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Se dio cuenta de que se sentía tan inquieta como por la mañana en la Escuela de Música, a pesar de que lucía un sol espléndido y el cielo estaba despejado, un marco bastante diferente al del escenario gótico del primer crimen. Fantasmagórico…

Sachs sabía cuál era el problema.

La conexión.

Al hacer las rondas, o conectabas o no conectabas. «Estar conectado» significaba, en el argot policial, que uno se relacionaba con el vecindario. La cuestión no se reducía a conocer a la gente y la geografía del barrio; se trataba de discernir qué tipo de energía les impulsaba, qué tipo de agresores cabía esperar, si eran muy peligrosos o no, cómo habían llegado a sus víctimas… y a uno.

Si no conectabas con el vecindario, mal negocio a la hora de hacer las rondas.

Con El Prestidigitador -comprendía Sachs al fin- estaba desconectada por completo. Ahora mismo, podría ir en un autobús número 9 hacia el centro o hallarse a un metro de ella; sencillamente, no lo sabía.

De hecho, justo en ese momento pasó alguien a su lado. Sintió en la nuca como una respiración o el roce de una tela, y se volvió con toda rapidez, temblando de miedo, con la mano ya en el extremo del arma, puesto que recordó la facilidad con la que Kara la había distraído para sacársela de la funda.

Había media docena de personas a su alrededor, pero ninguna parecía haber hecho que el aire se moviera en su nuca.

¿O sí?

Vio alejarse a un hombre que cojeaba al andar, así que no podía ser El Prestidigitador.

¿O sí?

El Prestidigitador podía convertirse en otra persona en cuestión de segundos, ¿recuerdas?

Las personas que había a su alrededor eran una pareja mayor, el motero de la coleta, tres adolescentes y un hombretón con uniforme de ConEd [15]. Estaba confundida, frustrada y asustada por sí misma y por todos los que la rodeaban.

No había conexión…

Se escuchó entonces bien claro el grito de una mujer.

Se oyó una voz que gritaba:

– ¡Miren, ahí! ¡Dios mío, hay alguien herido!

Sachs sacó el arma y se dirigió hacia la aglomeración de gente.

– ¡Llamen a un médico!

– ¿Qué pasa?

– ¡Cielo santo! ¡No mires, cielito!

Se había congregado una muchedumbre cerca del extremo este de la plaza, no muy lejos de la cafetería. Miraban hacia abajo con expresiones de horror, a alguien tendido sobre los ladrillos que había a sus pies.

Sachs cogió el Motorola para llamar al equipo médico y se abrió paso entre el gentío.

– Abran paso, déjenme p…

Se detuvo al llegar al círculo que habían dejado los curiosos y dio un grito ahogado.

– ¡No! -dijo en un susurro, estremecida de consternación por lo que estaba viendo.

Amelia Sachs estaba frente a la última víctima de El Prestidigitador.

Allí estaba Kara, tendida en el suelo; la sangre le cubría la blusa morada y descendía hasta los ladrillos del suelo. Tenía la cabeza echada hacia atrás y sus ojos muertos miraban fijamente el cielo azul.

Capítulo 18

Petrificada, Sachs se llevó la mano a la boca.

Oh, Dios mío, no…

Los trucos de Robert-Houdin eran mejores que los de los marabutos, aunque creo que casi le matan.

No te preocupes. Ya me ocuparé yo de que a ti no te pase eso.

Pero no lo había hecho. Había estado tan pendiente de El Prestidigitador que descuidó a la muchacha.

No, no Rhyme, algunos muertos no pueden dejarte indiferente. Aquella tragedia la acompañaría para siempre.

Pero entonces pensó: «Ya habrá tiempo para el duelo, ya habrá tiempo para las recriminaciones y las consecuencias. Pero ahora, comienza a pensar como un maldito policía. El Prestidigitador está por aquí cerca. Y no va a escapar. Esto es una escena del crimen y sabes lo que tienes que hacer».

Primer paso: bloquea las salidas.

Segundo paso: acordona el recinto.

Tercer paso: identifica, protege e interroga a los testigos.

Se volvió hacia dos compañeros de patrulla para delegar en ellos algunas de estas tareas. Pero conforme empezó a hablar, se oyó una voz entre las interferencias que emitía su radiotransmisor: «Patrulla Móvil Remota Cuatro Siete a todos los oficiales disponibles en la escena Diez Dos Cuatro cerca del río. El sospechoso acaba de romper el cerco por el lado este de la feria. Se encuentra ahora en el West End y se aproxima a la calle Siete Ocho, en dirección Norte, y va a pie… Lleva vaqueros, camisa azul con un logotipo de Harley Davidson. Tiene el pelo oscuro recogido en una coleta, y lleva una gorra de béisbol. No se le ven armas… Le estoy perdiendo entre la multitud… Todos los agentes y patrullas disponibles: respondan».

¡El motero! Se había deshecho de su atuendo de hombre de negocios y se había disfrazado otra vez. Había apuñalado a Kara para desorientar a la policía y así romper el cerco policial cuando los agentes acudieron hacia donde estaba la muchacha.

¡Y ella había estado a un metro de él!

Otros oficiales realizaron llamadas dando parte de lo que sabían, y se unieron en la búsqueda, aunque parecía que el asesino llevaba ya una buena ventaja. Sachs vio a Roland Bell, que estaba mirando a Kara con el ceño fruncido mientras se acercaba al oído el auricular de su Motorola, por el que escuchaba la misma transmisión que ella. Sus miradas se encontraron, y él señaló con la cabeza en la dirección donde debían dirigir la búsqueda. Sachs gritó una serie de órdenes a un agente de patrulla que andaba cerca para que acordonara la escena del crimen de Kara, llamara a una ambulancia y localizara testigos.

– Pero… -dijo el joven de calvicie incipiente, a modo de protesta, no demasiado feliz, al parecer, de recibir órdenes de una compañera de igual rango y edad.

– ¡No hay pero que valga! -dijo Sachs, que no estaba de humor para perder el tiempo con cuestiones tales como en cuántos días o semanas de antigüedad superaba el uno al otro-. Ya te quejarás de esto a tu superior más tarde.

Si el joven le respondió algo, Sachs ya no lo oyó. Dejando a un lado los dolores de la artritis, bajó los escalones de dos en dos detrás de Roland Bell y comenzaron la persecución del hombre que les había matado a una amiga.

* * *

Es rápido.

Pero yo soy más rápido.

El oficial de patrulla Lawrence Burke, que llevaba seis años en el Cuerpo, atravesó corriendo Riverside Park y se encaminó hacia la Avenida West End, apenas a seis metros del agresor, un motero cabrón con una camiseta de Harley.

Esquivando a los peatones, zigzagueando, exactamente igual a como solía hacerlo en el instituto cuando iba tras el receptor.

Y, como entonces, Larry El Piernas iba acortando la distancia.

Iba de camino al río Hudson para ayudar a controlar una escena de crimen Diez Veinticuatro, cuando escuchó la llamada de aviso posterior y, al dar media vuelta, se dio de bruces con el agresor, un andrajoso motero.

– ¡Eh, tú! ¡Alto!

Pero el hombre no se detuvo. Esquivó a Burke y siguió corriendo en dirección norte, presa del pánico. Y tal como sucedió en el partido de comienzo de curso del Instituto Woodrow Wilson, cuando fue corriendo casi setenta metros detrás de Chris Broderick (y consiguió derribarle con un golpazo que le dejó sin aliento, a apenas medio metro de la meta), El Piernas metió la directa y salió corriendo tras el asesino.

Burke no sacó el arma. A menos que el agresor que estés persiguiendo vaya armado y exista un peligro inmediato de que vaya a disparar -a ti o a los transeúntes-, no puedes utilizar un arma mortífera para detenerle. Y disparar a alguien por la espalda está muy mal visto en las investigaciones sobre incidentes, y no digamos ya en las comisiones de promoción y en la prensa.

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[15] Compañía telefónica de Nueva York. (N. de la T.)