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Los escapistas adoran las cadenas. Tienen un aspecto impresionante, además de dar un maravilloso toque sádico, e imponen más que la seda o las cuerdas. Y son pesadas: justo lo que se necesita para mantener bajo el agua a un artista que esté atado.

– No…, no, nooooo -susurró la mujer, completamente aturdida.

Malerick le acarició el pelo mientras comprobaba las cadenas. Sencillas y apretadas. Houdini escribió: «Por extraño que parezca, he descubierto que cuanto más espectaculares le parecen al público las ataduras, más fácil es escapar de ellas».

Y estaba en lo cierto, según sabía Malerick por experiencia. Aunque resulta impresionante contemplar a un ilusionista cubierto por montones de cadenas enormes y gruesas cuerdas, de las que tiene que liberarse, esa fachada oculta en realidad una tarea fácil. Es mucho más difícil liberarse de unas ataduras más simples y en menor número. Como las que estaba utilizando, por ejemplo.

– Nooooo… -volvió a susurrar Cheryl aturdida-. Me duele. Por favor… ¿Qué estás…?

Malerick le tapó la boca con cinta adhesiva. Después, tras respirar hondo, afianzó bien su posición, agarró el cabo con fuerza y tiró de él hacia abajo, lo que hizo que los pies de la lloriqueante abogada fueran elevándose poco a poco, arrastrando el cuerpo hacia las desagradables aguas.

* * *

En una hermosa tarde primaveral como aquélla, con la gran plaza central del West Side College, situado entre las calles Setenta y nueve y Ochenta, en pleno bullicio por la feria de artesanía que se estaba celebrando, sería prácticamente imposible encontrar al asesino y a su víctima entre el gentío.

En una hermosa tarde primaveral como ésa, los restaurantes y cafés cercanos estaban abarrotados de clientes y, en ese mismo momento, El Prestidigitador podría hallarse en cualquiera de ellos proponiéndole a Cheryl Marston dar una vuelta en coche o que fueran al apartamento de ella.

En una hermosa tarde primaveral como aquélla, los cincuenta callejones que había entre los bloques de la zona ofrecían, con sus sombras y su aislamiento, un lugar perfecto para el crimen.

Sachs, Bell y Kara recorrían las calles de arriba abajo, buscando en la feria de artesanía, los restaurantes y los callejones. Y en cualquier otro lugar en el que se les ocurriera que podían dar con algo.

No encontraron nada.

Hasta que, pasados unos minutos desesperantes, se tomaron un descanso.

Los dos policías y Kara entraron en el Café Ely, cerca de Riverside Drive, sin dejar de escudriñar entre la multitud. Sachs agarró el brazo de Bell y le hizo un gesto con la cabeza indicando en dirección a la caja registradora, junto a la cual había un casco de terciopelo negro de montar a caballo y una fusta de cuero manchada.

Sachs se dirigió corriendo al gerente del establecimiento, un oriental de tez morena, y le dijo:

– ¿Eso se lo ha dejado una mujer?

– Sí. Hará cosa de diez minutos. La sen…

– ¿Iba acompañada de un hombre?

– Sí.

– ¿Con barba y chándal?

– Ésos son. Ella se dejó el gorro y ese látigo en el suelo, debajo de la mesa.

– ¿Sabe dónde han ido? -preguntó Bell.

– Pero, ¿qué pasa? ¿Es que…?

– ¿Dónde? -insistió Sachs.

– Bueno, pues… le oí decir a él que le iba a enseñar su barco; pero espero que se la llevara a casa.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sachs.

– Que la mujer… parecía enferma. Supongo que por eso se dejó sus cosas.

– ¿Enferma?

– Apenas se tenía en pie, ¿sabe lo que digo? Parecía que estaba borracha, aunque lo único que bebieron fue café. Y ella estaba bien cuando entraron aquí.

– La ha drogado -le dijo Sachs a Bell entre dientes.

– ¿Drogado? -preguntó el gerente-. ¡Oiga!, ¿qué pasa aquí?

– ¿En qué mesa estuvieron? -preguntó Sachs.

El gerente señaló una mesa donde había sentadas en ese momento cuatro mujeres, que comían y hablaban con gran alboroto.

– Disculpen -les dijo Sachs mientras examinaba rápidamente el sitio. No vio ninguna pista clara sobre la mesa ni debajo de ésta.

– Tenemos que buscar a la mujer -le dijo a Bell.

– Si ha dicho que un barco, dirijámonos al oeste, al Hudson.

Sachs señaló con la cabeza el sitio donde se habían sentado El Prestidigitador y Cheryclass="underline"

– Eso es la escena de un crimen: no barra ni friegue ni limpie nada. Y siente a esas señoras en otra mesa -gritó, señalando a las cuatro mujeres, que tenían los ojos como platos y se habían quedado en silencio por un momento.

Corrió hacia la puerta y se perdió en la deslumbrante luz del sol.

Capítulo 16

Vio a su marido llorando.

Lágrimas de pesar porque «el matrimonio» se había acabado.

El matrimonio se había acabado.

Como se acaba el papel higiénico.

O se lava el coche.

¡Era nuestro maldito matrimonio, no era una cosa!

Pero Roy no sentía lo mismo. Roy quería a una analista del mercado de valores en lugar de a ella, y punto.

Otro golpe nauseabundo de agua caliente y pegajosa que se le metía por la nariz.

Aire, aire, aire… ¡Déjame respirar!

En ese momento Cheryl Marston vio a sus padres en unas Navidades ya muy lejanas, enseñándole con nerviosa timidez la bicicleta que le había traído Papá Noel del Polo Norte. «Mira, cielo, Papá Noel te ha traído incluso un casco rosa para que protejas esa linda cabecita…»

– Ahhhhh…

Tosiendo y atragantándose, sujeta por las apretadas cadenas, Cheryl salió de las aguas opacas de la grasienta charca, cabeza abajo, girando perezosamente, sujeta de un cabo amarrado a una grúa metálica que sobresalía del agua.

Sentía un dolor punzante en el cráneo por la sangre que iba acumulándose en su cabeza.

«¡Basta, basta, basta!», gritó en silencio. ¿Qué estaba pasando? Recordó a Don Juanito encabritado; a la persona que le calmó, un hombre agradable; el café en un restaurante griego; la conversación, algo sobre barcos; luego, el mundo que se convertía en un torbellino mareante, y la risa tonta.

Después, las cadenas. Y el horror del agua.

Y ahora, aquel hombre que la estudiaba con una expresión de agradable curiosidad en la cara mientras ella se moría.

¿Quién es? ¿Por qué me está haciendo esto? ¿Por qué?

Por efecto de la inercia comenzó a girar lentamente, por lo que él ya no podía ver sus ojos suplicantes, ante los que se iba haciendo visible el perfil brumoso de Nueva Jersey, a varios kilómetros al otro lado del Hudson.

Poco a poco fue girando en sentido contrario hasta que lo que tuvo enfrente fueron las zarzas y los lilos.

Y a él.

El hombre, a su vez, bajó la mirada hacia ella, asintió y, acto seguido, aflojó el cabo, haciendo que se sumergiera de nuevo en la asquerosa charca.

Cheryl se doblaba por la cintura con todas sus fuerzas en un intento desesperado de no llegar a tocar la superficie del agua, como si ésta estuviera hirviendo. Pero su propio peso y el de las cadenas tiraban de ella hacia abajo y la sumergían por debajo de la superficie. Conteniendo la respiración, sintió un estremecimiento violento y sacudió la cabeza, luchando en vano por liberarse del inquebrantable metal.

Y allí estaba otra vez el marido de Cheryl, delante de ella, dando explicaciones, explicaciones, explicaciones de por qué el divorcio era lo mejor que le podía haber pasado a ella. Roy levantó la vista, se limpió sus lágrimas de cocodrilo y le dijo que era por su bien. Ella sería más feliz así. Mira, aquí tenía algo para ella. Roy abrió una puerta y allí estaba la reluciente bicicleta Schwinn, con sus banderines en el manillar y las ruedecitas traseras para que aprendiera a montar. Y un casco; un casco rosa para proteger su cabecita.