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– Genial. Debe de ser del veintitrés. ¿Es la pequeña?

– No, la grande.

– Es una buena pistola. Yo tengo una Smith pequeña. -Se levantó la sudadera y, entre desafiante y orgulloso, le mostró la reluciente empuñadura plateada de una Smith and Wesson automática-. Pero me voy a hacer con una Glock como la tuya.

Bueno, reflexionó Sachs: aquí tenemos a un adolescente armado. ¿Qué haría un sargento en una situación así?

El coche rebotó sobre el cubo de basura y terminó parándose en el suelo, con las ruedas traseras listas para rodar.

En fin, fuera lo que fuera lo que se suponía que un sargento debía hacer, decidió, no importaba en aquellas circunstancias. Ella optó simplemente por hacerle un solemne gesto de asentimiento con la cabeza.

– Gracias, ricuras. -Y, acto seguido, añadió en un tono de advertencia-: No dispares a nadie, no sea que tenga que venir a buscarte, ¿lo coges?

Una amplia sonrisa dorada.

A continuación un chasquido, primera y los potentes neumáticos se aferraron al asfalto para emprender una carrera de vértigo. En unos segundos, Amelia se puso en casi cien kilómetros por hora.

– ¡Vamos, vamos, vamos! -dijo para sí misma, sin perder de vista la difusa mancha de color tostado claro que distinguía a lo lejos. El Chevy se bamboleaba como loco, pero mantenía la dirección más o menos recta.

Intentó, no sin dificultad, colocarse los auriculares del Motorola. Llamó a la central para informar de la persecución y para que desviaran los refuerzos hacia esa zona.

Acelerones, frenazos…; las calles del abarrotado Harlem no estaban hechas para persecuciones a toda velocidad. En cualquier caso, El Prestidigitador estaba atrapado en el mismo atasco que ella, y como conductor no le llegaba ni a la suela del zapato. Poco a poco, Sachs fue acortando la distancia que les separaba, pero entonces él giró hacia el patio de un colegio en el que había unos niños jugando al baloncesto y lanzando pelotas a jugadores imaginarios fuera del perímetro. No había muchas personas en el patio; las puertas estaban cerradas con un candado y cualquiera que quisiera entrar a jugar tenía que meterse por el estrecho espacio que quedaba entre ellas, como si fuera un contorsionista, o bien arriesgarse a escalar una valla metálica de seis metros de altura.

El Prestidigitador, sin embargo, se limitó a pisar a fondo el acelerador y atravesar la puerta. Aunque los chiquillos se dispersaron y por poco no atropella a alguno al acelerar otra vez para arremeter contra otra puerta que había al fondo.

Sachs dudó un instante, pero decidió no seguirle, puesto que el coche en el que iba no tenía estabilidad y había niños alrededor. Rodeó a toda prisa el bloque, rezando para encontrarse con él al otro lado. Derrapó al girar en la esquina y se detuvo.

Ni rastro de él.

No se podía explicar cómo se había escapado. Sólo le había perdido de vista diez segundos aproximadamente, el tiempo que le llevó salir del patio y rodear el edificio.

Y la única vía de escape alternativa era una calle corta y sin salida que terminaba en un muro de matorrales y árboles jóvenes. Más allá, Sachs sólo podía ver el paso elevado de Harlem River, detrás del cual no había más que la enfangada orilla que descendía hasta las aguas.

Así que se había escapado… Y la única prueba que podría presentar de la persecución sería la factura de los cinco mil dólares que le iba a costar reparar la carrocería. ¡Joder!…

Entonces se oyó una voz: «Todas las unidades que se encuentren en las inmediaciones de Frederick Douglass y la calle Uno Cinco Tres, estén preparadas para un código Diez Cinco Cuatro».

Accidente de coche con posibles heridos.

«El vehículo ha caído al río Harlem. Repito, tenemos un coche en el agua.»

¿Sería él?, se preguntó Amelia.

– Escena de crimen Cinco Ocho Ocho Cinco. En relación con la Diez Cinco Cuatro. ¿Saben la marca del coche? Cambio.

– Mazda o Toyota. Modelo nuevo. Beis.

– Correcto, Central. Creo que es el vehículo de la persecución de Central Park. Yo soy código Diez Ocho Cuatro y estoy en la escena. Corto.

– Comprendido, Cinco Ocho Ocho Cinco. Corto.

Sachs recorrió con el Camaro a toda velocidad la calle sin salida y aparcó junto a la acera. En el momento en que salía del vehículo llegaban una ambulancia y una Unidad de Servicios de Emergencia, que se internaron en la maleza por la parte que había aplastado a su paso el veloz Mazda. Sachs fue detrás de ellos, caminando con cuidado por los escombros. Conforme salían de los matorrales, Sachs vio un grupo de chabolas y cobertizos decrépitos. Había docenas de mendigos, la mayoría hombres. Era un sitio embarrado, lleno de maleza, basura, electrodomésticos rotos y coches oxidados y desvencijados.

Al parecer, El Conjurado había atravesado la zona de los matorrales a toda velocidad porque esperaba encontrar una carretera al otro lado. Sachs vio las huellas de los patinazos que debió de dar por el pánico, al ver que el coche se deslizaba sin control por el fango resbaladizo; al intentar esquivar a gran velocidad una de las casuchas, la partió en dos y atravesó un embarcadero podrido para acabar cayendo en el río.

Dos oficiales de las Unidades de Emergencia ayudaron a los habitantes de la chabola, que no estaban heridos, a salir de entre las ruinas, mientras que otros inspeccionaron el río para encontrar cualquier rastro del conductor. Sachs llamó por radio a Rhyme y Sellitto, y les contó lo sucedido. Le pidió al detective que solicitara con carácter prioritario un autobús de respuesta rápida.

– ¿Lo han cogido, Amelia? -le preguntó Sellitto-. Dime que lo han cogido.

Con los ojos puestos en la mancha de aceite y gasolina que flotaba sobre la rugosa superficie del agua, ella contestó:

– Ni rastro.

Sachs pasó por delante de una taza de váter destrozada y una bolsa de basura que olía a demonios, de camino a un grupo de hombres que hablaban en español y parecían muy nerviosos. Tenían cañas de pescar, tal vez porque aquel era un lugar muy popular para utilizar larvas de mosquito y cebo cortado para pescar. Habían bebido, pero estaban lo bastante sobrios como para hacer un relato coherente de lo sucedido. El coche había pasado por los matorrales a toda velocidad y se fue derechito al río. Todos ellos vieron a un hombre en el asiento del conductor y estaban seguros de que no había saltado del coche antes de que éste se cayera al río.

Sachs conversó brevemente con Carlos y su amigo, los dos mendigos que vivían en la chabola destruida. Los dos estaban colocados y, puesto que se hallaban dentro de la casucha cuando el Mazda se estrelló contra ella, no habían visto nada que pudiera servirle de ayuda. Carlos se mostraba beligerante, como si pensara que la ciudad le debía alguna compensación por aquella pérdida. Otros dos testigos, que a la hora del accidente estaban abriendo bolsas de basura para coger los cascos y recipientes por los que pudieran darles algún dinero, confirmaron la historia de los pescadores.

Llegaron más coches de policía, y también equipos de televisión que comenzaron a grabar con sus cámaras lo que quedaba de la chabola así como la lancha policial, junto a cuya popa había dos buzos con sus trajes impermeables que se metían en el agua en ese momento.

Cuando Amelia Sachs vio que las medidas de emergencia se habían centrado en el propio río, decidió ocuparse de las operaciones en tierra. En el Camaro no tenía muchos medios para investigar la escena, pero sí había cinta amarilla en abundancia con la que acordonó una extensa zona de la orilla del río. Cuando terminó de hacerlo, ya había llegado el vehículo de respuesta rápida.

Colocándose los auriculares, llamó a la Central, desde donde volvieron a establecer comunicación con Rhyme.

– Estamos al tanto, Sachs. ¿Han encontrado ya algo los buzos?

– No creo.

– ¿Saltó del coche en marcha?

– Según los testigos, no. Voy a ocuparme de esta escena de la orilla del río, Rhyme. Traerá buena suerte.