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– El secuestrador ha liberado a la mujer. Nadie ha resultado herido. Hemos atrapado a tres. El agente se pondrá bien, sólo son rasguños.

Se les unió una mujer policía con el pelo rubio y corto, que le asomaba por debajo de su gorra reglamentaria.

– Oye, mira esto. Tenemos un extra. -Levantó una gran bolsa de plástico llena de polvo blanco, y otra que contenía pipas y demás parafernalia para fumar droga.

Conforme el capitán inspeccionaba el material requisado, asintiendo en señal de aprobación, Sachs preguntó:

– ¿Estaba eso en el coche?

– No. Lo he encontrado en un Ford que había al otro lado de la calle. Estaba interrogando a su propietario por haber presenciado los hechos, y comenzó a sudar y a ponerse todo nervioso, así que registré el coche.

– ¿Dónde estaba aparcado? -preguntó Sachs.

– En su garaje.

– ¿Solicitaste una orden de registro?

– No, como te he dicho, estaba hecho un manojo de nervios y, desde la acera, yo podía ver una esquinita que asomaba de la bolsa. Eso es una causa probable.

– No, no, no… -Sachs negaba con la cabeza-. Es un registro ilegal.

– ¿Ilegal? La semana pasada paramos a un tipo por exceso de velocidad y vimos que llevaba un kilo de chocolate en la parte de atrás. Le trincamos sin problemas.

– En la calle es diferente. En un vehículo que circula por una vía pública la privacidad que se espera es menor. Para realizar un arresto en tales circunstancias, sólo se necesita una causa probable. Pero cuando el coche está en una propiedad privada, aunque se vea que hay drogas en el interior, es preciso tener una orden de registro.

– Eso es un disparate -replicó la mujer policía a la defensiva-. Tenía casi trescientos gramos de coca pura. Es un traficante de cojones. Los del Departamento de Narcóticos pueden tardar meses hasta echarle el guante a alguien como éste.

– ¿Está segura de lo que dice, oficial? -le preguntó el capitán a Sachs.

– Totalmente.

– ¿Qué recomienda?

– Confiscar el material, asustar de muerte a su dueño y facilitar su número de matrícula y demás datos a Narcóticos -dijo Sachs, dirigiendo acto seguido la mirada hacia la mujer policía-. Y tú, será mejor que te apuntes a algún curso para que te refresquen tus conocimientos sobre allanamiento de morada.

La agente comenzó a rebatir sus argumentos, pero Sachs no le prestó atención. Estaba inspeccionando el solar donde se hallaba el coche del malhechor empotrado en el contenedor. Entrecerró los ojos para mirar el vehículo.

– Oficial… -empezó a decir el capitán.

Sachs no le hizo caso y le dijo a Wilkins:

– ¿Has dicho que había tres delincuentes?

– Exacto.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Eso decía el informe de la joyería que atracaron.

Sachs entró en el solar lleno de escombros y sacó su Glock.

– Mira el coche con el que huyeron -dijo con brusquedad.

– ¡Dios mío! -dijo Wilkins.

Todas las puertas estaban abiertas. Cuatro hombres habían huido.

La mujer se puso en cuclillas, examinó el solar y apuntó con su pistola al único escondite posible en las cercanías: un callejón corto y sin salida que había detrás del contenedor.

– ¡Va armado! -gritó casi antes de ver que algo se movía.

Todos los de alrededor se volvieron y vieron a un hombre corpulento, vestido con camiseta y armado con una escopeta, que se dirigía a la salida del solar hacia la calle.

La Glock de Sachs estaba apuntando directamente al pecho del hombre cuando éste salió al descubierto.

– ¡Tire el arma! -le ordenó.

Él dudo un instante y luego sonrió, apuntando con ella a los agentes.

Sachs empujó su Glock hacia delante. Y, con una voz alegre, dijo:

– ¡Pum, pum!… Muerto.

El hombre de la escopeta se detuvo y soltó una carcajada. Sacudió la cabeza con un gesto de admiración.

– Maldita sea, yo pensé que ya me había escapado.

Con el arma pequeña y gruesa al hombro, se dirigió caminando pausadamente hacia el grupo de compañeros policías que había junto al edificio. El otro «sospechoso», el hombre que había estado en el coche, se volvió de espaldas para que pudieran quitarle las esposas. Wilkins se encargó de ello.

La rehén, papel que había desempeñado Latina, una agente que Sachs conocía desde hacía años y que, desde luego, no estaba embarazada, se unió también a ellos. Le dio unas palmaditas a Sachs en la espalda:

– Buen trabajo, Amelia, me has salvado el pellejo.

Sachs mantuvo un gesto de solemnidad en el rostro, aunque estaba satisfecha. Se sentía como un estudiante que acabara de conseguir la mejor nota en un examen importante.

Y, en realidad, eso era exactamente lo que había pasado.

Amelia Sachs iba tras un nuevo objetivo. Su padre, Herman, había sido un agente de patrulla, un poli que hizo rondas por las calles en la División de Servicios de Patrullas, durante toda su vida. Sachs tenía ahora ese mismo rango y podría haberse contentado con permanecer allí unos cuantos años antes de intentar ascender en el departamento, pero después de los ataques del 11 de septiembre decidió que deseaba hacer algo más por su ciudad. Así que presentó los papeles para su promoción a sargento detective.

Ningún cuerpo de policía había combatido el crimen como los detectives del Departamento de Policía de Nueva York (NYPD). Su prestigio se remontaba al duro y brillante inspector Thomas Byrnes, elegido para dirigir la joven agencia de detectives en la década de 1880. El arsenal de Byrnes incluía amenazas, golpes en la cabeza y sutiles deducciones: una vez desarticuló una importante red de ladrones siguiendo la pista que le brindó una diminuta fibra encontrada en la escena del crimen. Guiados por el extravagante Byrnes, los detectives de la agencia se ganaron el sobrenombre de «Los inmortales», puesto que redujeron drásticamente la tasa de criminalidad en una ciudad tan peligrosa entonces como el Lejano Oeste.

El oficial Herman Sachs era un coleccionista de objetos del Departamento de Policía. Poco antes de morir le dio a su hija uno de sus objetos favoritos: una maltrecha agenda que fue la que usó el propio Byrnes para tomar notas de las investigaciones. Cuando Sachs era joven, y su madre no les veía, su padre le leía en alto los fragmentos más legibles, y los dos inventaban historias basándose en ellos.

Doce de octubre de 1883. ¡Han encontrado la otra pierna! Carbonera de Slaggardy, Five Points [1]. A la espera de confesión de Cotton Williams en breve.

Dado el prestigio de su posición (y el lucrativo sueldo por hacer cumplir la ley), resultaba irónico que las mujeres encontraran más oportunidades en la Agencia de Detectives que en cualquier otra división del NYPD. Si Thomas Byrnes era el icono de detective masculino, Mary Shanley lo era del femenino (y era también una de las heroínas particulares de Sachs). Shanley, que había luchado contra el crimen durante todo el decenio de 1930, era una agente temperamental e intransigente que dijo en una ocasión: «El arma está para utilizarla, así que, utilízala». Ella, de hecho, lo hacía con cierta frecuencia. Después de años de combatir el crimen en el Midtown, se jubiló como detective de primer grado.

Sachs, sin embargo, deseaba ser algo más que una detective, que no dejaba de ser una especialidad dentro de un trabajo. Ella quería también un rango. En el NYDP, como en la mayoría de los cuerpos policiales, uno se hacía detective a partir de los méritos y la experiencia. Ahora bien, para ser sargento, el aspirante debía pasar una terna de exámenes muy arduos: escrito, oral y un tercero, al que Sachs acababa de someterse: un ejercicio práctico que consistía en un simulacro para comprobar las aptitudes prácticas del aspirante en cuanto a gestión de personal, sensibilidad en las relaciones con la ciudadanía y buen criterio en situaciones extremas.

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[1] Five Points es el nombre de un barrio de Nueva York. (N. de la T)