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– ¡Eh, tú, hijo de puta! -dijo Burke sin aliento.

El motero giró hacia el este por una calle perpendicular, mirando de cuando en cuando hacia atrás, con los ojos como platos al ver que El Piernas acortaba cada vez más la distancia entre ambos.

El tipo derrapó en un giro a la izquierda y se metió en un callejón. El policía tomó la curva con más suavidad que el Señor Harley, y se colocó justo detrás de él. Algunos departamentos de policía disponían de redes o de armas que aturdían a los malhechores que se daban a la fuga, pero el NYPD no estaba tan a la última en tecnología. Además, no importaba, al menos no en aquel caso. Larry Burke tenía más recursos que sus veloces piernas. Por ejemplo, enfrentarse a él.

Cuando estaba a un metro de distancia, se lanzó hacia el motero, recordando que debía apuntar hacia lo alto y aterrizar sobre el cuerpo del tipo para amortiguar el golpe al caer.

– ¡Cielos! -dijo entrecortadamente el motorista cuando ambos se estrellaron sobre el adoquinado y resbalaron hasta ir a dar sobre un montón de basura que había cerca.

– ¡Maldita sea! -murmuró Burke al sentir que se le rasgaba la piel del codo-. ¡Hijo de la gran puta!

– ¡Yo no he hecho nada! -dijo jadeando el motorista-. ¿Por qué me persigue?

– Cierra el pico.

Burke le esposó y, como el tipo era un puñetero atleta, le ató también un plástico alrededor de los tobillos. Así me gusta: bien puesto y ceñidito. Se miró la sangre del codo.

– ¡Maldita sea! Menudo raspazo. ¡Ay, qué dolor! ¡Menudo cabrón!

– ¡Yo no he hecho nada! Estar en la feria, eso es lo único que he hecho. Yo sol…

Burk escupió en el suelo y tomó aire unas cuantas veces. Le dijo murmurando:

– ¿Qué parte de «Cierra el pico» no has logrado entender? No voy a decírtelo otra vez… ¡Mierda, cómo escuece esto!

Cacheó al hombre minuciosamente y encontró una cartera. No contenía ningún documento de identidad, sólo dinero. Curioso. Y tampoco llevaba armas ni drogas, lo cual era bastante extraño en un motero.

– Puede amenazarme todo lo que desee, pero yo quiero un abogado. ¡Le voy a demandar! Si cree que he hecho algo, está muy equivocado, señor.

Pero, en ese momento, Burke levantó al tipo por la camisa y parpadeó. Tenía unas cicatrices horrorosas en el pecho y en el vientre. Daba dentera verlas. Aunque aún más extraña era la bolsa que llevaba alrededor de la cintura, como esos cinturones que usaban su mujer y él cuando se fueron de vacaciones a Europa. Burke esperaba encontrar allí un tesoro, pero no, lo que escondía el tipo no era más que unos pantalones de deporte, un suéter de cuello vuelto, unos chinos, una camisa blanca y un teléfono móvil. Y, lo más extraño de todo, un bote de maquillaje. Y también una tonelada de papel higiénico hecho un rebuño, como si intentara aparentar que estaba gordo.

Bastante insólito…

Burke volvió a respirar hondo, con la mala suerte de que del callejón le llegó una vaharada a basura y orines. Pulsó el botón del Motorola.

– Agente móvil Cinco Dos Uno Dos a Central… Tengo bajo mi custodia al agresor de la Diez Dos Cuatro. Cambio.

– ¿Heridos?

– Negativo.

Sin contar el maldito dolor de codo.

– ¿Localización?

– A una manzana y media del West End, cambio. Espera un momento, que voy a mirar en qué calle desemboca.

Burke fue caminando hasta la entrada del callejón para buscar el letrero con el nombre y esperar la llegada de sus compañeros. Sólo entonces comenzaron a bajarle los niveles de adrenalina, que dejaron a su paso una deliciosa sensación de euforia. No había habido ni un tiro. Sólo un tonto del culo que, en la caída, había aterrizado boca abajo… ¡Señor, Señor, qué bien se sentía! Casi tanto como en aquel partido de hacía doce años en el que había derribado a Chris Broderick, quien había soltado un gritito, como el de una niña, cuando se estrelló con fuerza muy cerca de la meta, después de recorrer todo el campo sin advertir que Larry El Piernas había estado a un palmo detrás de él todo el tiempo.

* * *

– ¡Eh! ¿Te encuentras bien?

Bell tocó a Amelia Sachs en el brazo. Estaba tan afectada por la muerte de Kara que no era capaz de contestar. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, jadeando por la profunda pena que sentía.

Sin prestar atención al dolor que sentía en las rodillas por la reciente carrera, Sachs y el detective continuaron a toda prisa por el West End hacia el lugar desde el que había llamado por radio el oficial de patrulla Burke informando de que había atrapado al asesino.

Se preguntaba si Kara tendría hermanos. ¡Ay, Dios!, tendremos que decírselo a su familia.

No, nosotros no.

Seré yo quien tenga que decírselo. Ha sido culpa mía. Yo iré a decírselo.

Angustiada por la pena, intentaba apresurarse para llegar al callejón. Bell volvió a mirarla, respirando hondo para recuperar el aliento.

Al menos habían atrapado al Prestidigitador.

Pero, en su fuero interno, lamentaba no haber sido ella la que le hubiera arrestado. Deseaba haber sido ella la que se hubiera enfrentado a solas en el callejón con El Prestidigitador, con un arma en la mano. Quizá hubiera utilizado su Glock antes que el Motorola, disparándole al hombro una sola vez. En las películas, los disparos en el hombro no eran más que heridas superficiales, pequeños inconvenientes, y los héroes sobrevivían sólo con ponerse el brazo en cabestrillo. Ahora bien, en el mundo real incluso la más pequeña herida de bala te cambiaba la vida durante mucho, mucho tiempo. A veces para siempre.

Pero habían atrapado al asesino y Sachs tendría que conformarse con la condena por asesinatos múltiples.

No te preocupes, no te preocupes, no te preocupes…

Kara…

Sachs se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba de verdad.

Es mi nombre artístico. Pero es el que yo utilizo casi siempre. Mejor que el que mis padres tuvieron la amabilidad de ponerme.

La ignorancia de aquel dato hizo que casi se le saltaran las lágrimas.

Advirtió que Bell le estaba diciendo algo.

– Estoooo…, Amelia, ¿estás aquí?

Cortante, asintió con la cabeza por toda respuesta.

Giraron en la esquina hacia la calle Ochenta y ocho, donde el oficial de patrulla había atrapado al asesino. Había coches patrulla cortando ambos extremos de la calle. Bell entornó los ojos y vio que de esa manzana salía un callejón.

– Ahí -señaló. Hizo señas a varios agentes, vestidos tanto de uniforme como de paisano, para que les siguieran.

– Bueno, pues vamos a ver si acabamos con esta historia -murmuró Sachs-. Tío, espero que Grady vaya a por todas.

Se detuvieron y miraron hacia el interior del oscuro callejón. Estaba vacío.

– ¿No era éste? -preguntó Bell.

– Dijo «Ocho Ocho», ¿no? -preguntó Sachs-. A una manzana y media al este del West End. Estoy segura de que eso fue lo que dijo.

– Yo también -aseveró un detective.

– Tiene que ser éste el sitio -dijo Sachs mirando arriba y abajo de la calle-. No hay otros callejones.

Se unieron al grupo otros tres oficiales.

– Pero, ¿le entendimos bien? -preguntó uno de ellos mirando a su alrededor-. ¿Es éste el sitio o no?

Bell llamó por el Motorola.

– Agente móvil Cinco Dos Uno Dos, responda, cambio.

No hubo respuesta.

– Agente móvil Cinco Dos, ¿en qué calle se encuentra?, cambio.

Sachs miró hacia el fondo del callejón, entornando los ojos.

– ¡Oh, no! -Se le cayó el alma a los pies.

Fue corriendo hasta llegar a un montón de basura, junto al cual encontró, sobre el adoquinado, unas esposas abiertas. No muy lejos vio un trozo de plástico atado a modo de esposas, y también roto. Bell se acercó hasta ella corriendo.