– ¡No! ¿Quién?
– Eso no lo sabemos con seguridad, lamento decírselo. Y tampoco sabemos qué aspecto tiene el sospechoso. La única certeza que tenemos es que se trata de un hombre de complexión mediana, unos cincuenta años y blanco. Puede que lleve barba y que tenga el pelo castaño, pero no estamos seguros. Puede que tenga los dedos de la mano izquierda deformes. Lo que necesitamos es que hable usted con sus empleados, y también con los clientes habituales, si hubiera alguno por aquí cerca, y compruebe si alguien ha visto a un hombre que responda a esa descripción. O a un desconocido con aspecto amenazador.
– Desde luego -dijo la mujer con tono vacilante-. Haré todo lo que pueda. No se preocupe.
Bell escogió a algunos de los oficiales de patrulla y desapareció por una vieja puerta que conducía al picadero, lleno de serrín que desprendía un fuerte olor acre.
– Vamos a empezar a registrar -le gritó a Sachs mientras se alejaba.
La agente hizo un gesto de asentimiento y miró por la ventana, vigilando a Kara, que se había quedado sola en el coche de Sellitto, un vehículo sin distintivo aparcado en la acera junto al Camaro amarillo intenso de Sachs. A la joven no le había hecho mucha gracia que la dejaran encerrada, pero Amelia había insistido en que se quedara allí, sin correr ningún peligro.
Los trucos de Robert-Houdin eran mejores que los de los marabutos, aunque creo que casi le matan.
No te preocupes. Ya me ocuparé yo de que a ti no te pase eso.
Sachs consultó el reloj: las dos de la tarde. Llamó por radio a la Central y desde allí le pusieron en comunicación con el teléfono de Rhyme. No tardó en escucharse la voz del criminalista al otro lado de la línea.
– Sachs, los equipos de Lon no han encontrado nada en Central Park. ¿Has tenido más suerte tú?
– La directora está interrogando al personal y a los clientes que hay en la academia. Roland y su equipo están registrando las cuadras.
Sachs vio en ese momento a la directora, que se dirigía a un grupo de empleados. En sus rostros se reflejaba toda una gama de ceños fruncidos y miradas de preocupación. Una muchacha, una pelirroja de cara redonda, se llevó de repente la mano a la boca, horrorizada. Empezó a asentir con la cabeza.
– Espera un momento, Rhyme. Tal vez haya algo.
La directora hizo un gesto a Sachs para que se acercara, y la chica dijo:
– No sé si será… como…, si será importante, pero… puede que haya una cosa…
– ¿Cómo te llamas?
– ¿Tracey? -La chica contestaba como si fuera ella quien estuviera preguntando-. Soy moza de cuadra.
– Continúa.
– Vale. Pues, lo que pasa es que hay una amazona, una que viene todos los sábados, Cheryl Marston…
Sachs escuchó a Rhyme gritar:
– ¿A la misma hora? Pregúntale si va todas las semanas a la misma hora.
Sachs le comunicó la pregunta.
– Sí, sí, a la misma -dijo la muchacha-. Es como…, ¿no sabe?…, como un reloj. Lleva años viniendo aquí.
El criminalista apuntó:
– Las personas con hábitos regulares son los objetivos más fáciles. Dile que siga.
– ¿Y qué pasa con ella, Tracey?
– Hoy…, eehh…, pues que ha vuelto de montar a caballo, hace cosa de media hora. Y eso, que me ha pasado a Don Juan, que es como su caballo favorito, y me ha pedido que yo y el veterinario le hiciéramos una revisión porque de repente había llegado un pájaro volando que se había chocado contra la cara del animal y le había asustado. Así que nos ponemos a examinarle, y ella me cuenta lo de ese tipo que había aparecido y que había conseguido que Juanito se calmara. Le decimos que el caballo está bien, pero ella sigue con lo del tipo ese, dale que te pego, y que qué interesante es y lo emocionada que está ella porque va a ir a tomar café con él, y que puede que sea un verdadero hombre que susurra a los caballos. Yo le he visto abajo, mientras la estaba esperando. Y lo que pasa es que…, bueno, estooo…, ¿qué le pasa en la mano? Porque me ha dado la impresión de que la escondía, ¿no sabe? Me ha parecido que sólo tenía tres dedos.
– ¡Es él! -dijo Sachs-. ¿Sabes dónde iban?
La chica señaló hacia el oeste, en la dirección opuesta al parque.
– Creo que por ahí. No me ha dicho dónde exactamente.
– Que te dé una descripción -gritó Rhyme.
La muchacha explicó que el hombre tenía barba y unas cejas raras: «Como si hubieran crecido y fueran una sola».
Para hacer que cambie la cara, lo más importante son las cejas. Si se cambian las cejas, la cara es diferente en un sesenta o setenta por ciento.
– ¿Cómo va vestido?
– Con cazadora. Los zapatos y el pantalón, de deporte.
– ¿De qué color?
– La cazadora y los pantalones son oscuros, azules o negros. La camisa no se la he visto.
Bell y sus agentes volvieron en ese momento.
– Ni rastro -dijo entre dientes.
– Aquí tenemos una pista que seguir -le contó lo de la amazona y el hombre con barba, y luego preguntó a la moza:
– ¿Y estás completamente segura de que ella no conocía a ese tipo?
– Imposible. La señora Marston y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, y me había dicho que hacía siglos que no quedaba con nadie. No se fía de los hombres. Su ex la engañaba y después, con el divorcio, se llevó el barco de vela. Todavía le dura el cabreo…
Los mejores ilusionistas, queridos amigos, recurren a una práctica que consiste en la minuciosa planificación y medida del ritmo de sus movimientos, para hacer la actuación lo más intensa posible.
Para nuestro tercer número de hoy hemos visto, en primer lugar, nuestra ilusión animal, protagonizada por el maravilloso Don Juanito en Central Park. Luego redujimos el ritmo con algunos trucos de prestidigitación clásicos, combinados con un toque de mentalismo.
Y ahora volvemos al escapismo.
Vamos a ver el que tal vez sea el más famoso número de escapismo de Harry Houdini. Lo inventó él, y consistía en que se le ataba, se le colgaba por los talones y se le sumergía en un estrecho tanque lleno de agua. Contaba sólo con unos minutos para intentar doblar el cuerpo, de cintura para arriba, desatarse los tobillos y abrir la cerradura de la tapadera con la que estaba cerrado el tanque; si no le daba tiempo a hacerlo, se ahogaba.
El tanque estaba, por supuesto, «preparado». Los barrotes, que en apariencia servían para evitar que los cristales estallaran, eran en realidad asideros que le permitían incorporarse y llegar a los tobillos. Los cierres de éstos y de la tapadera del tanque tenían pestillos ocultos que los soltaban de inmediato.
Huelga decir que en nuestra representación de la popular hazaña del famoso escapista no hemos incluido tales detalles. Nuestra artista sólo contará con sus propios medios. Y yo, por mi parte, he añadido unas cuantas variantes. Todo pensando en ustedes, desde luego, en su entretenimiento.
Y ahora, por gentileza del señor Houdini, «La celda de tortura acuática».
Sin barba, vestido con chinos, y camiseta y camisa blancas, Malerick empezó a rodear a Cheryl Marston con unas cadenas bien prietas. Primero los tobillos y después el pecho y los brazos.
Se detuvo un momento y miró a su alrededor, pero comprobó que los espesos matorrales les seguían ocultando a la vista de la carretera y del río.
Se encontraban junto al Hudson, al lado de una charca de agua estancada que debió de ser en otros tiempos una pequeña vía de entrada para botes. Los vertidos y residuos arrojados allí la habían sellado hacía ya tiempo, creando aquel fétido estanque de unos tres metros de diámetro. En uno de los lados había un embarcadero podrido, en mitad del cual se elevaba una grúa oxidada, empleada para sacar los botes del agua. Malerick lanzó un cabo sobre la grúa, agarró uno de los extremos y empezó a atarlo a las cadenas con que había sujetado los pies de Cheryl.