– De acuerdo. Por mi derecha. Yo estaré…
– Tú estarás a mi izquierda.
– Sigue.
– Una -Franciscovich agarró el pomo con la mano izquierda-. Dos.
Esa vez deslizó el dedo en el seguro del arma y acarició con suavidad el segundo dispositivo de seguridad (el del gatillo en las pistolas Glock).
– ¡Y tres! -gritó Franciscovich, tan alto que tuvo la certeza de que su compañera la habría oído sin necesidad del radiotransmisor. Cruzó el umbral tras dar un empujón a la puerta y entró en la gran sala rectangular justo cuando se encendieron las luces cegadoras.
– ¡Alto! -gritó en la sala vacía.
Agachada y con la piel sudorosa por la tensión, apuntaba con el arma a derecha e izquierda, recorriendo el lugar con la mirada, centímetro a centímetro.
Ni rastro del asesino, ni rastro de la rehén.
Miró hacia la izquierda, hacia la otra puerta, donde se encontraba Nancy Ausonio quien, a su vez, escudriñaba la sala frenéticamente.
– ¿Dónde? -preguntó en un susurro.
Franciscovich hizo un movimiento negativo con la cabeza. Advirtió que había unas cincuenta sillas plegables de madera ordenadamente dispuestas en filas. Cuatro o cinco estaban apoyadas en el respaldo o en el lateral.
Pero no parecía que formaran una barricada; se notaba que no habían sido derribadas intencionadamente. A su derecha había un escenario bajo y, sobre él, un amplificador y dos altavoces. Y un maltrecho piano de cola.
Las dos oficiales podían ver prácticamente todo lo que había en la habitación.
Salvo al autor del crimen.
– ¿Qué ha pasado, Nancy? Dime lo que ha pasado.
Ausonio no contestó; al igual que su compañera, miraba a su alrededor con desesperación, dando un giro de trescientos sesenta grados, explorando todas las zonas de sombra, todos los muebles, aunque estaba claro que el hombre no se encontraba allí.
Fantasmagórico…
La sala era básicamente un cubo cerrado. No había ventanas. Los conductos de ventilación para el aire acondicionado y la calefacción medían sólo unos quince centímetros. El techo era de madera, no de baldosas antirruido. No se veía ninguna trampilla. Ni otros accesos que no fueran el que había empleado Ausonio y la puerta de incendios por la que había entrado Franciscovich.
– ¿Dónde? -musitó Franciscovich.
Su compañera murmuró algo como respuesta. La agente no pudo descifrarlo, pero el mensaje se leía en su cara: no tengo ni la menor idea.
– ¡Hola! -se oyó una voz enérgica desde la puerta. Ambas se volvieron en esa dirección, apuntando con sus armas a la sala vacía-. Acaban de llegar la ambulancia y más agentes -dijo la voz. Era el vigilante, que estaba escondido.
Franciscovich, con el corazón acelerado por el susto, le gritó que entrara.
El vigilante preguntó:
– ¿Ya han…, esto…, ya lo han atrapado?
– No está aquí -respondió Ausonio con voz temblorosa.
– ¿Cómo? -El hombre miró con cautela hacia el interior de la sala.
Franciscovich oyó las voces de los agentes y técnicos del Servicio Médico de Emergencias que llegaban en ese momento. El sonido metálico de los equipos. Pero las mujeres no eran capaces de reunirse con sus compañeros. Estaban paralizadas en mitad de la sala de conciertos, muy nerviosas y desconcertadas, intentando en vano imaginar cómo se había escapado el asesino de una habitación de la que no había posibilidad de escapar.
Capítulo 2
– Está escuchando música.
– Yo no estoy escuchando música. Sólo da la casualidad de que la música está sonando. Pero sólo eso.
– ¿Música, eh? -dijo entre dientes Lon Sellitto al entrar en el dormitorio de Lincoln Rhyme-. ¡Qué coincidencia!
– Le está tomando gusto al jazz -le explicó Thom al detective barrigón-. Me ha sorprendido, debo confesarlo.
– Como ya he dicho -prosiguió Lincoln Rhyme con petulancia-, yo estoy trabajando y da la casualidad de que se escucha una música de fondo. ¿Qué quieres decir con «coincidencia»?
El ayudante, delgado y joven, vestido con una camisa blanca, pantalones de sport color tostado y una corbata morada lisa, señalando con la cabeza al monitor plano que había delante de la cama Flexicair de Rhyme dijo:
– No, no está trabajando. A no ser que quedarse mirando fijamente la misma página una hora sea trabajar. ¡Ya me gustaría a mí trabajar así, pero no me dejan!
– «Comando. Pasar página.» -El ordenador reconoció la voz de Rhyme y obedeció la orden, presentando otra página de la Revista forense en el monitor. Rhyme le preguntó con mordacidad a Thom-: A ver, dime, ¿quieres hacerme alguna pregunta sobre lo que he estado mirando fijamente? ¿La composición de las cinco toxinas exóticas más importantes halladas recientemente en laboratorios terroristas de Europa? ¿Y qué te parece si nos apostamos algo sobre las respuestas?
– No. Tenemos otras cosas que hacer -respondió el ayudante, refiriéndose a las diversas funciones corporales de las que los cuidadores deben ocuparse varias veces al día, en el caso de que sus pacientes sean tetrapléjicos como Lincoln Rhyme.
– Enseguida nos ponemos con eso -dijo el criminalista, disfrutando de un riff de trompeta especialmente enérgico.
– Nos ponemos con ello ahora. Si nos disculpas un momento, Lon.
– Sí, claro. -El corpulento y arrugado Sellitto salió al pasillo al que daba el dormitorio de Rhyme, situado en la segunda planta de la casa que éste tenía en Central Park West. Cerró la puerta tras de sí.
Conforme Thom cumplía con mano experta con sus obligaciones, Lincoln Rhyme escuchaba la música y seguía dándole vueltas a «¿lo de la coincidencia?».
Cinco minutos más tarde, Thom permitió a Sellitto que entrara otra vez en el dormitorio.
– ¿Quieres un café?
– Pues sí, no me vendría mal. Es demasiado temprano para trabajar en sábado.
El ayudante se marchó.
– Entonces… ¿cómo me ves, Linc? -preguntó Sellitto, haciendo piruetas; el detective de mediana edad llevaba un traje gris típico de su vestuario (en el que sólo parecían tener cabida las telas permanentemente arrugadas).
– ¿En un pase de modelos? -contestó Rhyme.
¿Coincidencia?
En ese momento volvió a concentrarse en el CD. ¿Cómo demonios podía alguien tocar la trompeta con tanta suavidad? ¿Cómo se podía sacar ese tipo de sonido de un instrumento metálico?
El detective continuó:
– He perdido casi siete kilos y medio. Rachel me ha puesto a régimen. El problema está en las grasas. Si uno deja de tomar grasas, es sorprendente lo que se puede adelgazar.
– Las grasas, sí. Creo que eso ya lo sabemos, Lon. ¿Entonces…? -preguntó, aunque lo que quería decir en verdad era: ve al grano.
– Estamos ante un caso incomprensible. Se ha encontrado un cadáver hace media hora en una Escuela de Música que está en esta calle, un poco más arriba. Yo soy el oficial encargado del caso, y no nos vendría mal una ayudita.
«Escuela de música. Y yo estoy escuchando música. ¡Vaya coincidencia más burda!»
Sellitto repasó algunos de los hechos: estudiante asesinada, casi pescan al autor del crimen, pero se escapó por alguna especie de trampilla que nadie había logrado encontrar.
La música era matemática. Hasta ahí estaba claro para Rhyme, un científico. Era lógica, estaba perfectamente estructurada. Era también infinita, reflexionó. Se podía escribir un número ilimitado de melodías. Uno no podía aburrirse nunca escribiendo música. Se preguntaba cómo era posible acometerlo. Rhyme no se tenía por una persona creativa. Cuando tenía once o doce años, había recibido clases de piano, pero, aunque se había enamorado perdidamente de la señorita Osborne, las lecciones en sí fueron un fracaso. Sus recuerdos más tiernos de aquel instrumento se remontaban a una ocasión en la que tomó fotografías estroboscópicas de las cuerdas resonantes para un proyecto científico.