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Conforme se orientaba para emprender su paseo, sintió que alguien le observaba. Miró a su izquierda, hacia el callejón que había al lado del hotel. Vio a un hombre medio escondido detrás de un contenedor de basura, un hombre enjuto de pelo castaño vestido con un mono, que llevaba una pequeña caja de herramientas. Miraba al eclesiástico de arriba abajo, de una manera que parecía intencionada. De pronto, como si le hubieran pillado, se dio la vuelta y se adentró en el callejón.

El reverendo Swensen apretó con más fuerza su maletín, pensando si no habría cometido un error al no quedarse en el hotel -por muy inmundo y ruidoso que fuera- sin correr peligro hasta que hubiera llegado la hora de ir al concierto. Pero soltó una ligera carcajada. Calma, se dijo. El hombre no sería más que un conserje o alguien de mantenimiento, quizá empleado en el propio hotel, sorprendido al ver salir a un ministro del Señor de un lugar tan sórdido como ése.

Además, reflexionó según emprendía camino hacia el norte, él era un clérigo, una profesión que tenía que darle, sin duda, cierto nivel de inmunidad, incluso ahí, en aquella Sodoma actual.

Capítulo 21

¿Lo ves? Pues ya no lo ves.

No era posible que la bola roja pasara de estar en la mano derecha extendida de Kara a aparecer detrás de su oreja.

Pero así era.

Y después de que Kara cogiera de nuevo la esfera roja y la lanzara al aire, no podía esfumarse de pronto y terminar en el pliegue de su codo izquierdo.

Pero también así había sido. ¿Cómo?, se preguntaba Rhyme.

Kara y el criminalista estaban en el laboratorio que Rhyme tenía en el piso de abajo de su casa, esperando a Amelia Sachs y a Roland Bell. Mientras Mel Cooper colocaba las pruebas sobre las mesas de examen y con música de jazz como telón de fondo, Rhyme asistía a una función de prestidigitación exclusiva para él.

Kara estaba delante de una ventana y llevaba una de las camisetas negras que Sachs guardaba en el armario del piso de arriba. En aquel momento, Thom estaba lavándole la camiseta para quitarle la mancha de color sangre, hecha con Heinz 57, con la que había improvisado una actuación de ilusionismo en la feria de artesanía.

– ¿De dónde las has sacado? -le preguntó Rhyme, señalando con la cabeza a las bolas. No había visto que Kara las sacara de su bolso ni de sus bolsillos.

La chica, con una sonrisa, dijo que las había «hecho aparecer» (otro truco que encantaba a los magos, según había observado Rhyme, era el de convertir verbos intransitivos en transitivos).

– ¿Dónde vives? -le preguntó.

– En el Village.

Rhyme hizo un movimiento con la cabeza, ya que le venían a la mente algunos recuerdos.

– Cuando estábamos juntos mi mujer y yo, la mayoría de nuestros amigos vivían allí. Y en el Soho, y en TriBeCa.

– Yo no suelo pasar más allá de la Veintitrés -dijo ella.

Carcajada del criminalista.

– En mi época, la «zona desmilitarizada» empezaba en la Catorce.

– Parece qué van ganando los nuestros -bromeó Kara mientras que las bolas aparecían y desaparecían, de una mano a la otra, y luego recorrían el aire en un improvisado acto de malabarismo.

– ¿Y tu acento? -le preguntó Rhyme.

– ¿Tengo acento?

– Bueno, entonación, inflexión…, deje.

– Probablemente de Ohio, del Medio Oeste.

– Yo también soy de allí, de Illinois -dijo Rhyme.

– Pero llevo aquí desde los dieciocho. Fui al colegio en Bronxville.

– Sarah Lawrence, arte dramático -dedujo Rhyme.

– Inglés.

– Te gustó y te quedaste.

– Bueno, me gustó en su momento, y luego salí de los suburbios y me fui al centro. Después, tras la muerte de mi padre, mi madre se trasladó aquí para estar cerca de mí.

Hija de viuda…, como Sachs, reflexionó Rhyme. Se preguntó si Kara tendría los mismos problemas que había tenido Amelia con su madre. Hacía pocos años que habían llegado a un acuerdo, pero cuando Sachs era adolescente, su madre había sido una mujer tempestuosa, de humor variable e impredecible. Rose no entendía por qué su marido no quería ser nada más que un poli, y por qué su hija quería ser todo menos lo que su madre quería que fuese. Naturalmente, eso condujo a que padre e hija se aliaran, lo que empeoró aún más la situación. Sachs le dijo a su padre que podían utilizar el garaje como refugio en los días malos, y allí encontraron un universo cómodo y previsible; cuando un carburador no funcionaba, se debía a que se había infringido una regla simple y justa del mundo físico: la tolerancia de los aparatos era inapropiada o una junta se había cortado mal. Los motores, la suspensión y la transmisión no te sumergían en estados de ánimo melodramáticos ni en diatribas crípticas y ni en el peor de los casos te echaban la culpa de sus propios fracasos.

Rhyme había coincidido con Rose Sachs en varias ocasiones y le pareció una mujer encantadora, charlatana, excéntrica y orgullosa de su hija. Pero él sabía que donde más presente está el pasado es entre padres e hijos.

– ¿Y funciona eso de que esté cerca de ti? -le preguntó Rhyme con escepticismo.

– Suena a infierno familiar, ¿no? Pero no, mamá es una maravilla; es… como…, ¿sabes?…, una madre. Tienen algo especial. Y nunca lo pierden.

– ¿Dónde vive?

– Está en una residencia, en el Upper East Side.

– ¿Está muy enferma?

– Nada grave. Se pondrá bien. -Distraída, Kara hizo rodar las bolas por sus nudillos y se las puso finalmente en la palma de la mano-. En cuanto mejore, vamos a irnos a Inglaterra, las dos juntas. Londres, Stratford, los Cotswolds. Ya estuve una vez allí con mis padres. Fueron las mejores vacaciones de todas. Esta vez, voy a conducir por la izquierda y a beber cerveza caliente. La última vez no me dejaron. Claro que entonces tenía trece años. ¿Ha estado allí alguna vez?

– Claro. Trabajaba con Scotland Yard de vez en cuando. Y he dado conferencias allí. No he vuelto a ir desde…, bueno, desde hace algunos años.

– La magia y el ilusionismo han gozado siempre de mayor popularidad en Inglaterra que aquí. ¡Tienen tanta historia! Quiero enseñarle a mamá la Sala Egipcia en Londres. Ése era el centro del universo para los magos de hace cien años. Para mí es una especie de peregrinaje, ¿sabe?

Rhyme miró hacia la puerta. Ni rastro de Thom.

– Hazme un favor…

– Claro.

– Necesito una medicina.

Kara vio que había algunos tarros con pastillas apoyados contra la pared.

– No, ahí, en la estantería.

– ¡Ah!, entiendo. ¿Cuál de ellas?

– La del extremo. Macallan, de dieciocho años -pidió Rhyme en un susurro-. Y ten en cuenta que cuanto menos ruido hagas al servirlo, mejor.

– ¡Se lo ha pedido a la persona adecuada! Robert-Houdin decía que había tres habilidades que uno tenía que dominar para ser un ilusionista de éxito: destreza, destreza y destreza. -En cuestión de segundos había vertido en el vaso una dosis generosa del whisky humeante, y en verdad lo hizo de forma silenciosa y casi imperceptible. Thom podría haber estado cerca y no lo habría advertido. Kara deslizó la pajita en el vaso y colocó éste en el orificio de la silla de ruedas.

– Sírvete si quieres.

Kara negó con la cabeza y luego hizo un gesto señalando la cafetera, cuyo contenido había vaciado prácticamente ella sólita.

– Ése es mi veneno.

Rhyme dio un sorbo al whisky escocés. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que el escozor impregnara lentamente el fondo de su boca y luego desapareciera. Mientras tanto, observaba las manos de Kara y el imposible comportamiento de las bolas entre sus dedos. Otro trago largo.