Выбрать главу

O parecían tener.

Tal ilusión se debía al empleo que hacía Malerick del mentalismo, una habilidad en la que no destacaba especialmente, pero demostraba cierta competencia. El mentalismo no tiene nada que ver con averiguar telepáticamente los pensamientos de una persona, ni mucho menos. Es una mezcla de técnicas mecánicas y psicológicas a partir de las cuales se deducen ciertos hechos. Y Malerick estaba haciendo en ese momento lo que hacían los mejores mentalistas: leer el cuerpo; así se denominaba, en oposición a leer la mente. Estaba advirtiendo unos cambios muy sutiles en las poses, las expresiones faciales y los gestos que Cheryl le ofrecía en respuesta a sus comentarios. Algunos delataban que se estaba apartando de los pensamientos de ella; otros, que estaba dando en el clavo.

Mencionó, por ejemplo, que tenía un amigo que acababa de divorciarse, y este comentario le permitió deducir que ella también lo había hecho recientemente y que había sido la víctima. Entonces, haciendo muecas de dolor, le dijo que él también estaba divorciado, que su mujer tuvo una aventura amorosa y le abandonó. Le dejó destrozado, pero ahora estaba recuperándose.

– Yo renuncié a un barco -dijo ella con acritud-, sólo para perder de vista a ese hijo de puta. Un velero de más de siete metros.

Malerick empleó también la llamada «sentencia Barnum» para hacerle creer que tenían más cosas en común de las que en realidad tenían. El ejemplo típico de tal aseveración sería la de un mentalista que tras evaluar el tema de conversación, dijera con gravedad: «Me parece que suele ser usted extrovertida, aunque a veces se muestra bastante tímida».

Tras la aparente perspicacia de la frase, no deja de ser una afirmación que, sin duda, podría aplicarse a cualquier ser que haya sobre la Tierra.

Ni el supuesto John ni Cheryl tenían hijos. Ambos tenían gatos, padres divorciados y pasión por el tenis. ¡Cuántas coincidencias! Hechos el uno para el otro…

Casi había llegado la hora, pensó Malerick. Pero no había ninguna prisa. Aunque la policía tuviera algunas pistas de lo que estaba tramando, pensarían que hasta las cuatro no iba a matar a nadie; y acababan de dar las dos.

Es posible que piensen ustedes, Venerado Público, que el mundo de la ilusión nunca se cruza con el mundo real, pero eso es sólo una verdad a medias.

Estoy pensando en John Mulholland, el famoso mago y editor de la revista de magia La esfinge. En los años cincuenta anunció de repente que se retiraba anticipadamente de la magia y del periodismo.

Nadie se explicaba el motivo. Pero, entonces, comenzaron los rumores: rumores de que se había puesto al servicio de la inteligencia de Estados Unidos afín de enseñar a los espías a utilizar técnicas de magia para administrar drogas de manera tan sutil que ni el comunista más paranoico sabría que le estaban dando gato por liebre.

¿Qué ven en mis manos, Venerado Público? Fíjense bien en mis dedos. Nada, ¿no? Parece que están vacíos. Aun así, como habrán adivinado, no lo están…

Y en ese momento, valiéndose de una de las técnicas más refinadas para drogar a alguien sin que éste lo advierta, Malerick cogió su cucharilla con la mano izquierda y dio con ella unos golpecitos sobre el mantel, distraídamente. Cheryl se fijó en ello. Fue cuestión de una fracción de segundo, pero le dio a Malerick el tiempo suficiente para, con la otra mano, que alargó simultáneamente para coger el azucarero, volcar una diminuta cápsula de polvos insípidos en el café de la mujer.

John Mulholland se habría sentido orgulloso.

Transcurridos unos momentos, Malerick comprobó que la droga estaba haciendo efecto; Cheryl tenía la mirada ligeramente perdida y se tambaleaba en su asiento. Aun así, la mujer no era consciente de que algo fuera mal. Eso era lo bueno del flunitracepam, el principio activo del famoso fármaco Rohypnol, empleado por los agresores sexuales que actúan con personas de su entorno: la víctima no se da cuenta de que la han drogado.

Al menos hasta la mañana siguiente. Y, en el caso de Cheryl Marston, eso no supondría ningún problema.

Malerick la miró y sonrió.

– ¡Oye! ¿Quieres ver algo divertido?

– ¿Divertido? -contestó amodorrada. Parpadeó y le mostró una amplia sonrisa.

Él pagó la cuenta y le dijo:

– Acabo de comprar un barco.

– ¿Un barco? -dijo ella, riendo entusiasmada-. ¡Un barco! Me encantan los barcos. ¿De qué tipo es?

– Un velero. De once metros. Mi mujer y yo teníamos uno -añadió con tristeza Malerick-. Le tocó a ella en el reparto de bienes.

– ¡John, no puede ser! Me estás tomando el pelo… -dijo ella, riendo aturdida-. ¡Mi marido y yo teníamos uno! Él se lo quedó tras el divorcio.

– ¿De verdad? -Soltó una carcajada y se puso en pie-. Vayamos dando un paseo hasta el río. Desde ahí se puede ver.

– Me encantará. -Se levantó vacilante y le agarró del brazo.

Él la condujo hasta la puerta. Parecía que la dosis era la apropiada. Se mostraba sumisa, pero no se desmayaría hasta que llegaran a los matorrales que había junto al Hudson.

Se encaminaron hacia Riverside Park.

– Estabas hablando de los barcos -dijo ella como borracha.

– Cierto.

– Mi marido y yo teníamos uno -continuó.

– Ya lo sé -dijo Malerick-. Me lo acabas de decir.

– ¡Ah! ¿Sí? -rió Cheryl.

– Espera un momento. Tengo que coger una cosa.

Se detuvo delante de su coche, un Mazda robado, sacó del asiento trasero una pesada bolsa de deporte y volvió a cerrarlo. En el interior de la bolsa se oyó un fuerte sonido metálico. Cheryl lo miró, empezó a decir algo pero pareció que se le había olvidado de repente.

– Vamos por aquí.

Malerick la condujo al final de la calle y allí atravesaron un puente peatonal que cruzaba el paseo. Luego bajaron a una zona desierta y cubierta de maleza que había a la orilla del río.

Hizo que Cheryl le soltara el brazo y la agarró con firmeza, pasando el brazo por la espalda hasta que llegó a palparle el pecho con los dedos, mientras ella dejaba caer la cabeza sobre él.

– ¡Mira! -dijo ella, tambaleante, señalando al Hudson, donde había docenas de veleros y yates de motor balanceándose en el fulgor de las aguas azul oscuro.

– Mi barco está ahí abajo -dijo Malerick.

– Me gustan los barcos.

– A mí también -dijo él con suavidad.

– ¿De verdad? -preguntó ella, riendo, y añadió en un susurro-: ¿sabes una cosa?, ella y su ex marido tenían uno, pero él se lo llevó tras el divorcio.

Capítulo 15

La academia de equitación parecía sacada directamente de la antigua Nueva York.

Asaltada por un penetrante olor a establo, Amelia Sachs se asomó por un arco al interior de la vieja cuadra de madera donde estaban los caballos y, sobre ellos, los jinetes y amazonas, con ese aspecto señorial que les daban los pantalones color tostado, las chaquetas negras o rojas y los cascos de terciopelo.

Había media docena de agentes uniformados de la cercana comisaría Veinte, de pie, repartidos entre el vestíbulo y el exterior. Había más oficiales en el parque, a las órdenes de Lon Sellitto, desplegados por el camino de herradura, en busca de la escurridiza presa.

Sachs y Bell se dirigieron a la oficina, donde el detective enseñó su placa dorada a la mujer que había detrás del mostrador. Ésta miró por encima del hombro del detective hacia el resto de los policías que había fuera y preguntó con inquietud:

– ¿Sí? ¿Hay algún problema?

– Señora, ¿utilizan aquí Tack-Pure para las monturas y el cuero?

La mujer miró a una ayudante que estaba cerca, y ésta asintió.

– Sí, señor. Lo usamos. Lo usamos mucho.

– Hemos encontrado restos de ese producto -continuó Bell-, así como de excrementos de caballo, en la escena de un homicidio ocurrido hoy mismo. Creemos que el sospechoso puede trabajar aquí o andar detrás de alguno de sus empleados o clientes.