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– ¿Suerte?

– Claro; ya que voy a tomarme la molestia de examinar la escena, seguro que los buzos encuentran el cuerpo, con lo cual mi trabajo será una pérdida de tiempo.

– Aun así, tendrá que haber una investigación y…

– Era una broma, Rhyme.

– Ya…, bueno, este asesino en particular no es que me haga mucha gracia. Continúa y recorre la cuadrícula.

Llevó a la zona acordonada uno de los maletines de Escenas de Crimen y cuando se disponía a abrirlo escuchó una voz con un acento especial que gritaba en tono apremiante:

– ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ¿Está todo el mundo bien?

Cerca de las cámaras de televisión vio a un latino repeinado, con vaqueros y chaqueta de sport, que se abría paso entre la multitud. Entrecerró los ojos, alarmado, al ver la chabola destrozada, y se dirigió corriendo hacia ella.

– ¡Oiga! -gritó Sachs. Pero él no la oyó.

El hombre pasó por debajo de la cinta amarilla y se dirigió directamente a la chabola, pisoteando las huellas de los neumáticos del Mazda y destruyendo seguramente cualquier cosa que El Prestidigitador hubiera arrojado desde el coche o que pudiera habérsele caído; incluso borrando las huellas de los zapatos del asesino, en el caso de que éste hubiera saltado del coche en marcha, a pesar de lo que habían declarado los pescadores.

Desconfiando ya de todo el mundo, Amelia le examinó la mano izquierda y comprobó que no tenía unidos el anular y el meñique. Así que él no era El Prestidigitador, pero entonces, ¿quién demonios era? Sachs se quedó pensativa. ¿Y qué hacía en su escena del crimen?

El hombre estaba ahora revolviendo entre las ruinas de la chabola, sacando tablones, planchas de madera y chapas metálicas onduladas, que luego tiraba por encima del hombro.

– ¡Eh, oiga! -gritó Sachs-. ¡Largo de aquí!

– ¡Puede que haya alguien ahí dentro! -gritó el hombre sin volverse.

Enfadada, le espetó:

– ¡Esto es una escena de un crimen! ¡No puede estar aquí!

– Puede haber alguien dentro -repitió.

– No, no, no. Ya ha salido todo el mundo. Están bien. ¡Eh!, ¿me está oyendo? Perdone, amigo, ¿oye lo que le estoy diciendo?

Si la oía o no, al parecer no importaba, al menos a él. Continuó escarbando febrilmente. ¿Qué pretendía? El hombre iba bien vestido y llevaba un Rolex; seguro que Carlos, el adicto al crack, no era pariente suyo.

Recitando para sí misma la famosa oración policial, «Líbranos, Señor, de los ciudadanos que se inmiscuyen en nuestro trabajo», les hizo una señal a dos oficiales de patrulla que andaban cerca.

– Sacadle de aquí.

– ¡Necesitamos más médicos! -gritaba el hombre-. Podría haber niños dentro.

Sachs contempló indignada cómo se sumaban las pisadas de los oficiales a los destrozos de su escena del crimen, que se iba deteriorando poco a poco. Agarraron al intruso de los brazos y lo levantaron hasta que se quedó de pie. El hombre se soltó de las manos de los oficiales, gritó con altanería su nombre a Sachs, como si fuera algún mafioso a quien todo el mundo debiera conocer, y comenzó a largarle un discurso sobre el vergonzoso trato que daba la policía a la marginada población latina que vivía en aquel lugar.

– Señora, ¿tiene usted idea de…?

– ¡Esposadle! Y luego, sacadle de aquí de una puñetera vez -ordenó Sachs, tras decidir que la parte del Manual del Sargento correspondiente a las relaciones con el vecindario ocupaba en ese caso un segundo lugar con respecto a las investigaciones criminales.

Los oficiales esposaron al acalorado ciudadano y le sacaron, entre bufidos e improperios, de la escena del crimen.

– ¿Quieres que lo fichemos? -preguntó uno de los oficiales.

– No; mantenedle bajo custodia un rato -gritó Sachs, provocando risas entre algunos de los presentes. Vio que le introducían en la parte trasera de uno de los coches patrulla; otro obstáculo más en la ya imposible, al parecer, búsqueda de aquel escurridizo asesino.

A continuación Sachs se puso el mono de tyvek y, provista de una cámara, bolsas para las pruebas y bandas de goma (al menos en los pies), se dispuso a recorrer la escena, comenzando por las ruinas de la destrozada «mansión» de Carlos. Lo hacía sin prisas y con mucho cuidado. Después de una persecución tan larga y angustiosa como la de ese día, Amelia Sachs ya no admitía nada. Era cierto que El Prestidigitador podía estar sumergido a quince metros de profundidad en esas aguas grisáceas. Pero lo mismo podía estar ya a salvo, trepando por alguna zona cercana de la orilla del río.

Ni siquiera le habría sorprendido enterarse de que el asesino se encontraba a muchos kilómetros de distancia, con otro disfraz y acechando a su siguiente víctima.

* * *

El reverendo Ralph Swensen llevaba ya varios días en la ciudad -era su primera visita a Nueva York-, y había decidido que nunca lograría acostumbrarse a un sitio como aquél.

Delgado, con una calvicie incipiente y un tanto tímido, el pastor se ocupaba de las almas de una ciudad mil veces más pequeña que Manhattan y a años luz de ésta.

Mientras que en su pueblo podía asomarse a la ventana de su iglesia y ver, hasta donde alcanzaba la vista, campos en los que pastaba plácidamente el ganado, lo que veía tras las rejas de la ventana de aquella habitación barata de un hotel cerca de Chinatown era un muro de ladrillo en el que había un garabato, hecho con spray veteado, que formaba parte de una pintada obscena.

Mientras que en casa, cuando él iba por la calle, la gente le decía «Hola, reverendo» o «Buen sermón, Ralph», allí le decían «Dame un dólar» o «Tengo Sida» o, sencillamente, «Chúpamela».

Aun así, el reverendo Swensen había ido para poco tiempo, de modo que suponía que podría sobrevivir a aquel pequeño choque cultural.

Llevaba ya algunas horas tratando de leer la antigua y deshecha Biblia que había en el hotel. Pero, finalmente, renunció a seguir intentándolo. El Evangelio según San Mateo, a pesar de ser una historia tan absorbente, no podía competir con los ruidos producidos por un chapero y su cliente, dale que te pego a lo que fuera que se traían entre manos y aullando de dolor o de placer o, lo más seguro, de ambas cosas a la vez.

El pastor sabía que debía considerar un honor haber sido elegido para aquella misión en Nueva York, pero se sentía como el apóstol San Pablo en uno de sus viajes entre los no creyentes de Grecia y Asia Menor, que le recibieron con escarnio y desdén.

Aahh, aaahhh, ahhhh… Así, así…, sí…, ahí… Oohhhhh…, sí, sí…, así, sigue, sigue…

Bueno, pues ya estaba bien. Ni siquiera San Pablo tuvo que aguantar tal nivel de depravación. Faltaban varias horas para que comenzara el concierto, pero el reverendo Swensen decidió marcharse antes. Se peinó, cogió las gafas y metió en su maletín una Biblia, un mapa de la ciudad y un sermón que estaba preparando. Bajó las escaleras que conducían al vestíbulo, donde se encontró con otra prostituta que estaba allí sentada. Era, o al menos lo parecía, una mujer.

Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea…

Con un nudo en la garganta por la tensión, pasó apresuradamente delante de ella con la mirada clavada en el suelo, temiendo que le hiciera una proposición. Pero ella, o él, o lo que fuera, se limitó a sonreír y decir:

– ¡Qué tiempo más bueno tenemos, padre!, ¿verdad?

El reverendo Swensen le guiñó un ojo y le devolvió la sonrisa.

– Verdad -dijo, reprimiéndose para no añadir «hija mía», algo que no había hecho jamás en todo su sacerdocio. Se decidió por decir-: Muy buenos días.

Y salió a las duras calles del Lower East Side de Nueva York.

Se detuvo en la acera, delante del hoteclass="underline" taxis que pasaban pausadamente; jóvenes asiáticos y latinos que caminaban con aire resuelto; autobuses que despedían gases calientes, metálicos; repartidores chinos en bicicletas que invadían la acera. Todo era tan agotador… Con los nervios a flor de piel y triste, el reverendo decidió que un paseo hasta el colegio donde iba a celebrarse el concierto le calmaría los nervios. Consultó el mapa y vio que estaba muy lejos, pero necesitaba hacer algo para calmar esa demencial ansiedad. Miraría escaparates, se pararía a cenar algo y se concentraría en su sermón.