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A lo largo de su historia, el arte de la magia se había dividido en dos escuelas. En primer lugar estaban los prestidigitadores, los malabaristas, los ilusionistas, personas que entretienen al público con su destreza y habilidades físicas.

La segunda escuela de magia ha sido mucho más controvertida: se centra en la práctica de lo oculto. Incluso en una era científica como la actual, algunos magos sostienen que en verdad tienen poderes sobrenaturales para leer el pensamiento, mover objetos con la mente, predecir el futuro y comunicarse con los espíritus.

Durante miles de años, los videntes charlatanes y médiums han aumentado sus riquezas por asignarse el poder de convocar a los espíritus de los muertos para consolar a sus atribulados seres queridos. Antes de que el Gobierno empezara a tomar medidas enérgicas contra tales engaños, había magos honrados que protegían a los crédulos revelando públicamente los métodos que escondían los supuestos efectos ocultos. (Incluso hoy en día, el brillante mago James Randi emplea gran parte de su tiempo en desenmascarar a los farsantes.) El propio Harry Houdini dedicó gran parte de su vida y de su fortuna a desafiar a los falsos médiums. Sin embargo, no deja de ser irónico que una de las razones por las que abanderó esa causa fuera que él mismo estaba buscando desesperadamente un médium que pudiera ponerse en contacto con el espíritu de su madre, cuya muerte nunca superó por completo.

Malerick estaba mirando fijamente a la vela, a la llama. Observaba, rezaba para que el espíritu de su alma gemela apareciera y acariciara ese cono amarillo de iluminación, para que le enviara una señal. Empleaba la vela como medio de comunicación porque había sido el fuego el que le había arrebatado a su amor: fue el fuego el que había cambiado la vida de Malerick para siempre.

Un momento, ¿no había parpadeado la llama? Sí; tal vez no. No estaba seguro.

Las dos escuelas de magia rivalizaban en el interior de Malerick. Como experto ilusionista, desde luego sabía que sus números no eran más que física, química y psicología aplicadas. Pero, con todo, en su mente quedaba un resquicio de duda, pensaba que tal vez la magia abría en verdad la puerta a lo sobrenaturaclass="underline" Dios actuando como ilusionista haría desaparecer nuestros deteriorados cuerpos, escamoteando las almas de nuestros seres queridos, y transformándolas nos las devolvería; a nosotros, su triste y esperanzado público.

No era algo descabellado, se dijo Malerick. De hecho…

Un momento: ¡la vela había parpadeado! Sí, lo había visto.

La llama se había desplazado un milímetro hacia la caja de madera. Era muy posible que fuera una señal de que el alma de su difunta amada andaba rondando cerca de él, convocada no por un método, sino por el tenue hilo de conexión que puede revelar la magia si lograba permanecer receptivo.

– ¿Estás ahí? -susurró-. ¿Estás?

Respiraba muy, muy lentamente, temeroso de que su aliento alcanzara la vela y la hiciera estremecerse. Malerick quería una prueba contundente de que no estaba solo.

Al cabo de un rato, la vela se consumió y Malerick se quedó sentado un largo rato en su estado de meditación, contemplando las volutas que formaba el humo gris, que ascendían hasta el techo y allí desaparecían.

Miró el reloj: no podía esperar más. Cogió los disfraces y los accesorios necesarios, y luego se vistió con cuidado. También se maquilló.

El espejo le dijo que estaba «en su papel».

Se dirigió al portal. Un vistazo por el cristal. La calle estaba vacía.

Y, luego, al exterior, a la tarde primaveral en la que haría un número que resultaría, sí, incluso más desafiante que los anteriores.

El fuego y la ilusión son almas gemelas.

Estallidos de pólvora, velas, llamas de propano… sobre los que penden los escapistas…

El fuego, Venerado Público, es el juguete del diablo, y al diablo se le ha relacionado siempre con la magia. El fuego ilumina y el fuego oscurece, destruye y crea.

El fuego transforma.

Y constituye el núcleo de nuestro próximo número, que yo llamo «El hombre carbonizado».

* * *

El colegio Neighborhood School, situado cerca de la Quinta Avenida, en Greenwich Village, es un edificio construido con una extraña piedra caliza y cuyo aspecto es tan modesto como su nombre [20]. Uno nunca se imaginaría que los hijos de algunas de las familias más adineradas y mejor relacionadas con las esferas políticas de Nueva York aprendían a leer, a escribir y a contar en ese lugar.

Era conocido no sólo como institución educativa de calidad (si se puede llamar así un colegio de enseñanza primaria), sino también como centro donde se celebraban importantes actos culturales en aquella parte de la ciudad.

Como, por ejemplo, el recital de música de los sábados a las ocho de la tarde hacia el cual se encaminaba en ese momento el reverendo Ralph Swensen.

Había sobrevivido a su largo y pesado paseo por Chinatown y Little Italy, hasta Greenwich Village, sin que le ocurriera nada digno de mención, excepción hecha del inevitable y continuo acoso por parte de los pordioseros, ante los cuales se mostraba ya casi indiferente. Había parado en un pequeño restaurante italiano para comerse un plato de espaguetis, que, junto con los raviolis, era lo único que le sonaba del menú. Y, puesto que no iba acompañado de su esposa, pidió un vaso de vino tinto. La comida era estupenda, y se quedó en el restaurante un buen rato, dando sorbitos a la bebida prohibida y disfrutando al ver a los niños jugar en las calles de aquel bullicioso barrio que congregaba tantas etnias.

Tras pagar la cuenta, no sin cierto sentido de culpa por destinar fondos de la iglesia para el alcohol, continuó en dirección norte, hacia el Village, por un camino que le hizo pasar por Washington Square. Al principio le pareció una pequeña Sodoma con todas las de la ley, pero cuando se internó en el corazón de la caótica plaza, el reverendo vio que los únicos pecados que allí se cometían eran que los jóvenes tocaran la música a volumen muy alto y que la gente bebiera cerveza y vino en recipientes metidos en bolsas de papel. Aunque él creía en un sistema moral por el que ciertos transgresores iban directamente al infierno (como los escandalosos chaperos que no le dejaban dormir), los atentados contra la moral que presenció en aquel lugar no eran de los que le garantizaban a uno un billete sólo de ida al gran horno.

Pero a mitad de la plaza empezó a sentirse inquieto. Se le vino a la cabeza el hombre que le había estado espiando, el del mono y la caja de herramientas que había visto junto al hotel. El reverendo estaba seguro de que le había vuelto a ver, reflejado en el escaparate de una tienda, al poco de salir del hotel. Y en aquel momento había tenido la misma sensación de que le estaban observando. Se volvió de súbito y miró. Bien; no había ningún obrero. Pero sí se fijó en un hombre esbelto, vestido con un traje de sport oscuro, que estaba mirándole. El desconocido apartó la mirada con indiferencia y cambió de dirección, encaminándose hacia unos servicios públicos.

¿Paranoia?

Tenía que ser eso. El hombre no se parecía en absoluto al obrero que había visto, pero, cuando el reverendo cruzó la plaza y siguió caminando en dirección Norte por la Quinta Avenida, esquivando a los cientos de paseantes que había en la acera, tuvo de nuevo la sensación de que le estaban siguiendo. Otra mirada hacia atrás. Esta vez vio a un hombre rubio que llevaba unas gafas gruesas, traje de sport marrón y camiseta, que estaba mirando hacia donde él estaba. El reverendo Swensen notó también que ese hombre cruzaba, igual que acababa de hacer él, de una acera a otra.

Entonces sí tuvo la certeza de que estaba paranoico. No era posible que le siguieran tres hombres diferentes.

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[20] Neighborhood School significa en castellano «Colegio de barrio». (N. de la T)