Выбрать главу

Se dirigía a su coche cuando Sellitto la detuvo.

– ¡Eh, oficial! Espera un momento. -Colgó el teléfono. A juzgar por el ceño fruncido que lucía, la conversación que acababa de mantener había debido de ser difícil-. Tengo que reunirme con el capitán y con el comisario para tratar el caso de El Prestidigitador. Pero necesito que hagas algo por mí. Vamos a añadir a alguien al equipo y quiero que le recojas.

– Vale. Pero, ¿por qué otra persona?

– Porque nos hemos encontrado con dos cadáveres en cuatro horas y no tenemos a ningún sospechoso, ¡me cago en la leche! -le soltó-. Y eso significa que los mandamases no están contentos, precisamente. He aquí tu primera lección sobre cómo ser una sargento: cuando los de arriba no están contentos, uno no está contento.

* * *

El Puente de los Suspiros.

Era la pasarela elevada que conectaba las dos gigantescas torres del Centro de Detención de Manhattan, situado en Centre Street, en el centro de Manhattan.

El Puente de los Suspiros: un camino que había sido recorrido por los más grandes mafiosos con sus cien sicarios; por jóvenes aterrorizados que lo único que habían hecho era sacudir con un bate de béisbol al gilipollas que había dejado embarazada a su hermana o a su prima; por majaderos con los nervios a flor de piel que habían matado a un turista por cuarenta y dos dólares, porque necesitaba el crack, lo necesitaba, tío, lo necesitaba…

Amelia Sachs iba cruzando el puente en ese momento de camino hacia el Centro, cuyo nombre oficial era Complejo Bernard B. Kerik, aunque de manera informal se le llamaba «Las Tumbas», denominación heredada de la antigua cárcel de la ciudad, que se hallaba al otro lado de la calle. Allí, en los dominios del poder policial de la ciudad, Sachs le dijo su nombre a un guardia, entregó su Glock (el arma extraoficial, una navaja automática, la había dejado en el Camaro) y entró en el seguro vestíbulo que había al otro lado de una ruidosa puerta eléctrica que se cerró con un crujido.

Unos minutos más tarde, el hombre a quien había venido a recoger salió de una sala de interrogatorio de detenidos que había cerca. Esbelto, de treinta y muchos años, con un pelo castaño que estaba empezando a ralear y una ligera sonrisa dibujada en su cara de buena gente. Llevaba americana, camisa azul de vestir y vaqueros.

– ¡Amelia, eh, oye! -chilló con acento sureño-. ¿Vas llevarme a casa de Lincoln?

– ¡Hola, Rol! Claro que sí.

El detective Roland Bell se desabrochó la chaqueta y Amelia le miró de reojo el cinturón. Al igual que ella, y en cumplimiento de las normas, no iba armado, aunque advirtió que llevaba dos fundas vacías a la altura del estómago. Recordó que en la época en que trabajaron juntos solían comparar historias de cómo «clavar los clavos» (expresión típica del sur que se usa para referirse al tiro), una afición para él y un deporte de competición para ella.

Se les unieron dos hombres que habían estado también en la sala de interrogatorios. Uno iba de traje; era un detective que ella ya conocía de antes: Luis Martínez, un hombre callado, con el pelo cortado al rape y unos ojos vivos y prudentes.

El segundo iba vestido con ropa de ejecutivo en fin de semana: pantalones de sport color caqui, una camisa negra de Izod y una cazadora descolorida. Se lo presentaron a Sachs como Charles Grady, aunque ella ya lo conocía de vista: era el fiscal adjunto del distrito, una celebridad entre las fuerzas del orden de Nueva York. Aquel hombre enjuto, de mediana edad y licenciado en Derecho por la Universidad de Harvard, había seguido en la oficina del fiscal del distrito mucho después de que la mayoría de sus colegas se hubieran trasladado a puestos más lucrativos. «Pitbull» y «tenaz» eran dos de los muchos clichés con los que solía referirse a él la prensa. Se le comparaba (comparación de la que él salía mejor parado) con Rudolph Giuliani, pero, a diferencia del antiguo alcalde, Grady no tenía ambiciones políticas. Estaba contento en la oficina del fiscal, dedicado a lo que para él era una pasión y que describía simplemente como «meter a tipos malos en la cárcel».

Y resultaba que lo hacía a las mil maravillas; su historial de condenas era uno de los mejores en los anales de la ciudad.

Bell estaba allí debido al caso que ocupaba a Grady en aquel momento. El Estado había interpuesto una acción judicial contra un agente de seguros de cuarenta y cinco años que vivía en una ciudad rural del norte del Estado de Nueva York. Sin embargo, más que por redactar pólizas de propiedad inmobiliaria, a Andrew Constable se le conocía por dirigir una milicia local, la Unión Patriótica. Se le acusó de conspiración de asesinato y delitos de xenofobia, y el caso fue trasladado a la sede central a raíz de una moción de cambio de jurisdicción.

Conforme se aproximaba la fecha del juicio, Grady empezó a recibir amenazas de muerte, y hacía unos días que le habían llamado de la oficina de Fred Dellray, un agente del FBI que solía trabajar con Rhyme y Sellitto. Dellray se hallaba en aquel momento en algún lugar desconocido, cumpliendo una misión clasificada relacionada con el antiterrorismo, pero sus compañeros sabían que parecía inminente un atentado grave contra la vida de Grady. El jueves por la noche o el viernes de madrugada habían entrado a robar en la oficina del fiscal adjunto. Fue entonces cuando se tomó la decisión de llamar a Roland Bell.

La misión oficial de aquel agente de voz suave oriundo de Carolina del Norte era trabajar en Homicidios y otros delitos graves junto a Sellitto. Pero también dirigía una división extraoficial de detectives del NYPD conocida por las siglas SWAT, que no tenían nada que ver con Cops, como pensaría cualquier seguidor de dicha serie; a algún agente guasón se le había ocurrido rebautizarlo como: «Equipo de Salvación del Culo de los Testigos» [10].

Bell tenía, como él mismo solía explicar, «una habilidad especial para mantener vivas a personas que otros deseaban que estuvieran muertas».

Como consecuencia, además de su trabajo habitual de investigación con Sellitto y Rhyme, Bell prolongaba su jornada laboral dirigiendo ese destacamento de protección.

Pero ahora, Grady tenía sus guardaespaldas, y los mandamases de la Central -los descontentos mandamases- habían decidido dar un mayor empuje a las acciones para atrapar al Prestidigitador. Se necesitaba más músculo en el equipo de Rhyme y Sellitto, y Bell era la elección lógica.

– Ya has visto a Andrew Constable -le dijo Grady a Bell indicándole con la cabeza el grasiento cristal de la ventana que daba a la sala de interrogatorios.

Sachs se acercó a la ventana y vio que el detenido era un hombre delgado, de aspecto bastante distinguido, que vestía un mono de color naranja. Estaba sentado ante una mesa, tenía la cabeza agachada y asentía lentamente con la cabeza.

– ¿Te esperabas que fuera así? -continuó Grady.

– Creo que no -contestó Bell con su acento sureño-. Yo pensaba que tendría un aspecto más pueblerino, que se parecería más uno de esos fanáticos de manual, ¿sabes a los que me refiero? Pero ese tipo tiene unos modales bastante notables. El meollo de la cuestión, Charles, es que él no se siente culpable.

– Desde luego que no. -Grady hizo una mueca-. Va a ser difícil condenarle. -Soltó una risa irónica-. Pero para eso me dan los buenos billetitos que gano. -Grady ganaba menos que un abogado recién incorporado a un bufete de Wall Street.

– ¿Se sabe algo más del robo en tu oficina? -preguntó Bell-. ¿Está preparado ya el informe preliminar? Necesito verlo.

– Están en ello. Nos encargaremos de que te envíen una copia.

– Y hay otro asunto del que tenemos que ocuparnos -siguió Bell-. Dejaré a mis chicos y chicas contigo y con tu familia, pero no tienes más que llamarme por teléfono para que me presente donde tú me digas.

вернуться

[10] En realidad, la siglas significan Special Weapons and Tactics. (N. delaT)