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Calma, pensó, y continuó por la Quinta Avenida hacia el Neighborhood School, por calles abarrotadas de gente que disfrutaba de aquella hermosa tarde primaveral.

El reverendo Swensen llegó al Neighborhood School a las siete en punto de la tarde, media hora antes de que se abriera la puerta. Dejó el maletín en el suelo y se cruzó de brazos. Entonces pensó que no, que sería mejor no perder de vista el maletín, y volvió a cogerlo. Se apoyó en la verja de hierro forjado de un jardín que había al lado del colegio, y dirigió una mirada llena de inquietud hacia la dirección por donde había llegado.

No, ninguno de ellos. Ni el obrero con su caja de herramientas. Ni los desconocidos vestidos con trajes de sport. Era…

– Disculpe, padre…

Sobresaltado, se volvió con rapidez y se encontró ante un hombre corpulento, de tez morena con una barba de dos días.

– Eeehhh… ¿sí?

– ¿Ha venido usted por lo del recital? -El hombre señaló con la cabeza el colegio.

– Así es -contestó, intentando que no le temblara la voz por los nervios.

– ¿A qué hora empieza?

– A las ocho. Abren a las siete y media.

– Gracias, padre.

– De nada.

El hombre le sonrió y se alejó caminando en dirección al colegio. El reverendo Swensen volvió a ponerse alerta, apretando nervioso el asa de su maletín. Una mirada al reloj. Las 7.15.

Al final, tras cinco minutos interminables, vio aquello que había estado esperando, y por lo que había recorrido tantos kilómetros: la limusina Lincoln con la matrícula oficial. Fue reduciendo velocidad hasta detenerse a una manzana del Neighborhood School. El pastor entornó los ojos en la penumbra del atardecer para ver bien el número de la matrícula. Era el vehículo correcto…, ¡gracias a Dios!

De la parte delantera del coche bajaron dos hombres jóvenes vestidos con trajes oscuros. Echaron un vistazo de arriba abajo a la acera, en la que le incluyeron a él, y al parecer quedaron satisfechos de la seguridad que ofrecía la calle.

Uno de ellos se agachó y se puso a hablar con alguien a través de la ventanilla trasera, que estaba abierta.

El reverendo sabía con quién estaba hablando: con el fiscal adjunto del distrito, Charles Grady, el hombre que llevaba la acusación en el caso contra Andrew Constable. Grady había acudido con su esposa al recital, en el que participaba su hija. Era el fiscal, de hecho, quien estaba en el corazón de aquella misión suya a Sodoma ese fin de semana. Como San Pablo, el reverendo Swensen había entrado en el mundo de los no creyentes para mostrarles lo errado que era el camino que habían escogido y para llevarles la verdad. Aunque su intención era hacerlo de una manera algo más firme que la que hubiera empleado un apóstoclass="underline" nada menos que matando a Charles Grady con la pesada pistola que descansaba en ese momento en su maletín, apretado contra su pecho como si fuera la mismísima Arca de la Alianza.

Capítulo 23

Analizaba la escena que se desarrollaba ante él.

Observaba con sumo cuidado todos los ángulos, las vías de escape, el número de transeúntes que había en la acera, la densidad del tráfico que circulaba por la Quinta Avenida… No podía permitirse fracasar. Había mucho en juego en el éxito de aquella empresa; tenía un interés personal en garantizar que Charles Grady moriría.

Cerca de la media noche del martes anterior, Jeddy Barnes, un integrante de la milicia local, había aparecido de repente ante la puerta de la casa que servía como vivienda iglesia del reverendo Swensen. Tras las redadas policiales a escala estatal realizadas hacía pocos meses contra la Unión Patriótica de Andrew Constable, se decía que Barnes estaba escondido en una caravana en lo más profundo del bosque de la zona de Canton Falls.

– Hazme un café -le había ordenado Barnes al horrorizado reverendo, dirigiéndole su fiera mirada de fanático.

En medio del sonido entrecortado que producía la lluvia al caer sobre el tejado de chapa metálica, Barnes, un rudo y aterrador solitario con el pelo cortado al rape y cara angulosa, dijo echándose hacia adelante:

– Necesito que hagas algo por mí, Ralph.

– ¿Qué es?

Barnes había estirado los pies y había dirigido la mirada hacia el altar de contrachapado, impregnado de barniz, que se había fabricado el propio reverendo.

– Hay un hombre que va a por nosotros, que nos persigue; es uno de ellos.

Swensen sabía que con «ellos» Barnes se refería a una difusa alianza mal definida, integrada por los gobiernos federal y estatal, los medios de comunicación, los no cristianos, los miembros de cualquier partido político organizado y los intelectuales, para empezar. («Nosotros» comprendía a cualquiera que no perteneciera a las categorías anteriores, siempre que fuera blanco.) Aunque el reverendo no era tan fanático como Barnes y sus colegas paramilitares, que le asustaban más que el mismísimo demonio, también era cierto que él creía que lo que proclamaban tenía algo de fundamento.

– Necesitamos pararle los pies.

– ¿A quién?

– A un fiscal adjunto de Nueva York.

– ¡Ah! ¿El que va contra Andrew?

– Ese mismo. Charles Grady.

– ¿Y qué se supone que tengo que hacer yo? -había preguntado el reverendo Swensen, imaginándose que se trataría tal vez de una campaña en la que tuviera que escribir muchas cartas, o de un exaltado sermón.

– Matarle -había dicho, simplemente, Barnes.

– ¿Cómo?

– Quiero que vayas a Nueva York y le mates.

– ¡Dios mío! Pero… yo no puedo hacer eso. -El reverendo intentaba dar una apariencia de firmeza, aunque le temblaban tanto las manos que vertió el café sobre un libro de himnos-. En primer lugar, ¿qué se gana con ello? A Andrew no le va a servir de ayuda. ¡Qué demonios, si se enteran de que él está detrás de esto, incluso empeorarán las cosas para él!

– Constable no tiene nada que ver con esto. Está fuera de este juego. Aquí hay peces más gordos. Tenemos que hacer una declaración, ya sabes, lo que están diciendo siempre todos esos gilipollas de Washington en las conferencias de prensa: «Enviar un mensaje».

– Oh, olvídate de eso, Jeddy. Yo no puedo hacerlo. Es una locura.

– Pues yo creo que sí puedes.

– ¡Pero si soy un ministro del Señor!

– Tú vas a cazar todos los domingos, y eso es matar, digas lo que digas. Y estuviste en Vietnam. Tienes incluso cabelleras, si es verdad lo que cuentas.

– Eso fue hace treinta años -dijo en un susurro desesperado, intentando evitar tanto la mirada de su interlocutor como el hecho de tener que admitir que, en efecto, las historias de guerra no eran ciertas-. Yo no pienso matar a nadie.

– Me apuesto a que a Clara Sampson le gustaría que lo hicieras. -Unos momentos de silencio sepulcral-. Tienes que pagar las consecuencias, Ralph.

¡Señor, señor, señor!…

El año anterior, Jeddy Barnes había conseguido evitar que Wayne Sampson, el de la granja lechera, fuera a la policía tras haber encontrado al reverendo con su hija de trece años en el patio que él había construido detrás de la iglesia.

En ese momento a Swensen se le ocurrió que tal vez Barnes había intercedido con el único fin de ganar cierto poder sobre él.

– Por favor, mira…

– Clara escribió una bonita carta, y da la casualidad de que la tengo en mi poder. ¿Te dije que fui yo quien le pidió que lo hiciera el año pasado? De todas maneras, ella se puso a describir tus partes con más detalles de los que a mí me hubiera gustado leer, pero estoy seguro de que un jurado sabrá apreciarlos en su justo valor.

– No puedes hacer esto… No, no, no…

– No quiero discutirlo contigo, Ralph. Así están las cosas. Si no accedes, el mes que viene tú estarás haciendo a los negros de la cárcel lo que le dijiste a Clara Sampson que te hiciera a ti. Bueno, entonces, ¿qué decides?