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Amelia se quitó los auriculares de un manotazo y volvió a centrar el punto de mira en la silueta de la cabeza del asesino.

Tienes el arma para utilizarla, así que puedes utilizarla…

Al escuchar las palabras de la detective Mary Shanley dando vueltas en su cabeza, Sachs tomó aire y mantuvo firme el arma, un poco alta y ligeramente hacia la izquierda para compensar la gravedad y la agradable brisa de abril.

Cuando uno dispara no existe nada más que uno mismo y el objetivo, conectados entre sí por un cable invisible, como la silenciosa energía de la luz. La habilidad para dar en el blanco depende exclusivamente de dónde se origine tal energía. Si procede de tu cerebro, es posible que aciertes a dar a lo que estás apuntando. Pero si es de tu corazón, casi siempre aciertas. Las víctimas de El Prestidigitador -Tony Calvert, Svetlana Rasnikov, Cheryl Marston, el oficial Larry Burke- asentaban ahora firmemente esa energía, y Sachs sabía que no podía fallar.

¡Vamos, hijo de puta!, pensó. ¡Pon el maldito coche en marcha! Hazlo por mí.

¡Venga!

Dame una excusa…

El coche fue avanzando. El dedo de Sachs se deslizó por el seguro del gatillo.

Como si lo hubiera sentido, El Prestidigitador frenó.

– ¡Vamos! -se sorprendió susurrando Sachs.

Pensaba en cómo enfrentarse a la situación: si él optaba por escaparse, ella sacaría las palas del ventilador, o un neumático, e intentaría capturarle vivo. Pero si intentaba atropellada o se iba hacia la acera, poniendo en peligro a otras personas, le dejaría.

– ¡Eh! -gritó uno de los adolescentes que estaban en la acera.

– ¡Dispara a ese hijo de puta!

– ¡Machácale el culo, zorra!

No hace falta que me lo digáis, ricuras. Estoy preparada, deseando hacerlo y lo voy a hacer…

Decidió que si él se acercaba a una distancia de tres metros, a cualquier velocidad, le atraparía. El motor del coche color esparadrapo aceleró, y Sachs vio, o creyó ver, que el vehículo daba una sacudida.

Tres metros, eso es lo único que pido.

Otro gruñido del motor. ¡Vamos, hazlo!, imploró en silencio.

Entonces, Sachs vio una masa amarilla que avanzaba lentamente detrás del Mazda.

Un autobús escolar de la Iglesia del Tabernáculo Profético de Sión, lleno de niños, había abandonado la acera para integrarse en el tráfico de la calle. El conductor no había advertido lo que estaba pasando. Al poco, se detuvo entre el Mazda y el camión de la basura, en sentido perpendicular a éstos.

No…

Aunque el disparo fuera directo, podría no parar la bala, con lo que ésta se introduciría a toda velocidad en el autobús después de atravesar el objetivo.

Con el dedo fuera del gatillo y la boca del arma apuntando a lugar seguro, Sachs miró hacia el limpiaparabrisas del Mazda. Detrás del cristal distinguía los movimientos de cabeza que hacía El Prestidigitador, que miró hacia arriba y hacia su derecha, ajustando el espejo retrovisor de manera que podía ver el autobús.

Acto seguido, El Prestidigitador volvió a mirar en dirección a Sachs, y ella tuvo la impresión de que le sonreía, pues se había dado cuenta de que no podía dispararle en ese momento.

El cortante chirrido de las ruedas delanteras del Mazda inundó la calle cuando su conductor pisó el acelerador a fondo y se dirigió hacia Sachs a treinta, sesenta, ochenta kilómetros por hora. Fue directamente contra la oficial de policía y su Camaro, de un amarillo mucho más brillante que el del autobús de catequistas, cuya presencia había propiciado la bendición y protección sagrada para El Prestidigitador.

Capítulo 20

Conforme el Mazda se acercaba directamente hacia ella, Sachs salió corriendo hacia la acera para intentar establecer un fuego cruzado.

Levantando su Glock, apuntó a la forma oscura de la cabeza del Prestidigitador. Le llevaba una ventaja de entre noventa y ciento veinte centímetros. Pero detrás de él había docenas de escaparates, apartamentos y personas de cuclillas en la acera. En resumidas cuentas, no había forma de disparar una sola vez con cierta seguridad.

A los miembros del coro eso no les importaba en absoluto.

– ¡Tú, zorra, veamos si te cargas a ese hijo de la gran puta!

– ¿A qué coño esperas?

Sachs bajó el arma, y abatió los hombros al ver que el Mazda se dirigía hacia el Camaro.

Oh, el coche no…, ¡no!

Se acordó de cuando su padre le compró el potente vehículo del 69, un trasto viejo; de cómo habían reconstruido juntos la mayor parte del motor y de la suspensión, añadido una transmisión nueva y desarmado todo el mecanismo para espolear a los caballos y que pudieran subir hasta el cielo. Aquel coche y el amor por las fuerzas del orden fueron el legado principal que dejó a su hija.

A unos nueve metros del Camaro, El Prestidigitador giró abruptamente el volante a la izquierda, hacia donde se encontraba Sachs acuclillada. La oficial se apartó de un salto, y él pegó otro volantazo hacia el otro lado, de nuevo hacia el Chevy. El Mazda patinó y se desplazó en diagonal hacia la acera. Golpeó con violencia la puerta del copiloto y el guardabarros frontal derecho del Camaro, que comenzó a girar y recorrió así dos de los carriles de la calle, hasta que fue a parar a la acera e hizo que, finalmente, los cuatro muchachos se dignaran a hacer acopio de energías y se dispersaran.

Sachs se tiró sobre el pavimento y cayó de rodillas, lanzando un grito ahogado por el dolor que el choque le causó en sus artríticas articulaciones. El Camaro se paró al fin, no muy lejos de ella, con las ruedas traseras en el aire, ya que había rodado sobre un destrozado cubo de basura metálico de color naranja.

El Mazda se fue hasta la acera de enfrente y luego volvió a la calzada, giró hacia la derecha y se encaminó hacia el norte. Sachs se puso en pie de inmediato, pero ni siquiera se preocupó de apuntar con su arma en aquella dirección: no sería un disparo seguro. Echó una mirada al Camaro. El lateral estaba hecho una pena, como lo estaba también la parte frontal, pero el guardabarros, aunque torcido, no rozaba las ruedas. Sí, probablemente podría alcanzarle. Se subió de un salto y puso en marcha el motor. Metió primera. Un rugido. El tacómetro subió hasta cinco mil y Sachs soltó el embrague.

Pero no se movió ni un centímetro. ¿Qué pasaba? ¿Estaría estropeada la transmisión?

Miró por la ventanilla y vio que las ruedas traseras, las de tracción, no tocaban el suelo porque el cubo de basura se lo impedía. Suspiró frustrada y dio un fuerte puñetazo al volante. ¡Maldita sea! Vio el Mazda a unas tres manzanas. El Prestidigitador no se escapaba tan deprisa, al fin y al cabo; la colisión también le había pasado factura a él. Todavía tenía una posibilidad de atraparle.

Pero no con un coche que parecía que estaba en la plataforma de reparación, joder.

Tendría que…

El Camaro empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás.

Miró por el retrovisor y vio que tres de los cuatro adolescentes se habían quitado las guerreras y estaban sudando la gota gorda mientras intentaban volver a colocar el coche en el suelo. El cuarto, más corpulento que los demás y jefe de la banda, se acercó caminando pausadamente a la ventanilla. Se agachó y, al hacerlo, le brilló un diente de oro que contrastaba con su tez morena.

– ¡Eh, tú!

Sachs hizo un gesto afirmativo con la cabeza y le mantuvo la mirada.

El chico se volvió hacia sus colegas y les dijo:

– ¡Vosotros, negros, empujar el puto coche! Porque lo que parece es que os estáis haciendo una paja con él.

– ¡Vete a tomar por culo! -contestaron, resoplando.

Volvió a agacharse.

– Hermanita, vamos a sacarte de aquí. ¿Con qué vas a disparar a ese hijo de la gran puta?

– Con una Glock del cuarenta.

Él echó una mirada a la funda.