La Dirección de Tráfico informó de que hacía una semana habían robado un coche en el aeropuerto de White Plains que coincidía con la descripción, un Mazda 626 color tabaco, de 2001. Sellitto envió una solicitud de localización urgente de vehículos a todos los cuerpos de seguridad metropolitanos y mandó a algunos oficiales a que registraran los edificios de la zona donde se había producido la agresión para ver si encontraban el coche, aunque ninguno de los agentes confiaba mucho en que siguiera allí.
Bell estaba acabando de contar a Sachs la terrible experiencia por la que había pasado Cheryl Marston, cuando les interrumpió un oficial de patrulla que les traía una llamada por un radiotransmisor.
– Detective Bell, ¿sería tan amable de repetirme qué coche era el que conducía el asesino?
– Un Mazda color tabaco. Seis dos seis. Matrícula Efe-E-Te dos tres siete.
– Es ése -dijo ante su micrófono el oficial-. Acabo de recibir un informe: un coche patrulla lo ha visto en la zona oeste de Central Park. Le siguieron, pero, ¡fíjense!, se subió al bordillo y se metió con coche y todo en el parque. El coche patrulla intentó seguirle, pero se quedó atascado en un desnivel.
– ¿En Central Park Oeste y qué más, exactamente?
– Hacia la Noventa y dos.
– Probablemente saltó del coche en marcha -dijo Bell.
– Seguro que acabará saltando -dijo Sachs-, aunque primero va a conseguir algo de ventaja. -Señaló con la cabeza a los cajones con las pruebas-. Lleva todo esto a casa de Rhyme.
Diez segundos más tarde ya estaba sentada en su Camaro, con el potente motor rugiendo, y ciñéndose el cinturón de seguridad.
– ¡Amelia, espera! -gritó Bell-. Ya está en camino una Unidad de Servicios de Emergencia.
Pero la única respuesta a las palabras de Bell fueron el chirrido y la nube de humo azul que dejaron los neumáticos Goodyear.
Derrapando por Central Park Oeste en dirección norte, Sachs procuraba concentrarse en esquivar peatones, coches lentos, ciclistas y patinadores.
Y también a las personas que iban paseando a sus bebés, que las había por miles. ¡Joder!, ¿por qué no estarían esos crios en sus casas echándose una siestecita?
Colocó la lámpara giratoria azul en el salpicadero y la conectó al enchufe del encendedor. La luz brillante comenzó a girar y, según avanzaba a toda velocidad, Sachs se sorprendió al comprobar que, con cada destello de luz, automáticamente ella tocaba el claxon.
Un reflejo gris delante de ella.
¡Mierda!… Al frenar bruscamente para no chocar contra el vehículo que cambiaba de sentido, el Camaro se quedó a unos cincuenta centímetros escasos del lateral de un coche que valía lo que ella ganaba en dos años. Después, pisó el acelerador de nuevo y los caballos de General Motors respondieron al instante. Logró no pasar de ochenta hasta que el tráfico se hizo más fluido, cerca de la calle Noventa, y luego pisó el acelerador a fondo.
En unos cuantos segundos se puso a más de ciento diez kilómetros por hora.
Se oyó un ruido procedente de los auriculares de su Motorola, que estaban en el asiento del copiloto. Los cogió con una mano y se los colocó.
– ¿Sí? -gritó, prescindiendo siquiera de hacer el intento de cumplir con los códigos de radiotransmisión policial.
– ¿Amelia?, soy Roland -dijo Bell, quien también había renunciado a los protocolos de comunicación establecidos.
– Dime.
– Ya tenemos coches que van para allá.
– ¿Dónde está él? -gritó para que se la oyera por encima del motor del coche.
– Un momento… Pues siguió conduciendo por Central Park hasta salir por el lado norte. Rozó el lateral de un camión y continuó.
– ¿En qué dirección?
– Pueeeessss… ha sido hace apenas un minuto…, se dirige hacia el norte.
– Recibido.
¿Hacia el norte en Harlem?, se preguntó Sachs. Había varias rutas de salida de la ciudad desde esa zona, pero ella dudaba de que tomara alguna: en todas había algún puente y en la mayoría había que pasar por controles de entrada a las autopistas, donde sería presa fácil.
Era más probable que hubiera abandonado el coche en un barrio relativamente tranquilo y hubiera robado otro.
Se oyó otra voz por los auriculares:
– Sachs, ¡lo tenemos!
– ¿Dónde, Rhyme?
– Ha girado hacia el Oeste en la calle ciento veinticinco -explicó el criminalista-. Cerca de la Quinta Avenida.
– Yo estoy al lado de la confluencia entre la ciento veinticinco y Adam Clayton Powell. Intentaré bloquearle el paso, pero intenta conseguirme refuerzos -gritó.
– Ya estamos en ello, Sachs. Y ahora, dime: ¿a qué velocidad vas?
– No estoy mirando el cuentakilómetros.
– Casi mejor. Procura ir pendiente de la carretera.
Sachs fue tocando el claxon para abrirse camino en el congestionado tráfico hacia la intersección con la calle ciento veinticinco. Aparcó de forma que el coche quedó atravesado en la calle, bloqueando con ello los carriles en dirección oeste. Salió del Camaro de un salto con la Glock en la mano. En los carriles bloqueados había ya dos coches parados. Sachs les gritó a los conductores:
– ¡Salgan! ¡Policía! Salgan de los coches y protéjanse.
Los conductores, un repartidor y una mujer vestida con el uniforme de McDonald's, obedecieron de inmediato.
En ese momento ya estaban bloqueados todos los carriles de la calle ciento veinticinco.
– ¡Protéjanse, todo el mundo! -gritó Sachs-. ¡Ahora mismo!
– ¡Y una mierda!
– ¡Eh!
Sachs miró hacia su derecha y vio a cuatro tipos con pinta de matones, apoyados en una valla de tela metálica, que miraban con interés el arma austriaca, el coche de Detroit y a la pelirroja dueña.
La mayoría de la gente que había en la calle se había refugiado en algún sitio, pero aquellos cuatro adolescentes se quedaron donde estaban, con un aire de no darle mayor importancia a la situación. ¿Por qué iban a esconderse? No era muy habitual que llegara a su barrio una película de Wesley Snipes [16] en vivo y en directo.
Sachs distinguió el Mazda a lo lejos, que zigzagueaba frenéticamente entre los coches en dirección oeste, hacia el improvisado control de carretera que había montado. El Prestidigitador no advirtió que la carretera estaba cortada hasta que no pasó la calle por la que podría haberse desviado para no encontrarse con ella. Detuvo el vehículo después de dar un clamoroso frenazo. El camión de la basura que había tras él paró en seco después de hacer un giro brusco. El conductor y los basureros advirtieron lo que estaba pasando y dejaron el camión de manera que le bloqueara el paso por la parte posterior.
Sachs volvió a mirar a los adolescentes.
– ¡Agachaos! -les gritó.
Desdeñosos, hicieron como si no la hubiesen oído.
Sachs se encogió de hombros, se inclinó sobre el capó del Camaro y centró la mira apoyándose en el limpia-parabrisas.
De modo que ahí estaba, al fin, El Prestidigitador. Ya le veía la cara, la camiseta con el logotipo de Harley. Bajo la gorra negra que llevaba, veía la falsa coleta, que iba de un lado a otro, obedeciendo a los movimientos desesperados que hacía su dueño por buscar alguna vía de escape.
Pero no había ninguna.
– ¡Eh, oiga, el del Mazda! ¡Salga del coche y échese en el suelo boca abajo!
No hubo respuesta.
– ¿Sachs? -Se oyó la voz de Rhyme por los auriculares-. ¿Puedes…?