscamente Sachs.

– No -dijo el detective-. Pero no importa, hemos echado tarjetas por debajo de todas las puertas. Nos llamará.

– No, no nos llamará -dijo la oficial con un suspiro-. Era el asesino.

– ¿Ella? -preguntó el sargento elevando la voz. Soltó una carcajada.

– No era «ella» -le explicó Sachs-. Era una ancianita sólo en apariencia.

– ¡Un momento, oficial! -le interrumpió Sellitto-. No nos volvamos tan paranoicos. Ese tipo no puede hacer operaciones de cambio de sexo ni cosas por el estilo.

– Sí, sí que puede. Recuerda lo que nos dijo Kara. Era ella, teniente. ¿Qué te apuestas?

Oyó la voz de Rhyme en su oído:

– Yo no apuesto esta vez, Sachs.

– Pero esa mujer tenía como… setenta años o algo así -dijo el sargento a la defensiva-. Y llevaba una gran bolsa con verduras. Había una piña que…

– Mirad -dijo Sachs señalando a la encimera de la cocina, sobre la cual había dos hojas puntiagudas. Junto a ellas había una pequeña tarjeta con una gomita, cortesía de los establecimientos Dole, en la que figuraban algunas sabrosas recetas para hacer con piña fresca.

¡Joder! ¡Y lo habían tenido delante, a unos cuantos centímetros!

– Además -continuó Rhyme-, el arma asesina estaba probablemente en la cesta de la compra.

Sachs repitió estas palabras al cada vez más sombrío detective de la Novena.

– No le viste la cara, ¿verdad? -le preguntó al sargento.

– En realidad, no. Sólo la miré de refilón. Iba…, iba toda maquillada, toda llena de…, ¿cómo se llama eso? Mi abuela lo usaba…

– ¿Colorete? -le preguntó Sachs.

– Eso es. Y llevaba las cejas pintadas. Bueno, ahora la…, le encontraremos. No puede haber ido muy lejos.

– Se ha vuelto a cambiar de ropa, Sachs -dijo Rhyme-; es probable que haya tirado la que llevaba puesta en algún lugar de los alrededores.

Sachs le dijo al detective asiático:

– Ahora va vestido con otra ropa. Pero el sargento puede darte una descripción de las prendas. Deberías mandar a algunos agentes para que busquen en los contenedores y los callejones cercanos.

El detective frunció el ceño con frialdad y miró a Sachs de arriba abajo. Una mirada de advertencia que le lanzó Sellitto le recordó a la oficial que una parte importante del proceso de llegar a ser sargento era no actuar como tal hasta que uno lo fuera realmente. Acto seguido, él mismo autorizó la búsqueda, así que el detective recogió su transmisor y realizó la llamada.

Sachs se puso el mono de tyvek y recorrió la cuadrícula en el portal y el callejón (donde encontró la prueba más rara con la que jamás se había cruzado: un gato negro de juguete). A continuación hizo lo mismo en la horripilante escena del apartamento del joven, examinó el cadáver y recopiló las pruebas.