– Se ha soltado de las malditas esposas y de las ataduras que le hizo con un plástico -Sachs miró alrededor.
– Entonces, ¿dónde están? -preguntó uno de los oficiales uniformados.
– ¿Dónde está Larry? -gritó otro.
– ¿Le estará persiguiendo? -propuso otro de ellos-. Tal vez esté en una zona sin cobertura.
– Puede ser -dijo Bell, arrastrando las palabras y en un tono que reflejaba preocupación, puesto que era muy raro que los resistentes Motorolas se estropearan, y la cobertura con la que contaban en la ciudad era mejor que la de cualquier otro teléfono móvil.
Bell informó a través de su radiotransmisor de que estaban ante un código Diez Treinta y nueve, que el sospechoso había huido y un oficial estaba desaparecido o persiguiéndole. Preguntó al agente que retransmitía los avisos si habían recibido alguno relativo a Burke, pero le dijo que no. Tampoco había llamado nadie para dar parte de tiroteos en la zona.
Sachs recorrió todo el callejón en busca de algo que pudiera darles una pista sobre dónde había ido el asesino o dónde podría haber arrojado el cuerpo del oficial, en caso de que se hubiera hecho con el arma de Burke y le hubiera matado. Pero ni ella ni Bell encontraron señal alguna del oficial ni del asesino. Sachs volvió junto al grupo de agentes que había a la entrada del callejón.
¡Qué día más horroroso! Dos muertos en una mañana. Y después Kara.
Y ahora, además, un oficial desaparecido.
Cogió el micrófono de su radiotransmisor SP-50 y se lo sacó por el hombro. Ya era hora de hablar con Rhyme. ¡Madre mía!, qué pocas ganas tenía de hacer esa llamada. Llamó a la Central para que le pusieran en comunicación con él. Mientras esperaba conexión, sintió que alguien le daba un tirón de la manga.
Se volvió. La impresión casi la dejó sin respiración; el micrófono se le escurrió de la mano y se quedó colgando en el costado, balanceándose como si fuera un péndulo.
Había dos personas delante de ella: una era el oficial medio calvo a quien Sachs había dado órdenes en la feria hacía unos diez minutos.
La otra era Kara, que llevaba puesta una cazadora del NYPD. La joven, con el ceño fruncido, miró arriba y abajo del callejón y preguntó:
– Entonces, ¿dónde está?
Capítulo 19
– ¿Bien? Sí, sí que estoy bien. -Kara se fijó en la mirada de asombro de Sachs-. Entonces, ¿es que no te has enterado?
El oficial le dijo a Sachs:
– Intenté decírtelo, pero saliste disparada antes de que me diera tiempo a empezar a hablar.
– ¿Decírmelo…? -a Sachs no le salía la voz; estaba tan atónita (y tan aliviada al mismo tiempo) que no era capaz de articular palabra.
– ¿Pensaste que estaba herida de verdad? -dijo Kara-. ¡Cielo santo!
Bell se acercó y saludó con la cabeza a Kara.
– Amelia no se había enterado -le dijo la joven.
– ¿De qué?
– De nuestro plan: el falso acuchillamiento.
Por la expresión de su rostro, Bell era la imagen misma del shock.
– ¡Pero, por Dios!, ¿creías que estaba muerta de verdad?
El oficial de patrulla le repitió a Bell lo que ya había dicho a Sachs:
– Yo intenté decírselo, pero, primero no daba con ella, y después, cuando ya la encontré, me dijo que acordonara la zona y que llamara a una ambulancia. Y acto seguido se marchó.
– Roland y yo estuvimos conversando -explicó Kara-. Pensamos que El Prestidigitador iba a atacar de alguna manera, tal vez decidiera prenderle fuego a algo…, disparara o acuchillara a alguien, no sé, para desorientarnos, ¿sabes? Eso le permitiría escapar. De modo que tramamos nuestro propio plan para desorientarle a él.
– Para hacerle salir de todo ese follón -añadió Bell-. Kara cogió un bote de ketchup en la cafetería, se echó un chorro por encima, dio un grito y luego se dejó caer sobre el suelo.
Kara se abrió la cazadora y le enseñó la mancha roja que tenía en la camiseta.
– Me preocupaba -continuó el detective- que fuera una escena cruda para algunos visitantes de la feria…
– Ya lo creo…
– … pero pensábamos que eso era mejor que encontrarnos con una persona atacada o acuchillada de verdad por El Prestidigitador -añadió Bell con orgullo-. Fue idea suya, no es broma…
– Es que estoy empezando a comprender su modo de pensar -dijo la joven.
– ¡Dios santo! -murmuró Sachs temblorosa-. ¡Parecía tan real!
– Hace muy bien de muerta -alabó Bell.
Sachs le dio un abrazo a Kara, y añadió con dureza:
– Pero, a partir de ahora no te separes de mí. Por lo menos, no te alejes mucho. Soy demasiado joven para que me dé un ataque al corazón.
Esperaron un rato, pero no recibieron ninguna información de que se hubiera visto al sospechoso en la zona. Por fin, Bell dijo:
– Amelia, tú investiga esta escena que yo voy a interrogar a la mujer de la charca para ver si puede decirnos algo. Nos vemos más tarde en la feria.
En la calle Ochenta y ocho había un autobús policial de Escena del Crimen, así que Sachs se dirigió a él y recogió el equipo necesario para proceder a investigar. De repente, se sobresaltó al oír una voz que salía del transmisor que llevaba colgando. Se sacó del cinturón los auriculares y se los colocó.
– Cinco Ocho Ocho Cinco. Repita. Cambio.
– Sachs, ¿qué coño está pasando? Me he enterado de que lo tenías pero se te ha escapado.
Sachs le contó a Rhyme lo que había sucedido y cómo le habían hecho salir de la feria.
– ¿Idea de Kara? ¿Hacerse la muerta? ¡Umm!
Este último sonido, apenas un gruñido, en boca de Lincoln Rhyme era todo un halago.
– Pero ha desaparecido -añadió Sachs-. Y tampoco encontramos al oficial. Tal vez esté persiguiéndole, pero no sabemos. Roland está interrogando a la mujer que rescatamos en la charca, para ver si le puede dar alguna pista.
– Vale, Sachs, pues ponte con la investigación de la escena.
– «Las escenas», en plural -le corrigió agriamente-: el restaurante, la charca y el callejón. Demasiadas, ¡maldita sea!
– En absoluto demasiadas -contestó Rhyme-. Así se multiplican por tres las oportunidades de encontrar buenas pruebas.
Rhyme estaba en lo cierto.
De las tres escenas se habían conseguido muchas pruebas.
El trabajo con ellas había resultado difícil, aunque por un motivo insólito: El Prestidigitador había estado presente en todas ellas, o al menos su espíritu. Rondando por los alrededores. Haciendo que Sachs se parara cada dos por tres para palpar la empuñadura de su Glock, para mirar hacia atrás y asegurarse de que el asesino no se hubiera encarnado en algo que estuviera detrás de ella.
Investiga a fondo, pero cúbrete las espaldas.
En realidad, nunca había visto a nadie siguiéndola. Sin embargo, tampoco Svetlana Rasnikov vio a su asesino cuando éste retiró la tela negra que le había mantenido oculto y, amparado por las sombras, se había acercado sigilosamente a ella por detrás.
Tampoco Tony Calvert le vio escondido tras el espejo del callejón cuando se acercó al gato de mentira.
Ni siquiera Cheryl Marston había visto de verdad al Prestidigitador, aunque se sentó y conversó con él. Ella vio a otra persona completamente diferente, de quien jamás sospechó que hubiera planeado una muerte tan terrible para ella.
Sachs recorrió la cuadrícula en varios sitios, tomó fotografías digitales y dejó las escenas en manos del Departamento de Huellas y Fotografía. Luego, volvió a la feria, donde se encontró con Roland Bell, que había interrogado a Cheryl Marston en el hospital. Desde luego, aunque no podían confiar en nada de lo que le había dicho a la abogada («Un montón de mentiras», como lo había resumido con amargura Marston), ésta recordaba algunos pormenores de lo sucedido antes de que los efectos de la droga hubieran llegado a su punto máximo. Les dio una buena descripción del asesino, incluidos detalles sobre las cicatrices. También les informó de que él se había detenido en un coche, del que recordaba la marca y las primeras letras de la matrícula. Eran unas noticias estupendas. Hay cientos de formas de relacionar un coche con un delincuente o testigo. Lincoln Rhyme llamaba a los coches «fábricas de pruebas».