– ¡Mierda!
– Lo tomaré como un «sí». Y ahora, déjame que te informe de lo que hemos planeado.
Y, tras darle un arma, la dirección de un hotel y la situación de la oficina de Grady, Barnes le puso rumbo a Nueva York.
En cuanto llegó, hacía ya unos cuantos días, el reverendo Swensen pasó varias jornadas haciendo labores de reconocimiento: el jueves, ya avanzada la tarde, fue al edificio del gobierno estatal y, con su aire de ligero desconcierto y su atuendo eclesiástico, recorrió los pasillos sin que nadie le pusiera ningún impedimento; en un pasillo desierto, encontró un armario para los artículos de limpieza en el que se quedó escondido hasta la medianoche. Después, entró en la oficina de la secretaria de Grady y allí averiguó que el fiscal adjunto y su familia asistirían al concierto del Neighborhood School esa noche; la hija de Grady era una de las jóvenes intérpretes.
En ese momento, armado y con los nervios a flor de piel, el reverendo estaba delante del colegio observando cómo hablaban los guardaespaldas con Grady, que estaba sentado en el asiento trasero. El plan consistía en matar al fiscal adjunto y a sus guardaespaldas con la pistola provista de silenciador; acto seguido, echarse al suelo y gritar, presa del pánico, que acababa de pasar un coche en el que iba un hombre que había disparado. En medio de la confusión, el pastor tendría que arreglárselas para escapar de allí.
Tendría que…
Estaba intentando rezar una oración, pero, aunque Charles Grady era un instrumento del diablo, pedir ayuda a Dios nuestro Señor para matar a un cristiano blanco y desarmado era algo que preocupaba considerablemente al reverendo Swensen. Así que se dispuso a recitar en silencio un pasaje de la Biblia.
Vi otro ángel que bajaba del Cielo con gran poder, a cuya claridad quedó la Tierra iluminada…
El reverendo Swensen se balanceó sobre los pies, pensando que ya no podía esperar más. ¡Qué nervios, qué nervios!… Estaba deseando volver con sus ovejas, sus tierras, su iglesia y a sus siempre concurridos sermones.
También a Clara Sampson, que ya estaba cerca de los quince y, a efectos prácticos, se podía considerar un blanco legítimo.
El ángel gritó con poderosa voz, diciendo: Cayó, cayó la gran Babilonia, y quedó convertida en morada de demonios y guarida de todo espíritu inmundo…
El reverendo pensó en la familia de Grady. La mujer del fiscal no había hecho nada malo. No era lo mismo estar casada con un pecador que ser un pecador o elegir trabajar para un pecador. No; no le haría nada a la señora Grady.
Salvo que ella le viera disparar.
Y, por lo que se refería a la hija a la que Barnes se había referido, Chrissy…, se preguntaba cuántos años y qué aspecto tendría.
Los frutos sabrosos a tu apetito te han faltado, y todas las cosas más exquisitas y delicadas perecieron para ti y ya no serán halladas juntas…
No, pensó. Hazlo. Vamos, vamos, vamos.
Y un ángel poderoso levantó una piedra como una rueda grande de molino y la arrojó al mar, diciendo: Con tal ímpetu será arrojada Babilonia, la gran ciudad, y no será hallada…
Pensaba: la piedra que yo tengo como castigo, Grady, es una pistola suiza bien fabricada, y el mensajero no es un ángel del cielo, sino un representante de toda la gente de bien de Estados Unidos.
Comenzó a caminar.
Los guardaespaldas seguían sin mirarle.
Abrió el maletín, sacó una guía Rand McNally y la pesada arma. Ocultó la pistola con el colorido mapa y se dirigió paseando tranquilamente hacia el coche. Los guardaespaldas de Grady se hallaban en ese momento juntos, de pie en la acera, de espaldas al reverendo. Uno de ellos extendió la mano para abrirle la puerta al fiscal adjunto.
A seis metros…
El reverendo Swensen dijo para sí, pensando en Grady, «Que Dios se apiade de…».
Y, entonces, la rueda de molino aterrizó directamente en sus hombros.
– ¡Al suelo, al suelo, vamos, vamos, vamos, vamos!
Media docena de hombres y mujeres, un centenar de demonios, cogieron al reverendo Swensen de los brazos y le arrojaron con violencia sobre la acera.
– ¡Ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto, ahí quieto!
Uno cogió el arma, otro le arrebató el maletín, otro le apretó la nuca como si fuera la fuerza del peso de los pecados de la ciudad. Los restregones contra el pavimento le estaban arañando la cara, sintió dolor en las muñecas y en los hombros cuando le pusieron las esposas y le vaciaron los bolsillos, dejando los forros hacia afuera.
Aplastado contra el pavimento, el reverendo Swensen vio que se abría la puerta del coche de Grady y que saltaban de él tres policías que llevaban casco y chalecos antibala.
– ¡Ahí abajo, quieto! ¡La cabeza hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo!
¡Jesucristo nuestro Señor!…
Vio unos pies de hombre que se acercaban a él. A diferencia de la agresividad de los otros oficiales, éste se mostró bastante educado. Dijo, con acento sureño:
– Ahora, señor, vamos a darle la vuelta y le vamos a leer sus derechos. Dígame si los entiende.
Varios policías le dieron la vuelta y le levantaron.
El reverendo dio un respingo debido a la impresión.
El que le estaba hablando era el hombre que había visto con un traje oscuro en Washington Square, el mismo del que pensó que le estaba siguiendo. A su lado estaba el hombre rubio con gafas, quien al parecer le relevó en su labor de vigilancia. El tercero, el de tez morena que le había preguntado la hora de comienzo del concierto estaba un poco más allá.
– Señor, me llamo detective Bell, y voy a leerle sus derechos ahora mismo. ¿Listo? Bien. Allá va.
Bell examinó el contenido del maletín de Swensen.
Munición extra para la pistola H &K. Un bloc amarillo donde estaba escrito lo que parecía ser un sermón malísimo. Una guía: Nueva York con cincuenta dólares al día. Había también una Biblia con el sello de THE ADELPHI HOTEL, 232 BOWERY, NEW YORK, NEW YORK.
Aja, pensó Bell con ironía, parece que podemos añadir a los cargos el robo de una Biblia.
Sin embargo, no encontró nada que sugiriese que existía una conexión directa entre aquel atentado contra la vida de Grady y Andrew Constable. Desanimado, le dio a un agente las pruebas para que las registraran, y llamó a Rhyme para decirle que la improvisada operación del SWAT había sido un éxito.
Una hora antes, Lincoln continuaba enfrascado en el informe ampliado de la escena del crimen, mientras que Mel Cooper había investigado ya las fibras encontradas por el equipo de Escenas del Crimen en la oficina de Grady. Al final, Rhyme había hecho algunas deducciones preocupantes. El análisis de las huellas de calzado de la oficina reveló que el intruso había permanecido en un mismo sitio algunos minutos: la esquina delantera derecha del escritorio de la secretaria. El inventario de la oficina mostraba que en esa parte del mueble había sólo una cosa: la agenda de la secretaria. Y la única nota para aquel fin de semana era el recital de Chrissy Grady en Neighborhood School.
Lo cual significaba que la persona que entró en la oficina sin duda tomó nota de esa circunstancia. Por lo que respectaba al intruso, Rhyme había aventurado la sugerencia de que tal vez fuera disfrazado de pastor o de sacerdote. Con la ayuda de una base de datos del FBI, Cooper consiguió averiguar la procedencia de las fibras negras y el tinte: un fabricante especializado de tejidos de Minnesota, según comprobaron Cooper y Rhyme por su página web, en tela negra de gabardina para los establecimientos dedicados a la ropa clerical. Rhyme advirtió también que varias de las fibras blancas que encontraron los de Escena del Crimen eran de poliéster, pegadas con algodón almidonado, lo que indicaba que podían proceder de una camisa ligera con un alzacuellos.