Sachs hizo un gesto negativo con la cabeza.
– ¿Dónde coño está Bedford Junction?
– Creo que hacia el norte del Estado -dijo Mel Cooper.
– Hay un número de teléfono en la factura -dijo Bell, arrastrando las palabras con su característico acento-. Llámales. Pregunta a Debby o a Tanya o como quiera que se llame la encantadora camarera de turno si en la mesa… -echó un vistazo a la factura-… doce se sientan clientes habituales. O, al menos, si recuerda quiénes pidieron esa comida. Ya ha pasado algún tiempo, pero nunca se sabe.
– Dime el número -preguntó Sellitto.
Bell se lo dijo.
En efecto: hacía ya un tiempo, demasiado, como se temía Rhyme. Ni el gerente ni los camareros tenían idea de quién había estado allí ese sábado.
– Es un «sitio con mucho movimiento» -dijo Sellitto con cara de resignación-. Y no son palabras mías.
– No me gusta -intervino Sachs.
– ¿El qué?
– ¿Qué hace comiendo con otras tres personas?
– Ésa es una buena observación -dijo Bell-. ¿Crees que está trabajando con alguien?
– No -respondió Sellitto-, no creo. Los asesinos en serie casi siempre son seres solitarios.
– Yo no estoy tan segura -discrepó Kara-. Los magos de cerca o los magos de salón, por ejemplo, trabajan en solitario. Pero éste es un ilusionista, ¿recuerda?, y los ilusionistas trabajan siempre con más gente: piden voluntarios entre los asistentes, tienen ayudantes en el escenario que el público sabe que están compinchados con el mago… Y luego están también los cómplices, es decir, esas personas que trabajan para el ilusionista sin que el público lo sepa. Puede que estén disfrazados de tramoyistas o que estén entre el público y se ofrezcan como voluntarios… En una buena función, uno nunca está seguro de quién es quién.
¡Cielo santo!, pensó Rhyme. ¡Qué horror de asesino, con su habilidad para el transformismo, el escapismo y el ilusionismo! Y si trabajaba con ayudantes se convertía en un peligro cien veces mayor.
– Anótalo, Thom -ladró Rhyme-. Veamos qué habéis encontrado en el callejón donde le atrapó Burke.
De lo primero que se ocuparon fue de las esposas del oficial.
– Se las quitó en cuestión de segundos. Tenía que tener una llave -dijo Sachs. Para desesperación de la mayoría de los policías del país, casi todas las esposas se podían abrir con llaves genéricas, que se adquirían por unos cuantos dólares en establecimientos de artículos para los cuerpos de seguridad.
Rhyme acercó su silla a la mesa de análisis y examinó detenidamente las esposas.
– Dales la vuelta… Levántalas… El asesino podía haber utilizado una llave, es cierto, pero yo veo arañazos recientes en el orificio. Yo diría que forzó la cerradura.
– Pero Burke le habría cacheado antes… -señaló Sachs-. ¿De dónde sacó una ganzúa?
– Podía tenerla escondida en cualquier sitio -sugirió Kara-. En el pelo, en la boca…
– ¿En la boca? -dijo en voz baja Rhyme-. Coloca las esposas bajo el foco de luz especial, Mel.
Cooper se puso unas gafas protectoras, encendió el foco y dirigió el haz hacia las esposas.
– En efecto; aquí tenemos unas diminutas manchas y puntitos, alrededor del ojo de la cerradura.
Rhyme le explicó a Kara que eso significaba que había restos de fluidos corporales; saliva, lo más seguro.
– Houdini lo hacía continuamente. A veces dejaba que alguien del público comprobara si tenía algo en la boca. Pero luego, justo antes de empezar, su mujer le daba un beso; según decía él, para que le diera buena suerte, pero en realidad lo que hacía ella era pasarle una llave con la boca.
– Pero el asesino estaría esposado por la espalda -dijo Sellitto-. ¿Cómo podía entonces llevarse las manos a la boca?
– ¡Vaya! -dijo Kara con una carcajada-. Cualquier escapista puede pasar de tener las manos esposadas a la espalda a tenerlas en la parte delantera en cuestión de tres o cuatro segundos.
Cooper examinó los restos de saliva. Hay personas que segregan anticuerpos a través de todos los fluidos corporales, lo que permite a los investigadores determinar el grupo sanguíneo. Pero El Prestidigitador no era uno de ellos.
Sachs había encontrado también un trocito de metal con el borde dentado.
– Sí, eso también es de él -dijo Kara-. Ésa es otra herramienta de los escapistas. Una cuchilla de sierra. Con eso es con lo que seguramente cortó los plásticos con que le ataron los tobillos.
– ¿Se habría metido eso en la boca también? ¿No es demasiado peligroso?
– Oh, es muy común en la profesión esconder agujas o cuchillas de afeitar en la boca como parte de una actuación. Teniendo práctica resulta muy seguro.
Al examinar la última de las pruebas recogidas en la escena del callejón encontraron más trozos de látex y restos de maquillaje idénticos a los que ya habían identificado por la mañana. Y también más aceite Tack-Pure.
– Y en la orilla del río, Sachs, ¿encontraste algo?
– Sólo unas huellas de los patinazos del coche. -Sachs colgó las fotografías digitales que Cooper había sacado de la impresora-. Un ciudadano deseoso de colaborar se las arregló para arruinar la escena. Pero aun así pasé media hora examinando el barro. Estoy bastante segura de que no dejó ningún resto y de que no saltó del coche en marcha.
– ¿Y qué pasa con la víctima, la señora Marston? -le preguntó Sellitto a Bell-. ¿Ha dicho algo?
El detective de Tarheel hizo un resumen de su entrevista con la mujer.
Una abogada, reflexionó Rhyme. ¿Por qué la escogió? ¿Qué pauta seguía El Prestidigitador para seleccionar a sus víctimas? Una estudiante de música, un maquillador y una abogada.
– Está divorciada -añadió Bell-. El marido está en California. No es que fuera el divorcio más amistoso del mundo, pero no creo que él tenga nada que ver. He ordenado que los del LAPD [19] hagan algunas llamadas y esperan que comparezca hoy. Y no tiene antecedentes ni en el NCIC ni en el VICAP.
Cheryl Marston había descrito al Prestidigitador como un hombre delgado, fuerte, con barba y con cicatrices en el cuello y en el pecho.
– ¡Ah!, y confirmó que tenía los dedos deformados, como habíamos pensado. «Fundidos», dijo. Él no mencionó el barrio en el que vivía y escogió el alias «John». Ahí tenéis un chico listo.
Una información que no sirve de nada, reflexionó Rhyme.
Bell explicó a continuación que él había sido quien sacó a la mujer del agua y todo lo que pasó después.
– ¿Hay algo que te resulte familiar? -le preguntó Rhyme a Kara.
– Es posible que él hipnotizara a una paloma o a una gaviota, la lanzara contra el caballo y luego utilizara algún tipo de gimmick, de aparato para que el caballo siguiera estando nervioso.
– ¿De qué tipo? -preguntó Rhyme-. ¿Tú conoces a algún fabricante de artilugios como esos?
– No; seguramente también sea de fabricación casera. Los magos, antes, para lograr que los leones rugieran en el momento oportuno empleaban electrodos, o les pinchaban, cosas por el estilo. Pero los defensores de los derechos de los animales no permitirían que ahora se hiciera algo así.
Bell continuó describiendo lo que había pasado cuando Marston y El Prestidigitador se fueron a tomar café.
– Hay una cosa que dijo Marston que sí me resultó rara: que parecía como si él pudiera leerle el pensamiento.
Bell describió lo que Marston le había contado, lo que le sorprendía que El Prestidigitador pareciera saber tantas cosas sobre ella.
– Lectura del cuerpo -dijo Kara-. Él dice algo y luego observa con atención cómo reacciona ella. Eso le da mucha información. Hacer eso con alguien se llama «venderles la moto». Un mentalista realmente bueno puede averiguar todo tipo de cosas a partir de una conversación inocente con alguien.